Hacía horas que la Sierra Salvada y los Montes Obarenes habían quedado atrás. Después, nuestras retinas se fueron saturando de paisaje castellano. A medida que el horizonte se ensanchaba y se hacía más nivelado y uniforme, la idea de estar atravesando un mar amarillo se instalaba con empeño en nuestro cerebro. Viajábamos hacia un paisaje que sabíamos montañoso, a un territorio con una orografía que montes, valles y ríos hacían seductora. No era el de las soleadas llanuras que atravesábamos. En este, el horizonte era una línea ligeramente ondulada que separaba el mar amarillo del cielo azul; más que ir hacia las montañas parecía que nos alejábamos de ellas. Cuando en Mansilla de las Mulas enfilamos hacia el norte vimos que el horizonte, todavía lejos y difuminado por la calima, perdía la uniformidad que hacía tediosa la conducción. Llegamos a Boñar y las montañas ya estaban allí. En el camping de Boñar establecimos nuestra residencia para tres días.
Seguimos el curso del río Curueño hasta Lugueros y Redipuertas. Desde este pueblo ascendimos a pie por el curso del río Faro, afluente del Curueño; hacia el oeste se elevan cumbres de más de 2.000 metros a las que no ascendimos. También seguimos el curso de otros dos ríos: el Porma, hasta la Puebla de Lillo, y el Horcado, que atraviesa el municipio minero de Sabero. Para nosotros todos eran lugares imaginados antes de llegar a verlos; los habíamos leído descritos en un libro de viajes, rememorados en una novela ideada a partir de unas imágenes en sepia y en otra creada como vasija de recuerdos y vivencias de personas que fueron obligadas a abandonar el lugar donde vivieron. En El río del olvido, Julio Llamazares narra un viaje que sigue el curso del río Curueño. En su novela Escenas de cine mudo, reconstruye el mundo de su infancia en Olleros, un mundo con el que, para quienes tenemos una edad parecida a la suya, es fácil identificarse aunque seamos incapaces de contarlo como él. En Distintas formas de mirar el agua, los pensamientos de dieciséis personas de varias generaciones de una misma familia sirven para entender el doloroso desarraigo que el destierro impuesto provocó en ellas; lo que rememoran, añoran o evocan está sumergido bajo las aguas del pantano del Porma.
Las distintas formas de mirar el agua fueron las que motivaron nuestro viaje; no solo las de los personajes del libro de Llamazares, también las del grupo de trabajo por proyectos del IES Pablo Díez, el instituto de Boñar. Docentes y alumnado desarrollaron una idea para poner en marcha una ruta literaria que recorre las orillas del pantano del Porma. Dos obras de Julio Llamazares están en el origen de la idea: Distintas formas de mirar el agua y Retrato de bañista. El resultado es un precioso y emotivo periplo por las orillas del embalse, la memoria de quienes lo habitaron, las siluetas que les representan y las voces que nos hablan y emocionan.
Territorio y memoria inundados
En 1968 se inauguró el pantano del Porma. Bajo sus aguas hay seis pueblos sumergidos: Vegamián, Armada, Campillo, Lodares, Ferreras y Quintanilla. Utrero y Camposillo quedaron en sus márgenes y no fueron anegados, pero sí la mayor parte de sus tierras; fueron expropiados y sus habitantes tuvieron que abandonar sus casas. Rucayo, solo 25 m más elevado que Utrero, está por encima y algo alejado de las aguas. No tuvo que ser abandonado, sin embargo, el aislamiento en el que quedó provocó el éxodo y su casi total abandono. El camino de más de diez km por el que se podía llegar hasta la carretera principal no se asfaltó hasta la década de 1980; la carretera de montaña por la que llegamos Josune y yo sigue aquel camino, pero no se ensanchó hasta principios del siglo XXI.Aparcamos junto a la fuente, en la parte baja del pueblo. Un hombre mayor limpiaba algunas verduras.
‒Ahora solo estoy yo y los de otras dos casas que tienen ganado aquí. En verano y los fines de semana viene más gente, pero en invierno no se queda nadie por las noches ‒nos dijo.
Seguimos la ruta ideada y desarrollada por docentes y alumnado del instituto de Boñar que, al norte del pantano, recorre el camino entre Rucayo y Utrero. Caminamos por un paisaje impresionante. Las cumbres de las montañas que rodean el embalse levantaban sus crestas calizas hacia un cielo azul jaspeado de nubes blancas; el verde moteaba las laderas hasta ir cubriéndolas a medida que se acercaban al agua; el pasto, los arbustos y el arbolado colonizaban las orillas del pantano. Parecía imposible esperar más para el disfrute de aquel entorno. Sin embargo, el proyecto del instituto de Boñar, que tiene su origen en la obra de Llamazares, ha logrado insertar en aquel admirable paisaje algo que aún emociona más, remueve por dentro y suscita un profundo sentimiento. Durante los casi cuatro kilómetros y medio del recorrido, siete siluetas realizadas en acero corten representan a siete de los dieciséis personajes de la novela Distintas formas de mirar el agua. Todas miran el agua en la que van a arrojar las cenizas de Domingo: marido, padre, abuelo o suegro de quienes viajan al lugar del que aquel fue expulsado y al que nunca quiso volver más que convertido en cenizas. Cada silueta ofrece la posibilidad de oír la voz de su protagonista; un código QR permite escuchar los recuerdos, los anhelos, los sentimientos que pasan por sus cabezas al contemplar el agua en la que van a arrojar las cenizas de su familiar. Si eres capaz de meterte en la piel de cada personaje cuando lo escuchas, es imposible no emocionarse.
Iniciamos la ruta.
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Distintas formas de mirar el agua
El pantano no está ya a su máximo nivel. En cuanto nos acercamos a sus proximidades vemos paredes que parecen escapar del agua. Ya no cumplen su función original; ya no separan espacios, no protegen heredades. Las vacas ocupan lugares que quizás aquellas paredes vedaban a otro ganado hace bastante más de medio siglo.
Virginia madre
Ahora, rodeada por las montañas que tanto ha añorado y mirando el pantano, se siente capaz de recorrer cada camino y cada sendero ocultos por el agua. Recuerda emociones agradables y momentos penosos. Se conmueve con el recuerdo del inicio de la vida en común con Domingo. Pero no sabe a quién contar que desde aquel momento no ha hecho más que desandar los caminos que recuerda para volver a donde ahora está; no sabe a quién confesar que ha consumido sus energías en el trabajo de volver. El deseo de Domingo fue descansar para siempre en el lugar del que fue desterrado por el agua y al que nunca volvió en vida. Virginia viene a cumplir el deseo de Domingo. Sin embargo, aunque no lo exprese, parece que el suyo es el mismo, quedarse allí:
Domingo lo hace hoy, y yo espero no tardar mucho en seguirlo.
Raquel
Tras alguna curva y un ligero ascenso en el camino hacia Utrero llegamos hasta el lugar desde el que Raquel contempla el paisaje. A la izquierda, hacia el este, las paredes verticales de un farallón ocultan la mayor parte del embalse; al frente una zona montañosa se eleva más allá del pantano y del bosque que crece cerca del agua y de los pastos. La supuesta voz de Raquel que escuchamos no transmite melancolía como la de su abuela, tampoco manifiesta sentimientos de desarraigo. Ni ella se identifica con el lugar ni su vida y sus afanes se parecen a los de sus mayores. Lo que revela es admiración, empatía y curiosidad. Admira la grandeza del paisaje ante el que le gustaría sentir lo que sienten su abuela y su madre. Manifiesta una profunda identificación con ellas y su abuelo, a quienes entiende mejor ante el panorama que contempla porque no lo interpreta solo con lo que le aportan los sentidos, también lo hace atendiendo a los sentimientos con los que empatiza y a las circunstancias que a los suyos les tocó vivir. Y una curiosidad queda adherida en su conciencia, una curiosidad que nunca podrá satisfacer:
¿Cómo habría sido mi vida de no haberse cruzado en la trayectoria de mi familia la orden de un ingeniero que decidió detener el río como el que decide detener el tiempo?
Teresa
Hacia la mitad del camino, y casi al borde de este, nos espera Teresa, la mayor de las hijas de Domingo. Ella vivió los dieciséis primeros años de su vida en Ferreras. Al volver ahora con las cenizas de su padre, recuerda con precisión fotográfica los últimos días vividos en el pueblo en el que nació. No puede emocionarse por la belleza que se contempla desde donde está porque es amargura lo que inunda su pensamiento, aunque nada enturbia el agradecimiento que siente hacia su padre y su madre. Ahora, ante el valle anegado, siente tristeza por lo que quedó sumergido bajo el agua y por las historias que allí no pudieron desarrollarse. Ese sentimiento de tristeza es el que arrastra desde que su padre quedó en coma. Y le acompañan otros: pesadumbre, desilusión, lástima, resignación…, y cierto vacío. Al mismo tiempo que rememora el tiempo vivido en Ferreras, sobre todo el de los últimos días vividos allí, repasa la vida de esfuerzo de su padre y de su madre y la suya propia. Es la que más pendiente cree haber estado de sus padres, sobre todo desde que se jubilaron. Sin embargo, siente no haberlo hecho más tiempo después de tener que abandonar Ferreras y, en la novela, se muestra apesadumbrada por haberlos llevado a una residencia cuando Domingo ya no era dueño de su cabeza. Sobre su propia vida se muestra resignada. Se casó muy joven, como lo había hecho su madre. Si pudiese volver atrás no habría abandonado tan pronto la casa familiar en la que habían iniciado una vida muy diferente a la de Ferreras. Dice, en la novela, que lo siente por no haber vivido más tiempo con sus progenitores, aunque es fácil intuir que tanto como por eso lo lamenta por no haberse liberado de la mentalidad que su madre le inculcó y, a esta, su abuela:
Mi madre pertenece, como yo, a esa clase de mujeres acostumbradas a obedecer, primero a nuestros padres y luego a nuestros maridos. ¡Qué distintas las jóvenes de hoy!
Las jóvenes de hoy son sus hijas.
Virginia hija
Nadie recorre hoy este camino. Estamos solos. Nos detenemos junto a la silueta de Virginia hija y contemplamos el embalse. La única persona que hemos visto desde que hemos llegado a Rucayo ha sido el hombre que limpiaba alguna verdura en la fuente. Solo dos todoterreno se han cruzado con nosotros; iban hacia Rucayo, en dirección contraria a la nuestra. Uno de ellos ha reducido la marcha cuando aún se encontraba alejado, seguro que para no levantar tanto polvo a nuestro paso. Al escuchar lo que la voz de Virginia nos cuenta, miramos a todos los lados para tratar de descubrir si alguien nos está observando. Si los encargados del pantano o los dueños del ganado que pasta en sus orillas nos viesen, como Virginia cree que miran a su familia, lo harían con desagrado:
Si nos están viendo ahora y descubren lo que hemos venido a hacer aquí esta mañana seguro que no les gusta. No dirán nada porque no pueden, pero seguro que no les gusta. Todo lo que tenga que ver con la historia de este lugar les molesta, no porque nadie les vaya a pedir cuentas ya por ella, sino porque puede remover las conciencias de la gente que no sabe (o no quiere saber) lo que es un pantano realmente.
Virginia tenía 9 años cuanto tuvieron que abandonar Ferreras. No mira el agua como su hermana Teresa. El sentimiento de desarraigo es menor. Añora más la laguna (así, con minúsculas), el pueblo al que tuvieron que marchar, construido desde la nada en un paisaje radicalmente distinto. Pero la imagen que vuelve a menudo a su memoria no es ni de Ferreras ni de la laguna; es la de su padre llorando cuando le acompañó a León a visitar al tío Juan. Domingo no exteriorizaba sus sentimientos; pero al recordar con su hermano a sus familiares y vecinos de Ferreras, muchos en paradero desconocido o muertos, Virginia lo vio llorar por primera y única vez. Esa imagen la conmueve.
José Antonio
Acercándonos ya a Utrero aparece, en medio de un prado y algo alejada del camino, la silueta de José Antonio, hijo de Domingo. Como el resto de las siluetas de la ruta parece observar el pantano. Su pensamiento, el que podemos escuchar allí mismo, se concentra en lo que hay bajo el agua. Él, con trece años, había marchado de Ferreras en la caja del camión que lo llevó con su familia a un exilio definitivo. Acompañaba a su padre para vigilar que nada de lo que pudieron llevar se perdiese; el resto de la familia iba en la cabina. Pero no rememora aquel viaje. Recuerda, sobre todo, el paisaje que encontró cuando quince o dieciséis años después volvió para ver el pantano vacío. Hubo que vaciarlo y los pueblos sumergidos quedaron al descubierto. Rememora lo que vio de Vegamián, de Ferreras…, y la sorpresa de ver:que el rió seguía corriendo por su antiguo cauce, incluso bajo el puente, que también sobrevivía, como desde los días de la creación del mundo. ¡Qué eran para él cien años, o dieciséis, que eran los que llevaba preso, para cambiar de curso y de dirección después de miles de fidelidad a ellos!
Entonces quiso traer a su madre. Ella no quiso venir. Había vuelto alguna vez al lugar donde nació, creció y vivió (o mejor, a la orilla del agua que lo oculta); lo que no quería ver era la ruina en la que se había convertido, el valle muerto (...) a la vista de todos. Quien nunca volvió fue su padre, y ahora lo hace convertido en cenizas.
Ahí quiere ir a parar mi padre. (…) Descansa en paz, papá, por fin. Te lo has ganado de sobra.
Virginia nieta
La silueta de una niña con un barco de papel en la mano es la de Virginia nieta. Está en un prado que acaba en el agua a la entrada de Utrero, antes de llegar a los edificios del pueblo que, aunque en ruinas, aún quedan en pie. No mira el agua como el resto de su familia. Ni siquiera está triste. No tiene que preocuparse por no llorar, porque el abuelo no la ve. El abuelo ya sabe que le quiere; se lo dijo en voz baja antes de que cerrasen el ataúd. A ella el pantano le parece bonito, pero no es como el mar; aquí el agua no se mueve. El embalse solo puede asemejarse algo al mar que ella conoce, y en el que de mayor le gustaría ser capitana de barcos. No le da miedo el agua por muy profunda que sea. Ahora busca barcos por la orilla sorprendiéndose de que no los haya:
Si lo encontráramos podríamos cogerlo y tirar desde él las cenizas del abuelo más lejos de donde estamos, que sería mucho más bonito. (…) Así la abuela podría tirar también su ramo de flores sin miedo a que la corriente lo devuelva hasta la orilla, que es lo que le va a pasar tirándolo desde aquí. Y lo comerá una vaca. Aunque al abuelo no le importará. (…) No le importa lo que aquí ocurra porque ya no lo puede ver.
Agustín
A la entrada de Utrero, entre vallas para ganado, vemos un cartel informativo en el que leemos: “fin de ruta”, pero no debe referirse a la ruta literaria que estamos siguiendo. Echamos en falta un personaje más, otra silueta de acero a tamaño natural, la de Agustín, el hijo menor de Domingo. No hay ninguna valla que nos impida continuar por el camino que atraviesa el pueblo entre edificios en ruina, y lo seguimos. Los edificios ruinosos que van quedando a nuestra derecha nos impiden ver el pantano. Al llegar a la fuente vemos la silueta que representa a Agustín. No está mirando el embalse. Parado, con las manos en los bolsillos y un cigarrillo en los labios mira el agua verdosa del pilón. Lo hace, nos dice su voz, de la manera que su padre le enseñó: con respeto y emoción, pues se lo debo a mis antepasados.
Agustín admira a su padre y le quiere más que a nadie; le ha enseñado todo, le ha defendido siempre de todos y nunca le ha regañado. Agustín marchó de Ferreras siendo niño. La estrecha relación con su padre se construyó en la laguna. Desde que comenzó a ayudarle en el trabajo de cultivar aquella nueva tierra nunca se ha separado de él, ni siquiera ahora que ha muerto. Lo sigue viendo y le sigue hablando.
Cuando ya se va toda la familia tras arrojar las cenizas y el ramo al agua, Raquel le anima a seguirles. Agustín observa que su sobrina ha vuelto a llorar, pues tiene lágrimas en los ojos. Se ve que ella ha debido de sentir algo de lo que su abuela y su madre sienten, aunque solo sea pena por el abuelo. Agustín no les sigue; todavía quiere hacer algo que no quiere que sus familiares sepan.
Pero yo espero a que se alejen todos. Quiero quedarme con él para despedirlo como se merece. (…) Y, además, no quiero que mis hermanos escuchen lo que le digo, pues pensarían que no estoy bien de la cabeza. Ellos no entienden que mi padre y yo hablemos como cuando estaba vivo ni que yo me dirija a él como si de verdad me oyera. Así que mejor que no me escuchen y que piensen que estoy mirando el agua (…), abstraído como siempre, con la cabeza en otro lugar, que es lo que todos me dicen siempre. Eso sí, los que vuelven la suya son todos ellos cuando, ya lejos de la orilla, oyen el ruido que hace en el agua la piedra que traje de la laguna para que mi padre nunca se olvide de dónde estoy y de dónde tiene su casa.
Los amigos de Utrero
Terminamos la ruta literaria Distintas formas de mirar el agua en la fuente de Utrero, junto a Agustín. A espaldas de este la hiedra y otras plantas envolvían la mayor parte de las ruinas de una casa que había sido el bar del pueblo. Una pintada atemporal en uno de sus pilares de ladrillo reivindicaba algo ya inalcanzable para los pueblos sumergidos: “no a los pantanos”. Una excavadora ocupaba el camino que pasaba junto a la fuente. Dos hombres se afanaban en retirar las piedras de un muro que había caído junto al pilón; la murueca era más grande y alta que este. Luis y Mario, así se llaman aquellos trabajadores voluntarios, forman parte de un grupo o asociación llamada Amigos de Utrero. Si volvemos dentro de algún tiempo podremos beber agua allí mismo, nos aseguraron.
‒Pronto volverá a manar agua por ese caño ‒dijo Luis señalando el tubo grisáceo por el que hace décadas que no lo hace.
Los planes de los amigos de Utrero son ambiciosos. Además de poner en funcionamiento la fuente van a arreglar el cementerio. Quieren reconstruir algunas casas en las que poder reunirse o montar talleres. No descartan poner en marcha algún proyecto de permacultura con fines formativos. Quieren que todo aquel espacio en el que el Pantano del Porma hizo desaparecer unos cuantos pueblos y provocó un exilio masivo vuelva a resurgir.
La fuente, aunque con agua verdosa y estancada, se veía en un estado aceptable. El caño salía de la boca de un pez adherido a los sillares superiores de la columna; esta, cuadrada, estaba pegada al muro perimetral por dentro. Quizás dentro de poco se celebre una fiesta de inauguración allí mismo a la que puedan acudir personas que ya bebían de aquella fuente antes de que les obligasen a abandonar Utrero.
El camino que sigue más allá de la fuente nos habría llevado hasta la entrada de un brazo del embalse entre la Peña Armada (1.466 m) y la Peña Utrero (1.374 m). Bajo el agua está la carretera que pasaba por la garganta formada por las dos montañas. Entre las dos peñas es donde quieren instalar un puente tibetano de unos 190 metros.
De vuelta hacia Rucayo vimos que volvía el mismo todoterreno que había reducido la marcha al cruzarse con nosotros algunas horas antes. Al vernos redujo notablemente la velocidad y acabó parando del todo para no levantar polvo mientras llegábamos a su altura. Se trataba de Goyo, otro de los amigos de Utrero. También él nos habló de los planes y proyectos que tienen.
La de los amigos de Utrero es otra forma de mirar el agua.
Retrato de bañista
Nuestro viaje por las cercanías del Porma no iba a terminar sin bordear el pantano por la carretera que lo circunvala por el sur y el este hasta la Puebla de Lillo (LE-331). Desde los miradores que hay a lo largo de la carretera las vistas sobre el pantano y las montañas que lo rodean son excelentes. La manera de mirar el imponente paisaje no es la misma con la que lo habríamos contemplado de no haber conocido y habernos metido en la piel de los protagonistas de Distintas maneras de mirar el agua. El libro de Llamazares termina con un texto del escritor Juan Benet, que fue el ingeniero que diseñó y trabajó en la construcción de la presa:
Todo el aire de esta región queda reducido a bien poco: una sierra al fondo, una carretera tortuosa y un monte bajo en primer plano...
El pantano en cuyo diseño y construcción trabajó Juan Benet produjo un paisaje singular y admirable, pero hizo desaparecer otro, uno que solo pueden recordar quienes tuvieron que abandonarlo, quizás con una memoria que mira con las cataratas que el tiempo produce en su mirada. Los turistas, los viajeros, los forasteros no podremos ver nunca el que miraban los habitantes de los pueblos sumergidos.
La ruta literaria El eco de la montaña del grupo de trabajo por proyectos del instituto de Boñar no se limita al itinerario entre Rucayo y Utrero (Distintas formas de mirar el agua). También forma parte de ella la ruta de los miradores: el de la presa del Porma, el de Vegamián y el de Lodares. En cada uno de ellos podemos leer un poema de Retrato de Bañista, de Julio Llamazares, y escucharlo en la voz del escritor.
Llamazares nació en Vegamián, capital municipal de los pueblos que quedaron sumergidos. Quince años después de haberlo llenado, volvieron a vaciar el pantano. Durante algún tiempo los pueblos anegados por sus aguas quedaron al descubierto. Fueron muchas las personas que aprovecharon el vaciado para volver a ver los que habían sido sus pueblos y sus casas; Llamazares también lo hizo. Escribió Retrato de Bañista influenciado por la estremecedora visión de las ruinas del pueblo en el que había nacido.
(Se puede acceder a la lectura y audición de los poemas desde estos enlaces:1: Presa del Porma, 2: Vegamián, 3: Lodares).
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Notas:
En el apartado Distintas formas de mirar el agua se puede acceder a los archivos de sonido correspondientes a cada personaje por medio del enlace adherido a cada nombre.
Todos los textos en cursiva son copia textual de la obra de Julio Llamazares Distintas formas de mirar el agua.
Para el proyecto El eco de la montaña del IES de Boñar: https://xn--elecodelamontaa-crb.com/
Sugerencia:
La mejor manera de disfrutar de la ruta entre Rucayo y Utrero, al menos para quien esto escribe, tiene tres fases:
- Leer Distintas formas de mirar el agua antes de ir.
- Escuchar in situ los archivos sonoros correspondientes a cada personaje representado en las siluetas.
- Volver a leer la novela a la vuelta. Seguro que si durante el recorrido consigues meterte en la piel de los protagonistas, la emoción que consiguen transmitir las locuciones hará que leas de nuevo la novela con mucho más interés y emoción.
Excelente trabajo. Se nota el cariño y la admiración tanto por la obra leída como por el paisaje visitado tras esa lectura. Gracias por la generosidad para hacernos partícipes de todo ello.
ResponderEliminarMuchas gracias a ti por leerlo y por tu valoración.
EliminarGracias José! Gracias Yosune! Vuestras almas, hechas de sonrisas nacidas de la amabilidad consciente, siempre estarán brillantes en nuestro recuerdo. Los Amigos de Utrero
ResponderEliminarGracias a los Amigos de Utrero. Ya estamos con ganas de volver.
ResponderEliminarQue maravilla leerte Jose Mari. Cuanta emoción y amor hay en tu texto y en la obra de Julio Llamazares. Gracias por compartirlo. Un fuerte abrazo
ResponderEliminarGracias a ti, Elisa por organizar el taller con Julio Llamazares al que acudí.
EliminarA él le tengo que agradecer haber escrito esa novela tan emotiva. Y a Nuria el haber dado emoción a la ruta literaria con el precioso proyecto del instituto de Boñar.