2019/10/15

Montevideo. Museo de la memoria


Latinoamérica; pinceladas, imágenes y enlaces de un viaje (20)

Te recuerdo, Amanda
Montevideo. Museo de la memoria
(10 / 11 / 2018)

Para preparar el viaje que hice a Latinoamérica, relacioné el recorrido a seguir con la historia de la conquista y de la independencia. Una vez en Latinoamérica los ejes temáticos del viaje se multiplicaron; las revoluciones y la “memoria” pusieron varias metas en mi camino. La historia contemporánea se me hizo presente en Samaipata, Vallegrande, La Higuera o Salta. Pero el auténtico salto entre la memoria histórica y la memoria contemporánea lo di en Montevideo.

En Montevideo estuve tres días. En las ciudades que había visitado en Argentina las referencias a los próceres eran abundantes en los nombres de calles y parques, en esculturas y museos,… Pero el nombre de Artigas, el líder de los orientales, pocas veces lo vi. En Montevideo sí, allí es el más grande entre los grandes. Aquellos días estaba leyendo el libro La revolución clausurada, recomendado por Gustavo en Mar del Plata y comprado en Buenos Aires. Artigas fue el mayor protagonista de la "revolución clausurada" en las guerras de independencia, y lo añadí al eje temático de las revoluciones en mi viaje. Esa era una de las razones para ir a la capital de Uruguay.

Pero aun siendo así, a partir de Montevideo, en las razones del viaje se impuso la “memoria”, la memoria de los desaparecidos, torturados y asesinados por la violencia estatal de las dictaduras del siglo XX en Latinoamérica. En Montevideo, sin haberlo previsto antes, visité el MUME (Museo de la Memoria); a partir de allí fueron etapas de mi viaje museos de la memoria, centros de tortura y lugares en los que se produjeron matanzas por parte del ejército en Buenos Aires, Córdoba, Santiago de Chile, e Iquique.

No contaré aquí lo que vi en el MUME de Montevideo. Me conmovieron algunos textos que estaban expuestos en el museo: las cartas que un maestro escribió desde la cárcel a su hija (se reproducen en las fotos al final de esta entrada), y el texto en el que una mujer rememora lo vivido de niña cuando visitaba a su padre en la cárcel. Esta es la transcripción del mismo.


‹‹TE RECUERDO, AMANDA
Lo más temido por niñas y niños visitantes del Penal de Libertad era Amanda.
Una mujer ajada, con el pelo ceniciento y duro, con una capa negra, uñas pintadas de rojo sangre, y asomando por el borde inferior de la capa unas botas militares. Su sola figura daba calambres en el estómago. De asco y de rabia.
La primera aparición (porque así lo vivíamos) era en el recinto de revisación. Luego de largas colas de dos horas aproximadamente, los varones mayores de 12 años entraban por una puerta y las niñas, niños y mujeres por otra. Allí nos esperaban dos mujeres siempre distintas, con máscaras de maquillaje, con las manos heladas que recorrían nuestros cuerpos en busca de objetos (nunca supe cuales) que no podían ser ingresados. Tan frías tenían las manos que sospechábamos que antes de recibirnos ls ponían a la intemperie, por la ventana siempre abierta de ese lugar. De la “pinta” de esas mujeres, las nuestras (madres y abuelas) siempre tenían comentarios que creían que no entendíamos. Nosotros entendíamos bien: “pinta de trolas”.
En algún momento de las revisaciones Amanda entraba y entonces seguro que pasabas 10 o 15 minutos desnuda, mientras ella con cara de perra revisaba las prendas que te hacía sacar una por una. Si olvidaste sacar la etiqueta ¡ZAS!, te quedabas sin visita.
Este era el primer acto.
El segundo acto si habías logrado llegar a la sala de espera, aparecía de la nada, se materializaba, como una bestia: –¡Acá no se viene a hablar! … Se paralizaba todo, congelada la escena se dirigía a alguno de los niños que podía tener 7 u 8 años y decía: “¿Usted estaba hablando de mi? … Conteste!”. El niño decía: “No”, “No qué?”, “No señora Amanda, “¡Ah!, la próxima te suspendo”.
Si teníamos suerte se alejaba y sobre ese niño quedaba flotando una espada, casi seguro que no llegaba a ver a su padre. Aunque a veces, sí.
Entonces habíamos inventado un sortilegio para protegernos, cuando se alejaba cantábamos bajito: TRULIRU TRULIRU BATMAN!, ella alejándose con la capa hacia atrás.
Tercer acto: el corredor infinito.
Luego de una hora y media eterna, se abría la puerta que llevaba al corredor que a su vez desembocaba en la placita de visitas.
“Amanda leía la lista con voz de trueno: 437, 3140, 2673, 2018, … (los números nombres de nuestros padres, por lo tanto los nuestros), podían pasar dos cosas: que mencionaran tu número o… que no. Ahí te dabas cuenta si llegabas al objetivo (aunque no era la última opción, todavía podías perder).
Una larga fila de niños entre 1 y 11 años la seguía por el corredor infinito, infinito porque si bien no eran más de 15 o 20 metros con Amanda al frente el tiempo y la distancia no existían.
Un medio giro sobre su taco derecho nos introducía en el conflicto definitivo: “¿Quién se está burlando de mí?”, inmediatamente como piezas de dominó los primeros de la fila se daban vuelta y miraban hacia atrás algunos ya llorando, porque el tono de voz era potente, te envolvía la cabeza y recorría la columna vertebral como una víbora huyendo hacia la tierra, parálisis total, los llantos de los más pequeñitos, y mi voz de niña de once años (siempre fui la mayor de esta tanda): “¿No Amanda, eso nunca!”, “Qué dijiste?”. Comprendí que mis ojos debían mirar al suelo, porque eran lo mismo sus ojos que las baldosas. “¡Qué no!, que nunca nos burlaríamos de Usted”, “Usted qué?, “Usted, señora Amanda” (con voz de cordero sumiso) “Ah bueno”, (satisfecha por mi tono sumiso bien logrado) abriéndose la capa en el medio del cuerpo, mostrando el arma que a veces sacaba sobre los primeros de la fila. Las madres al otro lado de la puerta cerrada de la sala de espera y en la otra punta nuestro objetivo: los padres, en hilera gris todos sin pelo, todos con bigote y las manos para atrás.
Medio giro de Amanda, qué alivio le vemos de nuevo la espalda, la fila por fin avanza. El sol por la abertura de una doble puerta anunciaba la imagen que nos esperaba, última escena ¿cuál de todos estos pelados de gris y con bigote es mi padre?, ellos no podían recibirte, ni tampoco tocarte, cada niño se tiene que acercar a su padre. Para los más chicos era una tarea ardua, pero los padres lo resuelven: los llaman en voz bajita.
El colchón sonoro desciende, cada uno con su padre a volar en la hamaca, a contarle de la escuela, de las milanesas y el pollo que tragamos con pesar (que no decimos) en su honor.
A la salida ya más tranquilos, sobre todo si habías logrado ver a tu padre, volvías a la fila para una última revisación.
Te recordamos, Amanda, todos los hijos de los presos políticos de Libertad…
(Mariela)››
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