2019/12/10

Palencia, una ciudad tendida en la meseta


06, 07 y 08 / 12 / 2019
Palencia, un ciudad tendida en la meseta
 


Nunca había estado en Palencia capital hasta hace dos meses. El 12 de octubre llegué a ella; estaba recorriendo el Canal de Castilla en bici, y me acerqué hasta la dársena de la capital palentina, al final del enlace de poco más de un km que la une con el ramal sur de aquel. Fue una visita relámpago, que se tradujo en un recorrido en bici por las calles principales de Palencia, un pequeño descanso en una terraza de la Plaza Mayor, y la sorpresa de la catedral al pasar por la Plaza de la Inmaculada. No me detuve para una visita más prolongada, porque quería llegar a Valladolid e iniciar el viaje de vuelta a casa. Pero me alejé de la ciudad con la decisión ya tomada de volver a ella. Menos de dos meses más tarde he vuelto con Josune.


Cuando a media tarde del 6 de diciembre llegamos a Palencia, nos encontramos una ciudad que parecía desierta, como la que encontró Julio Llamazares una víspera de reyes lluviosa al llegar a la ciudad para visitar la catedral; la crónica de aquel viaje la habría de releer más tarde como adelanto para la visita que haríamos a la catedral el sábado. Pero, hasta entonces, aparcamos en el parking municipal para autocaravanas y salimos a recorrer el pequeño tramo que une la ciudad con el ramal sur del Canal de Castilla, y luego las calles de la población.

En diciembre la tarde no se alarga; para cuando regresamos a la dársena el sol solo se adivinaba en las nubes rojizas que cubrían el cielo, que mudaron al morado y al gris oscuro antes de llegar nosotros a las calles ya iluminadas con luces navideñas. El frío se hacía notar, pero las calles más céntricas se habían llenado de gente, y la Plaza Mayor lucía como si fuese de día. Palencia ya no parecía una ciudad vacía.

Mientras la gente había salido de sus casas para ocupar las calles, las cigüeñas se recogían para pasar la noche. Decenas y decenas de ellas cruzaban sobre nosotros para ocupar en cumbreras y pináculos de la catedral un lugar para posarse; apenas se veía más que un nido. Contemplamos el espectáculo desde la Plaza de la Inmaculada. En una esquina de la plaza, al este de la catedral, nos sentamos en la terraza del bar Doña Berenguela (también llamado, ahora, La Andaluza), el mismo en el que Julio Llamazares combatió el frío después de su visita a la rosa de piedra de Palencia[1]. Hacía frío; seguramente este era mayor sobre los tejados y agujas de la catedral, aunque las cigüeñas, inmóviles sobre una pata, no necesiten irse a tierras más cálidas para pasar el invierno. ¿Quién nos va a avisar ahora de que ya hemos llegado a San Blas?

El sábado visitamos la catedral, a la que entramos por el claustro, y no por la puerta de Santa María o del Obispo, la entrada principal, que está a la izquierda de la torre cuando miramos desde la plaza de la Inmaculada; ni por la de los Novios, la más oriental y a la derecha de la torre. Rodeamos la pared oriental del claustro para entrar. La catedral está en obras; no solo no pudimos acceder por la puerta del Obispo, tampoco pudimos admirar el crucero principal, ni el coro, ni el trascoro, ni la capilla mayor… Pero a la espera de poder hacerlo algún día, el resto fue suficiente para hacerse a la idea de la riqueza histórica, arquitectónica y artística que guarda esta rosa de piedra.

Me quedé con las ganas de sorprenderme por el doble crucero, sobre el que la lectura de Llamazares de la noche anterior me había creado expectativas; no pude dejar de sonreír con el increíble milagro de San Cosme y San Damián reproducido en una escena de un retablo de la capilla de San Gregorio; y cuando descendimos a la cripta —al igual que el crucero, doble; o al menos con dos espacios diferenciados, uno del siglo VII y otro del XI— tuve la sensación de haber viajado mucho más allá que a la muga entre dos milenios.

Salimos de la catedral, volvimos a recorrer las calles y pasar por lugares que se nos iban haciendo habituales, buscamos el calor y el descanso en algún que otro bar… Y de noche, cuando las cigüeñas ya descansaban sobre tejados y pináculos catedralicios, volvimos a cruzar la plaza de la Inmaculada camino de nuestra camper.

Los orígenes de Palencia son inciertos. Nunca había reparado en ella hasta ahora, pero tras este rápido encuentro, me parece que su existencia y su historia son dilatadas. Del futuro nada sabemos, pero los versos de un poeta local dibujan pesimismo: “… y antes que palentina es castellana / porque así es más difícil que se muera.” Son de José María Fernández Nieto, un boticario y poeta palentino al que he llegado por el relato del viaje de Julio Llamazares a la catedral de Palencia. Llamazares menciona dos versos del mismo soneto que he citado, y dice de ellos que son la mejor definición de Castilla: “… donde la vida pasa sin sentirla / y la muerte se siente sin pasarla.”[2] Aunque por el verso que les precede, “Una ciudad tendida en la meseta”, creo que el poeta solo se refería a Palencia.

Ya nos fuimos de Palencia, pero hay, al menos, dos cosas por las que volveré: quiero ver dos cruceros en la misma catedral, y quiero ver de cerca lo que inspiró a José María Fernández Nieto, que decía que para comprender Palencia hay que vivirla.



[1] Las rosas de piedra, como llama Llamazares a las catedrales, es un libro de "viaje en el tiempo y en la geografía", según su autor. En setiembre de 2018, diez años después de su publicación, tuvo su continuidad en Las rosas del sur
[2] Este es el soneto completo de José María Fernández Nieto, titulado Esta es una ciudad:
Esta es una ciudad como cualquiera / de las que ven la luz cada mañana / oyendo cómo toca la campana / gozosa y sin embargo prisionera.
Cuenta en río su tiempo, en primavera / su gozo y en otoño su desgana / y antes que palentina es castellana / porque así es más difícil que se muera.
Una ciudad tendida en la meseta, / donde la vida pasa sin sentirla / y la muerte se siente sin pasarla.
Una ciudad con alma de poeta. / ¡Que para comprenderla hay que vivirla / y hay que morirse un poco para amarla!

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