2024/03/03

Viaje al románico de La Bureba

 


Cuando enero empezaba a envejecer, atravesamos, desde el norte, la cadena de los Montes Obarenes por el desfiladero de Pancorbo. Nos dirigíamos a La Bureba. Llevábamos una lista con más de dos decenas de pueblos con iglesias románicas que pretendíamos visitar. Nos dirigimos hacia el oeste sin alejarnos apenas de la cadena montañosa. Al tomar un desvío para llegar a Soto de Bureba, el primer destino que nos habíamos marcado, los Obarenes volvieron a acercarse a nosotros. Desde el desvío avanzamos despacio observando una iglesia que asomaba, casi desde su base, sobre lo que parecía una muralla con más de media docena de contrafuertes. Donde acababa el pueblo aparcamos nuestra furgoneta.


Nada se movió en las pocas casas del pueblo; de ninguna salió sonido alguno, ni siquiera el ladrido de un perro. No tuvimos ninguna duda de por dónde acceder a la iglesia: dos calles hay en el pueblo y una, que sale desde la misma carretera, se llama así: Calle de la Iglesia. Dos rodadas paralelas dividían en tres franjas verdes el firme herboso de la calle, la central mucho más ancha. Casi al inicio del camino accedimos a la explanada a la que da la portada de la iglesia, limitada por el sur por la parte alta de lo que mientras llegábamos al pueblo nos parecía una muralla.


La atracción fue inmediata. Iniciar nuestro recorrido por la Bureba ante aquella hermosa portada hizo que, a partir de entonces, siempre esperásemos encontrar algo similar o más atractivo en el resto de las iglesias que habríamos de visitar. Cuando no era así, su recuerdo era una motivación para seguir buscando. La iconografía y composición de sus tres arquivoltas, la decoración del guardapolvo que las rodea, las figuras de capiteles y jambas, los adornos de las columnas…, todo atrae la atención para observarlo en conjunto y detalle a detalle. En la iconografía que recorre linealmente las arquivoltas me llamó especialmente la atención la figura humana más grande de las representadas en ellas: un hombre encadenado con sus manos agarrando la cadena que une el collar que le rodea el cuello y el cepo que le ata las piernas. En el extremo opuesto de la misma arquivolta (la más exterior) hay una mujer en actitud pensativa. En tres dovelas contiguas, otros tantos personajes parecen entablar un diálogo entre ellos. Un unicornio, identificado como tal en una leyenda sobre el mismo, sorprende en una de las dovelas de la arquivolta interior; esta, ligeramente apuntada como las demás, está rematada en sus dovelas superiores por el Agnus Dei; a cada uno de sus lados hay otras dos figuras humanas que también ocupan varias dovelas cada una, representan, según la información de un panel, a la Virgen y a San Juan.


Otras portadas

La de Busto se convirtió para nosotros en la referencia con la que compararíamos el resto de portadas durante el resto del viaje; ninguna acabó igualándola. El primer día nos paramos ante otras cuatro iglesias: en Navas de Bureba, Barrios de Bureba, Hermosilla y Terminón. Solo la de Navas de Bureba, cercana a Busto y también en las faldas de los Oberenes, conserva su portada románica ligeramente apuntada y de forma muy abocinada. Sus arquivoltas, al contrario que las de Soto de Bureba, carecen de decoración y las columnas son lisas, sin adornos. En los capiteles, los únicos elementos de la portada con decoración escultórica, hay hojas de acanto, cabezas y figuras humanas y cabezas de león.


Los días de un extraño y soleado invierno se fueron sucediendo; la temperatura era más primaveral que del mes de enero, aunque los árboles, a excepción de pinos y encinas, seguían dormidos, desnudos; dejaban que el recién brotado cereal fuese el encargado de adornar de verde el valle de la Bureba. Veíamos más extensiones de verde cuanto más alejados de los Obarenes y de los páramos estábamos. Incluso el pardo tirando a rojizo de las tierras labradas que jaspeaba el verde del cereal recien nacido, daba más color al paisaje que el frío gris de los árboles desnudos.


También las iglesias románicas se iban sucediendo y nosotros hacíamos competir sus portadas con la de Soto de Bureba. Ninguna la igualó, aunque algunas podrían haber sido la referencia de haber sido las primeras que hubiésemos visto. Una de estas es la de Quintanarruz, con siete arquivoltas profusamente decoradas; las bases de los arcos de medio punto de cuatro de ellas son los ocho capiteles con decoración escultórica de que consta la portada. Todas las arquivoltas y el guardapolvo están decoradas con motivos geométricos. Las puntas de diamante labradas en la arquivolta más exterior me llamaron especialmente la atención: en cada dovela se esculpió una; el interior del espacio entre sus aristas y el vértice se vació, de modo que la luz atraviesa cada punta de diamante. Las sombras que proyectan las aristas y el vértice de cada una se desplazan lentamente sobre la ornamentación del guardapolvo y de la arquivolta inferior a medida que el sol se desplaza sobre el cielo.


La de Castil de Lences, al pie del páramo, también podría haber sido nuestra referencia de haberla visto en primer lugar; está protegida por un pórtico, posterior al edificio románico, que impide observarla en su grandiosidad original. También la de Lences está protegida por un pórtico más moderno que ella; dificulta la observación más aún que el anterior, porque una de sus columnas se construyó justo delante de la portada. Siguieron a estas las de Revillalcón, Tobes y Rahedo, Valdazo…

Una iglesia por dentro



En pocos sitios encontramos a alguien con quien hablar, y en menos aún dimos con quien nos pudiese abrir la iglesia. Una afortunada excepción fue la iglesia de Aguilar de Bureba. Una verja de madera cierra el pórtico sobre el que se eleva una espectacular espadaña de traza barroca. Las construcciones añadidas a la primitiva iglesia románica impiden ver desde fuera la mayor parte de los muros originales. Después de observar y fotografiar la portada a través de los huecos de la verja de madera, nos desplazamos hasta el ábside, que tampoco se ve en su totalidad porque la sacristía que se añadió adosada al norte oculta buena parte de este. Mientras lo observábamos se acercó a nosotros una mujer que se ofreció a enseñarnos la iglesia. Fue en busca de las llaves y regresó con estas y un cuaderno lleno de apuntes del que se ayudaba para explicar lo que íbamos viendo. Con encomiable interés y poca seguridad se interesaba y detenía en la iconografía de los retablos; confundió a un evidente Santiago Matamoros con San Pablo, el verdadero fundador del cristianismo, aunque siempre nos hayan querido hacer creer que fue otro (con mucho éxito, por cierto, ya que pocos serán quienes,  aún hoy, atribuyan a San Pablo la iniciación de esa secta[1]). De la arquitectura y decoración románicas, que eran el eje temático de nuestro viaje, apenas nos dijo nada, quizás por el poco interés que pusimos ante el Matamoros que ella confundió con el verdadero fundador del cristianismo, error que corrigió algo más tarde. La cúpula semiesférica sobre el crucero, formado por la nave románica y las capillas laterales añadidas en el siglo XVII, llama la atención por lo irregular de la circunferencia de la imposta desde la que arranca.


Destacan los capiteles del arco triunfal. En uno de ellos se representan lo que parecen ser tres escenas sin relación entre sí 
en las que la violencia está presente: en la cara izquierda un caballero cuyo caballo pisotea la cabeza de un hombre; en la derecha, y parte de la central, otro jinete se enfrenta a un hombre que maneja una honda; en la central una persona que parece atada a una columna para recibir castigo, con el añadido sobre ella de dos espectadores que contemplan desde un balcón, y con aparente indiferencia, el castigo a la persona que hay bajo ellos y al hombre pisoteado por el caballo.


El capitel de la otra columna en la que se apoya el arco está decorado con un motivo uniforme: cuatro aves enfrentadas dos a dos en los vértices del capitel y dándose la espalda las que ocupan la cara central. Sus colas, cubiertas de escamas, se enrollan en espiral y terminan en cabezas con la boca abierta y mostrando los dientes. Al igual que en el anterior capitel, el cimacio (la parte superior del capitel) de este está decorado con motivos lineales y vegetales.

Ábsides y Canecillos

Con apenas excepciones, solo pudimos contemplar el exterior de las iglesias, aunque la maleza que rodea buena parte de algunas de ellas o el cementerio adosado a alguno de sus muros laterales nos impidió, a menudo, rodear todo su perímetro. Además de las portadas, el exterior de los ábsides y los canecillos bajo los aleros fueron elementos que nos entretuvieron en cada visita a las iglesias románicas de la Bureba.


En Hermosilla, la cabecera (presbiterio y ábside) es lo único que se conserva de la iglesia románica. Lo mismo que la portada de la iglesia de Soto de Bureba fue para nosotros el referente con el que comparar las demás, el ábside de la de Hermosilla lo fue para los ábsides. Sus dos columnas dividen el ábside en tres tramos; sus fustes embebidos en el muro se inician en una basa algo más elevada que lo que parece un podio y terminan en capiteles en los que se apoya el alero, haciendo así la misma función que los canecillos. Sobre una imposta que recorre el ábside, hay una ventana en cada paño, las tres con columnas rematadas en capitel y arquivolta. Hay otra en el muro norte del presbiterio; está cegada con sillares y decorada con un tímpano en el que hay tres arcos esculpidos.


La variedad de motivos de todo el adorno escultórico del ábside y la maestría con la que está realizado es realmente sorprendente. La erosión ha deteriorado unos cuantos canecillos hasta hacer desaparecer en algunos el motivo que se esculpió en ellos, pero, incluso en las figuras en parte descompuestas, se ve la destreza y el oficio de las manos que las esculpieron. Por no mencionar todos, me detengo en algunos de los más elaborados.


En el capitel de la columna más septentrional del ábside se representan dos fieras que devoran un animal postrado en el suelo; los bien definidos dientes de las fieras (que podrían ser perros) se clavan en el cuello y la parte trasera de la pieza cazada; esta podría ser una liebre o un conejo, aunque su cola es demasiado larga para cualquiera de estas dos especies.


En varios canecillos se representan animales y alguna escena de caza. Una de estas es la de un cazador haciendo sonar el cuerno con su mano izquierda mientras la otra sujeta lo que pudiera ser su arma apoyada en el hombro derecho. Aunque el canecillo está erosionado y con la parte inferior de la imagen representada muy deteriorada, el detalle con el que está elaborado todo el motivo es admirable.


En otro se representa una escena en la que aparece la figura de cuerpo entero de un hombre que carga sobre su hombro un cerdo al que sujeta por las patas traseras. Como en el anterior y en el resto de los canecillos que conservan su escena, el animal real o fantástico o las caras humanas con las que fueron adornados, el realismo logrado en su elaboración y en los detalles es encomiable. Para mí este es especialmente atractivo, porque veo en él (no sé si acertadamente o no) la representación de una escena local, habitual para las personas que iban a ser usuarias o destinatarias de la iglesia, una escena evidente y cotidiana para cuya comprensión no necesitaban ser adoctrinadas.


Espectacular es el modillón en el que un grifo, ese animal fantástico mitad águila mitad león, se muestra altivo bajo el alero del ábside de la iglesia, alero que, al parecer, ha conseguido proteger el can hasta hoy.


No puedo dejar de mencionar otro, quizás más fácil de elaborar que los anteriores, ya que sus elementos son pocos y sencillos: una cuba suspendida sobre una jarra a la que, seguramente, verterá su vino. Como el del campesino que transporta un lechón, para interpretar este no son necesarias doctrinas ni sermones; tampoco elaboradas predicaciones sobre el bien y el mal, sobre el pecado y la virtud, sobre la vida y la muerte. A mí me parece que estos canecillos solo hablan de la vida y no necesitan intérpretes, aunque el cerdo, por ejemplo, no se utilice precisamente para ilustrar la virtud.

Otras iglesias románicas de La Bureba



Durante cinco días recorrimos La Bureba en nuestra camper. Dormimos en Oña, Poza de la Sal y Briviesca, lugares desde los que salíamos por la mañana (después de visitarlos si no lo habíamos hecho la víspera) en busca de los pequeños pueblos con iglesias románicas desperdigados por la comarca. Además de los ya mencionados hasta ahora paramos en: Barrios de Bureba (para ver San Fagún), Abajas, Arconada, Carcedo de Bureba, Rojas de Bureba, Piérnigas, Revillalcón, Monasterio de Rodilla (a donde volveremos con más tiempo que el que le dedicamos), Carrias… Todas tienen elementos por los que merecen una visita. Por no extenderme, solo me detendré un momento en un ábside llamativo y algo más en dos iglesias especiales por únicas.


El ábside de la iglesia de Revillalcón llama la atención porque una de sus dos columnas desapareció. Los tres tramos en los que estas lo repartían han quedado reducidos a dos, con una asimetría tan exagerada que no puede dejar de sorprender. El soporte original que se conserva se trata de un haz de tres columnas embutidas en la pared (columnas entrega) rematadas en capitel, el de la izquierda muy deteriorado o desparecido. La grieta que se abre desde la cornisa y recorre la mitad de la pared del paño reconstruido parece querer certificar lo necesario que era el haz de columnas que desapareció y no se repuso. Haces de tres columnas pudimos ver también en la iglesia de Valdazo y en el magnífico ábside de la de Navas de Bureba.



Iglesia de Piérnigas



Una iglesia especial es la ermita de San Martín de Tours, en Piérnigas. Parece que, alejada del casco urbano, nadie ha sentido la necesidad de reformarla, ampliarla o añadirle dependencias para perpetuar la memoria de los donantes. En medio de tierras de cultivo y alejada de los Montes Obarenes, que marcan el horizonte por el nordeste, y de la sierra en cuyas laderas se protege Poza de la Sal, que limita La Bureba por el noroeste, mantiene su estructura original: una sola nave cubierta con tejado de lajas de piedra, ábside semicircular, portada de tres arquivoltas y una espadaña construida sobre el arco de triunfo.


La espadaña separa el ábside de la nave. Me recordó a la iglesia de San Fagún, no porque tengan parecido o parentesco, sino porque al ver la de Piérnigas imaginé la nave que la de San Fagún tuvo que tener más allá de la espadaña en la que ahora termina la ermita.


Lo que hace única a la de Piérnigas entre las iglesias románicas de La Bureba es que carece de cualquier tipo de decoración; los escultores del románico no tuvieron aquí la oportunidad de demostrar su imaginación y su maestría. En el cartel que describe la iglesia se lee que “la ausencia absoluta y premeditada de decoración (aniconismo) en su portada, capiteles, etc., hace de esta ermita, donde todo es arquitectónico, un caso único en la comarca, ya que en todos los demás ejemplos hay abundante presencia escultórica”. El aniconismo es la ausencia de representaciones escultóricas o gráficas de seres vivos. En la ermita de San Martín de Tours no hay ningún tipo de adorno.

Iglesia de Carrias

Antes de abandonar La Bureba fuimos desde Briviesca hasta Carrias para ver una iglesia románica de ábside cuadrado. Lo que no imaginábamos era el estado en el que la encontramos.


Tomamos la carretera que va de Briviesca hacia Belorado. Antes de tomar un cruce para Carrias nos detuvimos para contemplar la extensión de La Bureba. Ante nosotros se extendían los sembrados que ya habían brotado y los que pugnaban por hacerlo en una llanura de tierra rojiza que los montes Obarenes cerraban por el norte. Pero Carrias está en una depresión a la que tuvimos que descender para llegar a un pueblo rodeado de cuestas y colinas. El color pardo de declives y oteros erosionados competía con el verde del cereal ya nacido. El nombre del pueblo en un muro pintado con una escena de un campesino segando con hoz nos confirmó que habíamos llegado.


En lo alto, sobre los tejados de las casas, ya se observa la ruina de la ermita de Nuestra Señora del Campo. Se muestra elevando hacia el cielo su herida abierta como una boca que intenta adquirir aire mientras se ahoga; el borde de la ruina de la cubierta y el muro dañado del ábside parecen dos labios contraídos en una mueca de pánico.


La portada aguanta en pie, aunque parece moribunda y con signos de haber sido maltratada antes de que la cubierta de la iglesia se hundiese por un incendio: sus arquivoltas, por encima de sus capiteles, están tapadas por una capa de argamasa rojiza; ¿habrá servido para proteger algo de lo que hay debajo? Las columnas de la portada están erosionadas como si poco a poco se fuesen convirtiendo en polvo. Sus capiteles se mantienen con una dignidad desgastada y conservan aún detalles admirables que hablan del buen oficio de las manos que los labraron.


Unos canecillos que sobresalen del muro del ábside muy por debajo de la línea ruinosa del alero –cuatro al norte y uno al sur– indican que ya hace mucho que se amplió la iglesia en altura.

A pocos pasos de esta ermita hay otra iglesia mucho más grande, más soberbia, más propia de una época de mayor esplendor. Sin embargo, su ruina es mucho más gigantesca, porque gigantesco es también el espacio que ocupa comparado con la ermita de al lado. Se trata de la iglesia de San Saturnino, a la que solo se puede acceder con mucha dificultad y esfuerzo porque la vegetación y la maleza la rodean; también con peligro porque en el pulso entre los ruinosos restos que aún no han caído y la fuerza de la gravedad, es esta la que juega con la ventaja de la paciencia y el tiempo.


Dejamos atrás Carrias y sus ruinosas iglesias y nos dirigimos hacia el norte, hacia la cadena de los Obarenes, para abandonar La Bureba por el portillo de Busto. Hacia el oeste quedaban todas las iglesias románicas hasta las que nos habíamos acercado; también Poza de la Sal donde habíamos dormido a los pies del castillo de los Rojas y desde el que pudimos contemplar el amanecer sobre la depresión de La Bureba, esa llanura cerealista rodeada de montes y salpicada de románico. Desde el portillo de Busto subimos hasta un mirador para contemplar la comarca que abandonábamos desde la altura de la sierra que cierra la llanura por el norte.

Atrás quedaban pueblos en los que apenas vimos a nadie y a los que alguna vez volveremos para admirar de nuevo lo que ya hemos visto, además de lo que no pudimos ver en el interior de las iglesias. Mientras llega el momento iremos olvidando el nombre del lugar concreto en el que vimos cada portada, ábside, columna, capitel, canecillo… que se nos hayan quedado grabados en la memoria, pero seguiremos recordando la imagen de cada uno de los elementos que nos sorprendieron, aunque no acertemos a situarlos bien en el mapa.


[1] Secta: ver la acepción principal del Diccionario del uso del español de María Moliner (“Doctrina enseñada por un maestro y seguida por sus adeptos”), no las del Diccionario de la lengua española de la RAE; las de este se adaptan a la definición que darían los miembros de una secta para definir a otra rival.


2024/02/20

Otro viaje a San Pantaleón de Losa



 


El tercer domingo de febrero amaneció con el cielo casi despejado, con una temperatura más propia del mes de abril o mayo que la que a la mitad del invierno corresponde. Solo se ajustaba a la estación la hora a la que el sol asomó tras el horizonte, con mucho retraso de haber sido primavera. Después de atravesar Aiaraldea, ascendimos por el Puerto de Angulo para llegar a Losa. Atravesamos el valle hasta ver ante nosotros los montes que lo cierran por el sur y forman el desfiladero de Entrepeñas, con la Peña de los Buitres al oeste, el Vienda al este y el Río Jerea atravesando la garganta. Antes, atrae la mirada Peña Colorada; este otero se adelanta ascendiendo desde el oeste hasta llegar a su máxima altura (729 m) y terminar en un acantilado semicircular formado por rocas sedimentarias a cuyos pies está el pueblo de San Pantaleón de Losa. El río Jerea lo rodea por detrás

El río Jerea, después de iniciar su recorrido en la Sierra de la Carbonilla, atraviesa el valle de Losa en su recorrido hacia el Ebro. Tras viajar de norte a sur por Relloso, el despoblado de Quincoces de Suso, Quincoces de Yuso, San Llorente, Villaluenga y Río de Losa, se desvía repentinamente hacia el oeste para evitar San Pantaleón de Losa. No se atreve a fluir frente a la imponente proa de Peña Colorada, sobre la que asoma, a modo de puente de mando, la ermita de San Pantaleón. Para evitarla da un rodeo que desde lo alto de la peña podría parecer innecesario. El Jerea forma un meandro que rodea el cerro por el oeste para no pasar ante el vistoso y soberbio farallón oriental del peñón bajo el que se asienta el pueblo.



En el paisaje que con la participación activa del Jerea se acabó formando, da la impresión de que Peña Colorada (también llamada Peña del Santo y Peña Sociruelos) es un barco que elevándose hacia el cielo surge del mismo río; aunque también podría pensarse que se trata de uno que se hunde y que su popa ya ha desaparecido sin remedio.




Esa soberbia proa forma parte de un paisaje al que regala su imagen más característica; pero es la ermita que se adapta a su ladera la que le confiere una singularidad a prueba de olvido.

Aunque he visitado el lugar en muchas ocasiones la ermita de San Pantaleón me parece más impresionante cada vez que vuelvo. El domingo volví a ella y, de nuevo, admiré su silueta, su portada, su espadaña, su ábside… como si hubiese sido la primera vez.

La ermita se pega a la ladera y se adhiere a la superficie sobre la que fue construida. El desnivel del terreno obligó a sus artífices a adaptar su modo de construir a la pendiente sobre la que elevaron la iglesia. La nave rectangular está a un nivel inferior al del ábside. En el interior, que conocemos, pero al que que en esta ocasión no pudimos acceder, el escalonamiento que hay entre la nave y el ábside no se debe al deseo de separar a los fieles del presbiterio y el altar, esa necesaria separación litúrgica la ofrecía el propio terreno. La diferencia de nivel hace que, viendo la iglesia por fuera (y teniendo como referencia otras iglesias románicas), el ábside parezca muy pequeño al compararlo con la nave.

Iniciamos la ascensión a Peña Colorada desde el pequeño aparcamiento que hay al lado norte de la misma, la rodeamos por el este y ascendimos por el camino habilitado por el sur de la peña. Arriba, al girar hacia la ermita, la vimos imponerse en el paisaje, destacarse, situada entre un cielo azul ligeramente jaspeado de jirones de nubes altas y estelas de aviones y el verde de la hierba que cubre el escaso fondo vegetal del suelo. La claridad de los sillares de los muros de la nave y del ábside de la iglesia románica hacía que el añadido del siglo XVI se viese como lo que es: un apéndice que no embellece la obra románica, que resta belleza a la iglesia consagrada en 1207. Esa pesada protuberancia creció entre el muro norte de la nave románica y el acantilado; también ocultó buena parte del paño más septentrional de los tres que tiene el ábside, dejando parcialmente escondido el vano que hay en él.




Desde que habíamos decidido volver a ver la ermita de San Pantaleón, una imagen fija se instaló en mi cabeza, la primera que rescato de mi memoria cada vez que nombro u oigo nombrar este templo románico: los personajes apresados para la eternidad dentro de las arquivoltas de la portada y del vano del paño central del ábside. Son personas de las que solo se ven los rostros y los pies; el resto de su cuerpo se entiende encerrado en las molduras cilíndricas de las arquivoltas. En la portada hay cuatro y cada personaje ocupa dos dovelas. En el vano del ábside hay diez, seis en la arquivolta exterior y cuatro en otra; cada uno de ellos ocupa una sola dovela. Siempre que los veo pienso que el artista que los esculpió tuvo una idea genial; sin apenas tocar las dovelas después de darles su forma cilíndrica, esculpió catorce personajes y apenas necesitó espacio y profundidad para hacerlo.



Hay varias interpretaciones para estos personajes embutidos en la piedra: prisioneros, eremitas, representación de alguno de los martirios de San Pantaleón… Cuando los veo, aún sin tener nada en lo que apoyarme para afirmarlo, pienso que aquel genial cantero y escultor no trataba de impartir doctrina ni de explicar la vida de ningún santo o candidato a serlo. Creo (ya digo que sin fundamento) que lo suyo pudo ser una genial venganza contra sus enemigos, sus maltratadores, sus explotadores…; quizás contra quienes predicaban castigos eternos para cualquiera que se atreviese a vivir sin seguir el camino que el poder dictaminaba y la doctrina señalaba. Embutió a todos ellos en un espacio tan hermético que no podían moverse, pero desde el que pudiesen ver cómo se les observa, cómo seres humanos anónimos contemplan su castigo; seguramente, para el autor que los empotró en piedra, un castigo eterno, porque la piedra es sempiterna: con principio, pero sin fin. ¿Mi interpretación es heterodoxa, errónea, falsa, inadecuada…? No lo sé, pero me parece mucho más atractiva que las otras.




Toda la iconografía y decoración de esta iglesia es admirable. En la portada ya sorprende, antes de llegar a su altura, la figura humana de tamaño natural que se adelanta a las arquivoltas y parece hacer la misma función que una columna. La tela o el paño que pasa desde su espalda por su hombro izquierdo, y luego sujeta recogido a la altura de la cintura, parece el elemento que le sirve para transportar hacia adelante toda la portada y toda la iglesia, que quedan a su espalda. En el otro extremo hubo otra figura, esta no humana, de la que sólo queda la cabeza. También es destacable una figura en forma de rayo o línea quebrada que recorre de arriba abajo el espacio que debe ocupar la columna de una arquivolta, columna mucho más estrecha que su gemela, porque parte del espacio que le debiera pertenecer lo ocupa la figura en forma de zigzag. Los capiteles, según los expertos, “están elaborados como parte de un único proceso creador y desarrollan los seis intentos de ejecución del martirio de San Pantaleón”. Todos los vanos, abocinados como la portada, están adornados con columnas, capiteles y arquivoltas decoradas.



Hubo algún tiempo en el que los peregrinos acudían a San Pantaleón por motivos mágicos y cabalísticos. Se ha relacionado la iglesia con el Grial: el recipiente o la copa en la que supuestamente bebió Jesucristo en la Última Cena. Tuvieron que pasar doce siglos después de aquella supuesta cena antes de que se inventase la historia de esa copa. Una vez inventada la historia, parece que la copa decidió multiplicarse: ha habido griales en Valencia, en la basílica de San Isidoro de León, en Génova, en O Cebreiro, en Gales, en Irlanda, en Viena, en Hungría y en otros doscientos lugares más; la historia y el aspecto de cada uno bien diferenciados de los demás. Con solo tomar un trago de vino de cada uno de ellos las alucinaciones no serían lo más insólito que el Grial pudiera producir; sin beber de él ya genera creencias extraordinarias sin ninguna consistencia, sin ninguna necesidad de que los sentidos de los creyentes permanezcan activos.

Otra reliquia hizo la magia de atraer peregrinos a San Pantaleón, que para eso se invertía en reliquias. En la iglesia se conservaba una ampolla con sangre del santo en estado sólido; cada 27 de julio la sangre se licuaba. Hoy (según leímos en un panel que vimos en la parte baja de la peña al marchar) sigue haciéndolo en el monasterio de la Encarnación de Madrid. El auténtico milagro de esa ampolla no es que la sangre de San Pantaleón se licúe en su interior; la magia está en conseguir que miles de personas acudan a ver el milagro y se crean a pies juntillas que lo que ven, si es que ven algo, es lo que les cuentan.



El lugar, el paisaje en el que se encuentra y la ermita de San Pantaleón no necesitan nada más de lo que tienen para ser sorprendentes, para atraer a cualquiera que quiera disfrutar de la belleza del paisaje y de la que surgió de unas manos seguramente ásperas, pero guiadas por ideas geniales.




2023/12/16

A Albi por las gargantas del Tarn

 


4 crónicas de una travesía de cabotaje por un paisaje sin mar. (4ª)

Dejamos atrás Lussan y volvimos a las orillas del Gardón, que nos indicaría el camino hasta superar algunos puertos de las montañas Cévennes; el Tarn tomaría el relevo después. Pocas fueron las paradas antes de llegar a las gargantas de este río: una en St. Jean du Gard y otra en Florac. La primera parte del recorrido discurrió por la carretera de la Corniche des Cévennes; la tranquilidad que el escaso tráfico aportaba nos permitió atravesar el macizo sin prisas para disfrutar del paisaje otoñal. Poco después de Florac tomamos la carretera que recorre las gargantas del Tarn por la misma orilla del río, a veces a bastante altura sobre él. Entre Ispagnac y Peyreleau, la carretera, que discurre por la margen derecha, se cuelga entre la ladera del monte y el cauce del río; durante unos 55 km se suceden algunos pueblos en los que muchas de sus casas están literalmente suspendidas sobre el río. Los campings se pliegan en los espacios disponibles en la orilla y ofrecen para turistas descensos en kayak por la estrecha garganta. Todos estaban cerrados. Las pequeñas embarcaciones permanecían recogidas en sus instalaciones o a la orilla de la carretera, acompañadas a veces de mobil-homes; las habían alejado del cauce del río en prevención de las probables crecidas antes de la siguiente campaña turística.

Las tardes de noviembre son cortas. Nos detuvimos en Sainte Enimie para pasar la noche. El Tarn se deslizaba a pocos metros de nuestra furgoneta señalando la dirección que debíamos seguir al día siguiente. Antes de anochecer recorrimos el pueblo; sus calles estrechas y sus casas más alejadas del río nos recordaron a Isaba. En una fachada una placa recordaba la inundación que hace algunas décadas superó el nivel de la carretera y de las casas y comercios que se asoman a ella.

Ni aquella tarde ni a la mañana siguiente encontramos tráfico en la carretera que recorre las gargantas, lo que nos permitió recorrerlas despacio y parar cuando quisimos. A partir de Peyreleau las gargantas se abren. El tráfico crecía a medida que nos acercábamos a Millau. Aquí, un viaducto diseñado por Norman Foster necesita ya 2,5 km para que la autopista atraviese la garganta del Tarn; el pilar más alto de los siete que tiene supera la altura de la Torre Eiffel. Dentro de 2.000 años, ¿seguirá en pie este puente como el Pont du Gard?


En Albi volvimos a encontrarnos con el Tarn, aunque para llegar nos alejamos de él y dejamos de circular a su lado. Aparcamos a los pies de la catedral cuando el día se empezaba a apagar; el cielo nublado y una ligera e intermitente llovizna parecían acelerar la llegada de la noche; sin embargo teníamos tiempo para visitar la catedral de ladrillo más grande del mundo.

La catedral se empezó a construir en 1282 como símbolo del poder de la Iglesia Católica y en respuesta a la herejía albigense o de los cátaros. Al comienzo del siglo la Iglesia Católica puso en marcha una cruzada contra el catarismo; los ejércitos del rey de Francia fueron el brazo secular en los enfrentamientos armados contra los condes de Toulouse y sus vasallos y contra el reino de Aragón. La simbiosis entre los dos poderes fue beneficiosa para ambos: la Iglesia Católica consiguió acabar con el catarismo y el rey de Francia integró el Languedoc en la corona francesa. En 1244, casi 40 años antes del inicio de la construcción de la catedral, más de 200 hombres y mujeres cátaras eligieron morir en la hoguera a los pies del pog de Montsegur(1) antes que renunciar a su fe. Fue el final de la cruzada, aunque la Inquisición, creada para combatir el catarismo en el Languedoc, siguió actuando contra esta herejía tres cuartos de siglo más.

Conocíamos Albi; Josune y yo ya habíamos estado otras cuatro veces. Cada vez que leo u oigo el nombre de esta ciudad suelen venir a mi cabeza tres imágenes: la compacta y maciza catedral de ladrillo de Santa Cecilia construida entre los siglos XIII y XV, las pinturas murales que bajo el órgano representan el Juicio Final y los jardines del Palacio Berbie a orillas del Tarn
(2).


La catedral y las pinturas del Juicio Final se grabaron en mi memoria hace ya más de tres décadas cuando Josune y yo llegamos a Albi después de haber recorrido a pie los 250 km del GR-367, el Sendero Cátaro. Al recorrer este sendero, habíamos pasado por los últimos refugios del catarismo, ciudadelas construidas en lugares increíbles, y queríamos conocer Albi. Esta fue la ciudad que dio nombre a la cruzada y en la que la Iglesia Católica construyó después una iglesia que confirmase su poder. La enorme pintura mural del Juicio Final debió tener entre sus funciones la de recordar a los fieles cuál era el camino de salvación; el que proponían los herejes, mucho más sencillo y fácil de entender, no era el adecuado.

El recuerdo de los jardines del Palacio Berbie no depende de mi memoria; su soporte es una foto sacada el verano de 1994. Habíamos regresado al Languedoc para volver a recorrer el Sendero Cátaro, y volvimos a visitar Albi. En la foto que confirma el recuerdo solo estamos Josune y yo; sin embargo nosotros vemos en ella tres personas, cuatro contando a la amiga que nos la hizo.

El palacio Berbie, que hoy es sede del museo Toulouse-Lautrec, fue el palacio episcopal. De ladrillo como la catedral, se construyó también tras la cruzada contra los cátaros. La Iglesia Católica había afirmado su poder sobre los señores feudales del territorio.

Cuando salimos de la catedral era ya de noche. Los jardines del palacio estaban cerrados. Descendimos hasta el Puente Viejo para contemplar un río muchísimo más ancho que el que vimos encajado en las gargantas del Tarn. Por la mañana volvimos al puente para atravesarlo, contemplar la ciudad desde la margen derecha y volver por el Puente Nuevo. Antes de iniciar nuestra vuelta a casa recorrimos el casco antiguo de Albi, entramos en el mercado cubierto, visitamos el claustro de Saint Salvy y volvimos a entrar en la catedral para volver a contemplar la pinturas del Juicio Final y las magníficas decoraciones de las bóvedas.

Albi espera nuestro regreso.







(1)Erlijio bateko azken fidelak. Aiaraldea.eus. 2015/28/10
https://aiaraldea.eus/komunitatea/JoseMariGutierrezAngulo/1482259759848-erlijio-bateko-azken-fidelak


2023/12/15

La soledad del herrero de Lussan

 


4 crónicas de una travesía de cabotaje por un paisaje sin mar. (3ª)


Cuando iniciamos nuestro último viaje, Lussan ni siquiera era un lugar de paso en nuestro itinerario. Al no estar en la ruta prevista desconocíamos hasta su nombre. Fue en Uzès, a donde habíamos llegado para ver la Torre Fenestrelle ‒la primera motivación del viaje‒, donde nos hablaron de Lussan y de las Concluses de Lussan. Decidimos desviarnos algo de nuestro camino para llegar a esa comuna francesa del Languedoc-Rosellón y a las admirables gargantas de su cantón. Resultaron ser dos lugares sorprendentes, aunque cada uno de ellos por razones muy diferentes.


Mientras las Conclusses de Lussan asombran por el extraordinario paisaje esculpido durante millones de años por el río Aiguillon, la visita a la población de Lussan nos desconcertó hasta el punto de producir en nosotros una inquietante sensación de desasosiego.

La población de Lussan ocupa la superficie superior de un promontorio que domina los terrenos de cultivo que la rodean y desde la que se puede disfrutar de bonitas vistas sobre la región de Cevennes y sus montañas. Una muralla bordea todo el perímetro de la parte alta del cabezo y encierra y protege en su interior las casas del pueblo. El castillo que se levanta en el extremo noreste del caserío forma parte de la muralla. Cuatro torres, tres circulares y una que no llega a serlo, cierran la superficie cuadrangular que ocupa la fortaleza, hoy sede del ayuntamiento.

Aparcamos a los pies del castillo en el amplio parking destinado a visitantes. Por el tamaño de este muchas deben ser las personas que se acercan a visitar esta localidad clasificada como beau village; no en vano es uno de los 172 municipios clasificados y protegidos como plus beaux villages de France (pueblos más bellos de Francia). También figura entre las villes et villages fleuris (ciudades y pueblos floridos), aunque en esta clasificación, de la que forman parte 4.642 municipios, solo obtiene el nivel más bajo de los cuatro posibles. Así y todo, un sábado de noviembre de 2023 no había más que una autocaravana en el aparcamiento.



Subimos al pueblo con la intención de visitarlo y comer en alguno de sus restaurantes. A la entrada un cartel nos indicó por donde llegar a los lugares de interés y a los negocios de hostelería. Iniciamos nuestra visita siguiendo el perímetro de la muralla y no vimos ningún ser vivo en todo el recorrido. El plano del pueblo dibuja lo que podría ser un corazón y la muralla su pericardio; sin embargo, dentro de aquel corazón no fluía nada. Las calles estaban vacías, aunque algunas entradas a patios o garajes estaban abiertas y dejaban ver algunos vehículos. Un restaurante exponía profusamente sus ofertas en la entrada; entre los paneles con su oferta y los carteles con su carta había una nota que recordaba que no ofrecían servicio a más de 35 comensales cada día; sin embargo, sus puertas se veían cerradas y su interior vacío y oscuro. Las contraventanas de las casas estaban desplegadas, aunque las ventanas permanecían cerradas, adornadas con blancos visillos que lucían tras los cristales. El castillo, sede del ayuntamiento, solo ofrecía su fachada soleada, pero ningún vano abierto a la hospitalidad. De vez en cuando se oían los ladridos de un perro, alarmado quizás por haber notado alguna voz extraña o nuestros pasos rompiendo el silencio.

Ante aquellas calles ordenadas, limpias y adornadas con un cuidado alejado de la exageración, era inevitable hacerse a la idea de que, por alguna poderosísima razón que nosotros desconocíamos, todos las personas del pueblo lo habían abandonado repentinamente dejándolo todo donde y como estaba.

Dimos la espalda al castillo que nos negaba la entrada y salimos fuera del recinto amurallado. El sendero hacia el aparcamiento nos hizo pasar junto a una construcción que las murallas nunca protegieron; era la herrería, también cerrada y aparentemente abandonada. Ante una de sus dependencias un cartel anunciaba una exposición temática. Sin embargo, a través de sus ventanales vimos un espacio ocupado únicamente por el polvo y algún elemento olvidado. En el muro que soporta el camino de acceso al pueblo otro panel informativo explicaba la historia y las funciones de la herrería. Adornaba el panel una foto antigua con cuatro personajes: el herrero empuña el martillo; a sus lados tiene dos ayudantes; el atuendo y el talante que muestra el cuarto no es propio de un trabajador.

La herrería dejó de ofrecer sus servicios hacia los años 70 del siglo XX; la mecanización de las tareas agrícolas fue la causa de que la fragua, que nunca había estado protegida por la muralla de Lussan, dejase de ser necesaria y se convirtiese en una excrecencia inútil en la ladera sureste del promontorio al que se encaramó el resto del pueblo.

Imagino que la presencia del personaje de la derecha de la foto ‒encorbatado, calzado con polainas y cubierto con sombreo‒ no era habitual en la herrería; presumo también que en los momentos de la decadencia del beneficio y la actividad de la fragua sus intereses ya estaban en otro lado. Cuando los encargos y el trabajo fueron desapareciendo, la mano de obra ya no fue necesaria; sin embargo, alguien tuvo que estar hasta el momento de cerrar, alguien fue la última persona que dejó de volver allí hasta que la pérdida de la llave ya no tuvo ninguna importancia. Me inclino a pensar que fue el herrero, el que empuña el martillo en la foto; quizás fuese Odilon Evesque, a quien se menciona en el panel. La cada vez más frecuente falta de trabajo le iría dejando solo y cada vez más inactivo. Le imagino dejando el martillo sobre el yunque y saliendo a menudo a la calle a la espera de algún encargo.

En la fachada de la fragua hay una silueta metálica, una imagen aherrumbrada de un herrero. Me imagino a Odilon Evesque elaborándola durante sus cada vez más largos periodos de ocio para colocarla en la entrada como anuncio y reclamo de su actividad. Aunque, con el cada vez más habitual ruido de tractores y herramientas agrícolas modernas, ¿cómo pensar que alguien iba a necesitar de su oficio? El sonido del martillo contra el yunque era ya menos frecuente que el de las campanas de la torre del reloj del ayuntamiento.


Al colocar la silueta metálica en la fachada, Odilon debió notar que cuanto más separaba la imagen de hierro de la pared, la sombra más se alejaba de la figura que la provocaba. Acabó fijándola a unos cuantos centímetros del muro para conseguir dos efectos: que no se viese un solo herrero sino dos, y que el segundo, la sombra, se desplazase durante buena parte del día sobre la superficie de la pared con lentitud, pero sin descanso. Al terminar su trabajo pudo alejarse para tomar perspectiva y valorar el resultado; quizás pensó: “¡volvemos a ser tres!”. Quizás, a partir de entonces, su soledad se vio aliviada cuando, en los días soleados, se paraba a la entrada de la herrería sin hacer nada más que contemplar el lento desplazamiento de la sombra de la silueta metálica que se proyectaba en la pared.

No sé si volveré otra vez, pero al abandonar el aparcamiento de Lussan después de 24 horas en el pueblo, a sus pies y en los alrededores pensé cuáles podrían ser las motivaciones para otro viaje a esta localidad; sólo se me ocurrió una. Si en algún hipotético momento sintiese una imperiosa necesidad de instalarme en una absoluta soledad, aunque sólo fuese temporal, lo haría en el parking de Lussan. Una vez en él si en alguna ocasión el síndrome de abstinencia social me forzase a buscar compañía, podría acercarme a la entrada de la herrería para contemplar la imagen del herrero mientras su sombra se desplaza a su alrededor. Si por casualidad Odilon volviese allí para lo mismo, ya seríamos cuatro. Seis, si Odilon y yo hablásemos también con nuestras propias sombras. Una multitud.

Viaje al románico de La Bureba

  Cuando enero empezaba a envejecer, atravesamos, desde el norte, la cadena de los Montes Obarenes por el desfiladero de Pancorbo. Nos diri...