Latinoamerika; bidaia baten hainbat zertzelada, irudi eta esteka (20)
Te recuerdo, Amanda.
Montevideo. Memoriaren museoa
(2018 / 11 / 10)
Latinoamerikan egin nuen bidaia antolatzeko, konkistaren eta independentziaren historiarekin erlazionatu nuen jarraitu beharreko ibilbidea. Latinoamerikan egonda, bidaiaren ardatzak ugaldu ziren; erreboluzioek eta “memoriak” helmuga batzuk jarri zituzten nire bidean. Garaikideko historia Samaipatan, Vallegranden, La Higueran edo Saltan presente egin zitzaidan. Baina memoria historikotik memoria garaikidera benetako jauzia Montevideon gertatu zen.
Montevideon hiru egunez egon nintzen. Aurretik bisitatutako Argentinako hirietan ugariak ziren gizon handien izenak zituzten kale izenak, eskulturak, parkeak, museoak, … Baina Artigas izena, ekialdetarren liderra, gutxitan ikusi nuen. Montevideon bai, han gizon handienetan handiena da. Egun haietan irakurtzen ari nintzen La revolución clausurada, Mar del Platan Gustavok gomendatua eta Buenos Airesen erosia. Artigas zen Amerikako independentzia gudutan "galarazitako erreboluzioaren" protagonista nagusia, eta erreboluzioaren bidaia-ardatzean gehitu nuen. Uruguayko hiriburura joateko aitzakien artean hori zen bat.
Horrela izanda ere, Montevideo-tik aurrera, beste bidaia-ardatzen artean, memoria gailendu zen, XX. mendean Latinoamerikako diktadurek eta estatu indarkeriek eragindako desagertuen, torturatuen eta eraileen memoria. Montevideon, aurretik antolatu gabe, MUME (Museo de la Memoria) bisitatu nuen; geroztik Buenos Aires-en, Cordoban, Santiago de Chilen, eta Iquiquen, memoria museoak, tortura guneak eta armadak sarraskiak egin zituen lekuak ere, izan ziren nire helmugak.
Montevideoko MUMEn ikusi eta bizi nuena ez dut hemen kontatuko. Museoan ikusgai zeuden testu batzuk hunkituta utzi ninduten: maisu batek bere alabari idatzitako gutunak (argazkiak sarrera honen bukaeran), eta emakume baten oroimenak, haurra zenean bere aitari atxiloketa zentro batera ikustera joaten zenerako oroipenak. Azken honen transkripzioa hau da:
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‹‹TE RECUERDO, AMANDA
Lo más temido por niñas y niños visitantes del Penal de Libertad era Amanda.
Una mujer ajada, con el pelo ceniciento y duro, con una capa negra, uñas pintadas de rojo sangre, y asomando por el borde inferior de la capa unas botas militares. Su sola figura daba calambres en el estómago. De asco y de rabia.
La primera aparición (porque así lo vivíamos) era en el recinto de revisación. Luego de largas colas de dos horas aproximadamente, los varones mayores de 12 años entraban por una puerta y las niñas, niños y mujeres por otra. Allí nos esperaban dos mujeres siempre distintas, con máscaras de maquillaje, con las manos heladas que recorrían nuestros cuerpos en busca de objetos (nunca supe cuales) que no podían ser ingresados. Tan frías tenían las manos que sospechábamos que antes de recibirnos ls ponían a la intemperie, por la ventana siempre abierta de ese lugar. De la “pinta” de esas mujeres, las nuestras (madres y abuelas) siempre tenían comentarios que creían que no entendíamos. Nosotros entendíamos bien: “pinta de trolas”.
En algún momento de las revisaciones Amanda entraba y entonces seguro que pasabas 10 o 15 minutos desnuda, mientras ella con cara de perra revisaba las prendas que te hacía sacar una por una. Si olvidaste sacar la etiqueta ¡ZAS!, te quedabas sin visita.
Este era el primer acto.
El segundo acto si habías logrado llegar a la sala de espera, aparecía de la nada, se materializaba, como una bestia: –¡Acá no se viene a hablar! … Se paralizaba todo, congelada la escena se dirigía a alguno de los niños que podía tener 7 u 8 años y decía: “¿Usted estaba hablando de mi? … Conteste!”. El niño decía: “No”, “No qué?”, “No señora Amanda, “¡Ah!, la próxima te suspendo”.
Si teníamos suerte se alejaba y sobre ese niño quedaba flotando una espada, casi seguro que no llegaba a ver a su padre. Aunque a veces, sí.
Entonces habíamos inventado un sortilegio para protegernos, cuando se alejaba cantábamos bajito: TRULIRU TRULIRU BATMAN!, ella alejándose con la capa hacia atrás.
Tercer acto: el corredor infinito.
Luego de una hora y media eterna, se abría la puerta que llevaba al corredor que a su vez desembocaba en la placita de visitas.
“Amanda leía la lista con voz de trueno: 437, 3140, 2673, 2018, … (los números nombres de nuestros padres, por lo tanto los nuestros), podían pasar dos cosas: que mencionaran tu número o… que no. Ahí te dabas cuenta si llegabas al objetivo (aunque no era la última opción, todavía podías perder).
Una larga fila de niños entre 1 y 11 años la seguía por el corredor infinito, infinito porque si bien no eran más de 15 o 20 metros con Amanda al frente el tiempo y la distancia no existían..
Un medio giro sobre su taco derecho nos introducía en el conflicto definitivo: “¿Quién se está burlando de mí?”, inmediatamente como piezas de dominó los primeros de la fila se daban vuelta y miraban hacia atrás algunos ya llorando, porque el tono de voz era potente, te envolvía la cabeza y recorría la columna vertebral como una víbora huyendo hacia la tierra, parálisis total, los llantos de los más pequeñitos, y mi voz de niña de once años (siempre fui la mayor de esta tanda): “¿No Amanda, eso nunca!”, “Qué dijiste?”. Comprendí que mis ojos debían mirar al suelo, porque eran lo mismo sus ojos que las baldosas. “¡Qué no!, que nunca nos burlaríamos de Usted”, “Usted qué?, “Usted, señora Amanda” (con voz de cordero sumiso) “Ah bueno”, (satisfecha por mi tono sumiso bien logrado) abriéndose la capa en el medio del cuerpo, mostrando el arma que a veces sacaba sobre los primeros de la fila. Las madres al otro lado de la puerta cerrada de la sala de espera y en la otra punta nuestro objetivo: los padres, en hilera gris todos sin pelo, todos con bigote y las manos para atrás.
Medio giro de Amanda, qué alivio le vemos de nuevo la espalda, la fila por fin avanza. El sol por la abertura de una doble puerta anunciaba la imagen que nos esperaba, última escena ¿cuál de todos estos pelados de gris y con bigote es mi padre?, ellos no podían recibirte, ni tampoco tocarte, cada niño se tiene que acercar a su padre. Para los más chicos era una tarea ardua, pero los padres lo resuelven: los llaman en voz bajita.
El colchón sonoro desciende, cada uno con su padre a volar en la hamaca, a contarle de la escuela, de las milanesas y el pollo que tragamos con pesar (que no decimos) en su honor.
A la salida ya más tranquilos, sobre todo si habías logrado ver a tu padre, volvías a la fila para una última revisación.
Te recordamos, Amanda, todos los hijos de los presos políticos de Libertad…
(Mariela)››
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