2023/12/16

A Albi por las gargantas del Tarn

 


4 crónicas de una travesía de cabotaje por un paisaje sin mar. (4ª)

Dejamos atrás Lussan y volvimos a las orillas del Gardón, que nos indicaría el camino hasta superar algunos puertos de las montañas Cévennes; el Tarn tomaría el relevo después. Pocas fueron las paradas antes de llegar a las gargantas de este río: una en St. Jean du Gard y otra en Florac. La primera parte del recorrido discurrió por la carretera de la Corniche des Cévennes; la tranquilidad que el escaso tráfico aportaba nos permitió atravesar el macizo sin prisas para disfrutar del paisaje otoñal. Poco después de Florac tomamos la carretera que recorre las gargantas del Tarn por la misma orilla del río, a veces a bastante altura sobre él. Entre Ispagnac y Peyreleau, la carretera, que discurre por la margen derecha, se cuelga entre la ladera del monte y el cauce del río; durante unos 55 km se suceden algunos pueblos en los que muchas de sus casas están literalmente suspendidas sobre el río. Los campings se pliegan en los espacios disponibles en la orilla y ofrecen para turistas descensos en kayak por la estrecha garganta. Todos estaban cerrados. Las pequeñas embarcaciones permanecían recogidas en sus instalaciones o a la orilla de la carretera, acompañadas a veces de mobil-homes; las habían alejado del cauce del río en prevención de las probables crecidas antes de la siguiente campaña turística.

Las tardes de noviembre son cortas. Nos detuvimos en Sainte Enimie para pasar la noche. El Tarn se deslizaba a pocos metros de nuestra furgoneta señalando la dirección que debíamos seguir al día siguiente. Antes de anochecer recorrimos el pueblo; sus calles estrechas y sus casas más alejadas del río nos recordaron a Isaba. En una fachada una placa recordaba la inundación que hace algunas décadas superó el nivel de la carretera y de las casas y comercios que se asoman a ella.

Ni aquella tarde ni a la mañana siguiente encontramos tráfico en la carretera que recorre las gargantas, lo que nos permitió recorrerlas despacio y parar cuando quisimos. A partir de Peyreleau las gargantas se abren. El tráfico crecía a medida que nos acercábamos a Millau. Aquí, un viaducto diseñado por Norman Foster necesita ya 2,5 km para que la autopista atraviese la garganta del Tarn; el pilar más alto de los siete que tiene supera la altura de la Torre Eiffel. Dentro de 2.000 años, ¿seguirá en pie este puente como el Pont du Gard?


En Albi volvimos a encontrarnos con el Tarn, aunque para llegar nos alejamos de él y dejamos de circular a su lado. Aparcamos a los pies de la catedral cuando el día se empezaba a apagar; el cielo nublado y una ligera e intermitente llovizna parecían acelerar la llegada de la noche; sin embargo teníamos tiempo para visitar la catedral de ladrillo más grande del mundo.

La catedral se empezó a construir en 1282 como símbolo del poder de la Iglesia Católica y en respuesta a la herejía albigense o de los cátaros. Al comienzo del siglo la Iglesia Católica puso en marcha una cruzada contra el catarismo; los ejércitos del rey de Francia fueron el brazo secular en los enfrentamientos armados contra los condes de Toulouse y sus vasallos y contra el reino de Aragón. La simbiosis entre los dos poderes fue beneficiosa para ambos: la Iglesia Católica consiguió acabar con el catarismo y el rey de Francia integró el Languedoc en la corona francesa. En 1244, casi 40 años antes del inicio de la construcción de la catedral, más de 200 hombres y mujeres cátaras eligieron morir en la hoguera a los pies del pog de Montsegur(1) antes que renunciar a su fe. Fue el final de la cruzada, aunque la Inquisición, creada para combatir el catarismo en el Languedoc, siguió actuando contra esta herejía tres cuartos de siglo más.

Conocíamos Albi; Josune y yo ya habíamos estado otras cuatro veces. Cada vez que leo u oigo el nombre de esta ciudad suelen venir a mi cabeza tres imágenes: la compacta y maciza catedral de ladrillo de Santa Cecilia construida entre los siglos XIII y XV, las pinturas murales que bajo el órgano representan el Juicio Final y los jardines del Palacio Berbie a orillas del Tarn
(2).


La catedral y las pinturas del Juicio Final se grabaron en mi memoria hace ya más de tres décadas cuando Josune y yo llegamos a Albi después de haber recorrido a pie los 250 km del GR-367, el Sendero Cátaro. Al recorrer este sendero, habíamos pasado por los últimos refugios del catarismo, ciudadelas construidas en lugares increíbles, y queríamos conocer Albi. Esta fue la ciudad que dio nombre a la cruzada y en la que la Iglesia Católica construyó después una iglesia que confirmase su poder. La enorme pintura mural del Juicio Final debió tener entre sus funciones la de recordar a los fieles cuál era el camino de salvación; el que proponían los herejes, mucho más sencillo y fácil de entender, no era el adecuado.

El recuerdo de los jardines del Palacio Berbie no depende de mi memoria; su soporte es una foto sacada el verano de 1994. Habíamos regresado al Languedoc para volver a recorrer el Sendero Cátaro, y volvimos a visitar Albi. En la foto que confirma el recuerdo solo estamos Josune y yo; sin embargo nosotros vemos en ella tres personas, cuatro contando a la amiga que nos la hizo.

El palacio Berbie, que hoy es sede del museo Toulouse-Lautrec, fue el palacio episcopal. De ladrillo como la catedral, se construyó también tras la cruzada contra los cátaros. La Iglesia Católica había afirmado su poder sobre los señores feudales del territorio.

Cuando salimos de la catedral era ya de noche. Los jardines del palacio estaban cerrados. Descendimos hasta el Puente Viejo para contemplar un río muchísimo más ancho que el que vimos encajado en las gargantas del Tarn. Por la mañana volvimos al puente para atravesarlo, contemplar la ciudad desde la margen derecha y volver por el Puente Nuevo. Antes de iniciar nuestra vuelta a casa recorrimos el casco antiguo de Albi, entramos en el mercado cubierto, visitamos el claustro de Saint Salvy y volvimos a entrar en la catedral para volver a contemplar la pinturas del Juicio Final y las magníficas decoraciones de las bóvedas.

Albi espera nuestro regreso.







(1)Erlijio bateko azken fidelak. Aiaraldea.eus. 2015/28/10
https://aiaraldea.eus/komunitatea/JoseMariGutierrezAngulo/1482259759848-erlijio-bateko-azken-fidelak


2023/12/15

La soledad del herrero de Lussan

 


4 crónicas de una travesía de cabotaje por un paisaje sin mar. (3ª)


Cuando iniciamos nuestro último viaje, Lussan ni siquiera era un lugar de paso en nuestro itinerario. Al no estar en la ruta prevista desconocíamos hasta su nombre. Fue en Uzès, a donde habíamos llegado para ver la Torre Fenestrelle ‒la primera motivación del viaje‒, donde nos hablaron de Lussan y de las Concluses de Lussan. Decidimos desviarnos algo de nuestro camino para llegar a esa comuna francesa del Languedoc-Rosellón y a las admirables gargantas de su cantón. Resultaron ser dos lugares sorprendentes, aunque cada uno de ellos por razones muy diferentes.


Mientras las Conclusses de Lussan asombran por el extraordinario paisaje esculpido durante millones de años por el río Aiguillon, la visita a la población de Lussan nos desconcertó hasta el punto de producir en nosotros una inquietante sensación de desasosiego.

La población de Lussan ocupa la superficie superior de un promontorio que domina los terrenos de cultivo que la rodean y desde la que se puede disfrutar de bonitas vistas sobre la región de Cevennes y sus montañas. Una muralla bordea todo el perímetro de la parte alta del cabezo y encierra y protege en su interior las casas del pueblo. El castillo que se levanta en el extremo noreste del caserío forma parte de la muralla. Cuatro torres, tres circulares y una que no llega a serlo, cierran la superficie cuadrangular que ocupa la fortaleza, hoy sede del ayuntamiento.

Aparcamos a los pies del castillo en el amplio parking destinado a visitantes. Por el tamaño de este muchas deben ser las personas que se acercan a visitar esta localidad clasificada como beau village; no en vano es uno de los 172 municipios clasificados y protegidos como plus beaux villages de France (pueblos más bellos de Francia). También figura entre las villes et villages fleuris (ciudades y pueblos floridos), aunque en esta clasificación, de la que forman parte 4.642 municipios, solo obtiene el nivel más bajo de los cuatro posibles. Así y todo, un sábado de noviembre de 2023 no había más que una autocaravana en el aparcamiento.



Subimos al pueblo con la intención de visitarlo y comer en alguno de sus restaurantes. A la entrada un cartel nos indicó por donde llegar a los lugares de interés y a los negocios de hostelería. Iniciamos nuestra visita siguiendo el perímetro de la muralla y no vimos ningún ser vivo en todo el recorrido. El plano del pueblo dibuja lo que podría ser un corazón y la muralla su pericardio; sin embargo, dentro de aquel corazón no fluía nada. Las calles estaban vacías, aunque algunas entradas a patios o garajes estaban abiertas y dejaban ver algunos vehículos. Un restaurante exponía profusamente sus ofertas en la entrada; entre los paneles con su oferta y los carteles con su carta había una nota que recordaba que no ofrecían servicio a más de 35 comensales cada día; sin embargo, sus puertas se veían cerradas y su interior vacío y oscuro. Las contraventanas de las casas estaban desplegadas, aunque las ventanas permanecían cerradas, adornadas con blancos visillos que lucían tras los cristales. El castillo, sede del ayuntamiento, solo ofrecía su fachada soleada, pero ningún vano abierto a la hospitalidad. De vez en cuando se oían los ladridos de un perro, alarmado quizás por haber notado alguna voz extraña o nuestros pasos rompiendo el silencio.

Ante aquellas calles ordenadas, limpias y adornadas con un cuidado alejado de la exageración, era inevitable hacerse a la idea de que, por alguna poderosísima razón que nosotros desconocíamos, todos las personas del pueblo lo habían abandonado repentinamente dejándolo todo donde y como estaba.

Dimos la espalda al castillo que nos negaba la entrada y salimos fuera del recinto amurallado. El sendero hacia el aparcamiento nos hizo pasar junto a una construcción que las murallas nunca protegieron; era la herrería, también cerrada y aparentemente abandonada. Ante una de sus dependencias un cartel anunciaba una exposición temática. Sin embargo, a través de sus ventanales vimos un espacio ocupado únicamente por el polvo y algún elemento olvidado. En el muro que soporta el camino de acceso al pueblo otro panel informativo explicaba la historia y las funciones de la herrería. Adornaba el panel una foto antigua con cuatro personajes: el herrero empuña el martillo; a sus lados tiene dos ayudantes; el atuendo y el talante que muestra el cuarto no es propio de un trabajador.

La herrería dejó de ofrecer sus servicios hacia los años 70 del siglo XX; la mecanización de las tareas agrícolas fue la causa de que la fragua, que nunca había estado protegida por la muralla de Lussan, dejase de ser necesaria y se convirtiese en una excrecencia inútil en la ladera sureste del promontorio al que se encaramó el resto del pueblo.

Imagino que la presencia del personaje de la derecha de la foto ‒encorbatado, calzado con polainas y cubierto con sombreo‒ no era habitual en la herrería; presumo también que en los momentos de la decadencia del beneficio y la actividad de la fragua sus intereses ya estaban en otro lado. Cuando los encargos y el trabajo fueron desapareciendo, la mano de obra ya no fue necesaria; sin embargo, alguien tuvo que estar hasta el momento de cerrar, alguien fue la última persona que dejó de volver allí hasta que la pérdida de la llave ya no tuvo ninguna importancia. Me inclino a pensar que fue el herrero, el que empuña el martillo en la foto; quizás fuese Odilon Evesque, a quien se menciona en el panel. La cada vez más frecuente falta de trabajo le iría dejando solo y cada vez más inactivo. Le imagino dejando el martillo sobre el yunque y saliendo a menudo a la calle a la espera de algún encargo.

En la fachada de la fragua hay una silueta metálica, una imagen aherrumbrada de un herrero. Me imagino a Odilon Evesque elaborándola durante sus cada vez más largos periodos de ocio para colocarla en la entrada como anuncio y reclamo de su actividad. Aunque, con el cada vez más habitual ruido de tractores y herramientas agrícolas modernas, ¿cómo pensar que alguien iba a necesitar de su oficio? El sonido del martillo contra el yunque era ya menos frecuente que el de las campanas de la torre del reloj del ayuntamiento.


Al colocar la silueta metálica en la fachada, Odilon debió notar que cuanto más separaba la imagen de hierro de la pared, la sombra más se alejaba de la figura que la provocaba. Acabó fijándola a unos cuantos centímetros del muro para conseguir dos efectos: que no se viese un solo herrero sino dos, y que el segundo, la sombra, se desplazase durante buena parte del día sobre la superficie de la pared con lentitud, pero sin descanso. Al terminar su trabajo pudo alejarse para tomar perspectiva y valorar el resultado; quizás pensó: “¡volvemos a ser tres!”. Quizás, a partir de entonces, su soledad se vio aliviada cuando, en los días soleados, se paraba a la entrada de la herrería sin hacer nada más que contemplar el lento desplazamiento de la sombra de la silueta metálica que se proyectaba en la pared.

No sé si volveré otra vez, pero al abandonar el aparcamiento de Lussan después de 24 horas en el pueblo, a sus pies y en los alrededores pensé cuáles podrían ser las motivaciones para otro viaje a esta localidad; sólo se me ocurrió una. Si en algún hipotético momento sintiese una imperiosa necesidad de instalarme en una absoluta soledad, aunque sólo fuese temporal, lo haría en el parking de Lussan. Una vez en él si en alguna ocasión el síndrome de abstinencia social me forzase a buscar compañía, podría acercarme a la entrada de la herrería para contemplar la imagen del herrero mientras su sombra se desplaza a su alrededor. Si por casualidad Odilon volviese allí para lo mismo, ya seríamos cuatro. Seis, si Odilon y yo hablásemos también con nuestras propias sombras. Una multitud.

2023/12/14

Torre Fenestrelle

 


4 crónicas de una travesía de cabotaje por un paisaje sin mar. (2ª)

La ligeramente inclinada Torre Fenestrelle está lejos del mar; no es un faro, aunque nosotros hicimos que lo fuera. Convertimos la torre cilíndrica de Uzès en norte o baliza para un viaje otoñal; hicimos que fuera la linterna que señalase el puerto principal de nuestra travesía. Gard y Tarn no son océanos, son ríos que ni siquiera llegan al mar; también los transformamos para convertirlos en línea de costa durante una expedición de cabotaje en Occitania. La luz de la Torre Fenestrelle nos guió para llegar a aquella virtual línea de costa. Para volver a casa, fuimos dejando atrás la torre convertida por nosotros en faro. Iniciamos el regreso con la referencia de una costa imaginaria definida por dos ríos que corren en direcciones opuestas: seguimos el Gard hasta las montañas Cévennes; superados algunos puertos continuamos hasta Albi con el Tarn casi siempre a la vista para no perdernos.

La Torre Fenestrelle, el objetivo que motivó el viaje, es la sexta de una lista de doce torres inclinadas que hace algún tiempo nos sirvieron para diseñar el itinerario de un viaje entre Bujalance (Córdoba) y Pisa. La idea era realizarlo en transporte público y sin interrupciones. El tiempo pasaba y la seguridad de disponer de un periodo indefinido de semanas, pero necesariamente largo, no llegaba. Renunciamos, por el momento, a hacer el viaje en tren y autobús y sin regresar a casa hasta terminarlo; decidimos hacerlo por tramos aprovechando espacios de tiempo disponibles, aunque más reducidos. En enero del 2023 viajamos en autocaravana hasta Bujalance. Desde allí atravesamos la península y paramos en lugares con torres inclinadas de las provincias de Córdoba, Teruel, Zaragoza(1) y Lleida. La última torre que visitamos fue la de Santa Eugenia de Nerellá, en Bellver de Cerdanya. Con algunas paradas intermedias, volvimos a casa por el sur de los Pirineos. Ahora hemos viajado por el norte de esta cadena, también en autocaravana, para llegar a la sexta torre de aquella primitiva lista.

La víspera de llegar a Uzès habíamos visitado Nimes, pero volvimos al área de autocaravanas de Castillon du Gard para pasar la noche. Por la mañana, con el sol templando ya el ambiente, aparcamos nuestra camper en un amplio parking a la entrada meridional de Uzès. Buscamos la Torre Fenestrelle, aunque las calles y algunos rincones del pueblo ralentizaron nuestro paseo antes de llegar a las cercanías de la catedral de Saint Theodorit d’Uzès. Al pasar por una calle con el nombre de la catedral supusimos que la torre, que es el campanario de la iglesia, estaba cerca. Doblamos un recodo y la vimos aparecer tras las barandillas que sobre nosotros limitaban la explanada en la que se encuentra la catedral.

La Torre Fenestrelle no tiene ni la inclinación ni la altura de la de Pisa, tampoco es tan esbelta; no tiene las innumerables columnas que rodean a aquella en cada piso; no deambula a su alrededor una masa de turistas, aunque no éramos las únicas personas que habíamos llegado hasta allí por la torre. Mientras la contemplábamos parados, otras dos personas que llegaron a nuestra altura dijeron con júbilo, con el tono que se utilizaría tras haber encontrado un tesoro: voilà ! C'est la tour!

Ascendimos por una escalinata hasta la explanada y admiramos la torre desde todos los ángulos y distancias posibles; a su interior no se puede acceder. Adosada contra el edificio de la iglesia es lo único que queda de la primitiva construcción románica de finales del del siglo XI. La iglesia ya tuvo que ser reconstruida después de la cruzada albigense, la que la iglesia de Roma puso en marcha contra los cátaros, aquellos cristianos que buscaban la perfección a través de la meditación y el ascetismo. Siglos más tarde otras guerras de religión provocaron de nuevo la ruina del templo. La construcción actual es del siglo XVII; la fachada y portada neorrománicas son más modernas aún, del siglo XIX.

La Torre Fenestrelle “es el único campanario cilíndrico de estilo románico de Francia”. En Francia suelen tener la costumbre de darle valor a lo suyo con frases que comienzan con: el más ..., la única de …, el primer …, entre las (xx) más ... ¡Será por la grandeur! Nada de eso es necesario cuando la persona, el lugar, el monumento, la institución o lo que sea tiene su propio valor; lo que pueden hacer las comparaciones es devaluarlo por ponerlo a competir.

Si la Torre Fenestrelle recuerda a la de Pisa es porque no las vemos juntas, pero la de Uzès no necesita compararse con ninguna otra para reivindicarse; su valor está en ella misma. La torre tiene 42 m de altura distribuidos en seis pisos. El primero no tiene aberturas; tras las estrechas columnas y los arcos que soportan los siguientes niveles, los sillares cierran el cilindro del que surge el resto de la torre. En los otros cinco niveles se abren ventanas arqueadas. En el segundo piso no hay 
todavía vanos en todos los tramos limitados por columnas y arcos; las ventanas dobles abiertas en este nivel no se atreven aún a romper la mayor parte del espacio curvo que ocupan. A partir del tercero empieza a haber más luz que piedra, con más atrevimiento a medida que que el campanario crece y se hace más ligero y esbelto. En ninguno de los niveles se repite la estructura y decoración de sus arcos y ventanas.

Volveríamos a última hora de la tarde para ver la torre con otra luz. Antes descendimos al valle de Eure
 para encontrar sus fuentes(2) en la margen izquierda del río Alzon. Hoy suministran agua a Uzés; hace casi 2.000 años, los romanos desviaron su caudal hasta Nemausus, la actual Nimes, para satisfacer las necesidades de su colonia. En el valle de Eure quedan vestigios del acueducto por el que el agua tardaba unas 27 horas en recorrer los 50 km de aquella obra; antes tenía que atravesar el Pont du Gard para superar el río Gard 50 m por encima de él.

Tras recorrer el valle de Eure ascendimos a la ciudad para admirar de nuevo la Torre Fenestrelle, ahora vestida con colores dorados.

Volvimos aún una vez más. Al despertarnos por la mañana, el parking en el que habíamos dormido estaba ocupado por muchos más vehículos que la víspera. Era sábado, día de mercado. Recorrimos la ciudad por calles que la víspera no habíamos pisado y llegamos otra vez a la plaza porticada, la Plaza de las Hierbas; a excepción del espacio ocupado por su fuente central y las terrazas de los cafés, toda su superficie estaba invadida por los puestos del mercado. Estos también se extendían por las calles del pueblo. Donde no había ninguno era en la explanada de la catedral. Llegamos hasta ella para despedirnos de la Torre Fenestrelle. Nos alejamos deshaciendo el camino que la víspera nos había conducido desde el parking hasta ella.

Antes de dejar atrás Uzès buscamos un lugar desde el que poder contemplar la silueta de la ciudad y comprobar con perspectiva si la Torre Fenestrelle está realmente inclinada.



(1)En este enlace se puede leer una crónica de una de las etapas de aquel viaje:
https://60etatikharagobidaiatzea.blogspot.com/2023/03/el-reloj-de-sol-mas-grande-del-mundo.html

(2)Se trata de varios manantiales en la margen izquierda del río Alzon, afluente del río Gard o Gardon. No confundir con el río Eure (afluente del Sena) o con el departamento de Eure que atraviesa este río en Normandía.

2023/12/13

Pont du Gard, un acueducto para atravesar un río del que no toma el agua



4 crónicas de una travesía de cabotaje por un paisaje sin mar. (1ª)


Si viajar, sensu estricto, es trasladarse de un lugar a otro, un viaje puede tener, durante ese traslado, muchos más destinos que el objetivo que lo motivó. Las metas intermedias pueden multiplicarse durante el trayecto hasta el lugar al que hemos decidido viajar, así como al regreso. A mediados de noviembre del 2023 Josune y yo iniciamos un viaje hasta el departamento de Gard, en el extremo oriental de la nueva región de Occitania
(1) (aunque, cultural e históricamente, a ese departamento también se le considera provenzal). Nuestro destino era Uzès y su torre Fenestrelle, pero antes de llegar a Uzès se cruzaron en nuestro camino Castillon du Gard, Pont du Gard y Nimes. Una vez cumplido el objetivo que motivó el viaje, la torre Fenestrelle, los lugares que se adhirieron a nuestro periplo fueron: Lussan, el río Gard o Gardon, los montes Cevennes, el río Tarn y sus gargantas, Albi… A falta de mar, los dos ríos mencionados iban a ser la costa que habríamos de tener a la vista para orientarnos en nuestra travesía.

Llegamos al área de autocaravanas de Castillon du Gard tras recorrer casi 800 km sin caer en la tentación de añadir metas intermedias al viaje. Paramos allí para pasar una noche, hacer al día siguiente una visita rápida al Pont du Gard y llegar lo antes posible a Uzès. No fue posible, el Pont du Gard nos retuvo mucho más tiempo del que habíamos previsto.


El Pont du Gard, declarado patrimonio de la humanidad en 1985, es uno de los lugares más visitados en el sur de Francia. Se encuentra en un paraje muy atractivo atravesado por el río Gard. Los colores otoñales adornaban el entorno bajo un cielo azul, luminoso y limpio, jaspeado por algunas nubes a nuestra llegada y del todo despejado algunas horas después. Para nosotros podría haber sido un lugar de paso de esos que “hay que ver”, un lugar de los que si alguna vez los tienes cerca llegas hasta ellos, aunque nunca hubiese sido tu intención, para evitar tener que contestar a preguntas del tipo: ¿y una vez de estar tan cerca no fuisteis hasta allí?

El Pont du Gard es la parte más espectacular de un acueducto construido hace 20 siglos para llevar agua desde Uzés hasta la colonia romana de Nemausus, la actual Nimes. Aunque entre Uzès y Nimes hay menos de 30 km por carretera, el acueducto que atravesaba el río Gard sobre este impresionante puente tenía 50. Los romanos tuvieron que adaptarse al terreno para construir una canalización en la que, gracias a la gravedad, circulase el agua entre la Fontaine d’Eure
(2), en un precioso valle de Uzès, y Nimes. La orografía y que el desnivel no superase la inclinación necesaria para un transporte idóneo del agua hicieron necesaria la longitud que acabó teniendo el acueducto. En la mayor parte de su recorrido iba canalizado bajo tierra o en la superficie. Al llegar al río Gard era necesario mantener el mismo porcentaje de pendiente; esto suponía que había que construir una estructura que permitiese llevar el acueducto a una altura de 49 o 50 m sobre el río. Esa estructura es el Pont du Gard que hoy podemos admirar. La parte del acueducto que corona esta obra, el canal por el que circulaba el agua, tiene un desnivel de 2,5 cm en sus 275 m de longitud(3). El acueducto tiene algo más de 12 m de desnivel para sus 50 km de longitud; antes de llegar a la próspera colonia romana de Nemausus, el agua necesitaba más de un día para hacer el recorrido(4).

Entramos en el entorno natural en el que se encuentra este monumento, un espacio de más de decena y media de hectáreas en las que, aunque el acueducto es la estrella, el entorno lo adorna de tal manera que tan admirable es el protagonista como su ropaje. Nos acercamos al puente romano por la margen izquierda del rio Gard y lo atravesamos por el puente nuevo, adherido a aquel en el siglo XVIII. Este se construyó al nivel de los arcos inferiores del acueducto para permitir el tráfico rodado, aunque a partir del año 2000 ya no lo soporta; todo el vasto entorno del Pont du Gard está libre de él. Visto el puente desde aguas abajo no se apreciaría la existencia de dos construcciones diferentes si no fuese por la mayor anchura de los arcos inferiores.

Recorrimos la margen derecha aguas arriba y abajo. Los plátanos, al borde de la avenida por la que se accede al puente más moderno, enmarcaban el monumento con colores otoñales. Otras especies de hoja caduca pintaban las orillas del río y la parte baja de las laderas adyacentes con toda la gama de ocres y amarillos; intentaban imitar su color los arcos del puente, que se reflejaban en el agua o se recortaban contra el azul del cielo. La garriga, que cubre las colinas o los montes que se extienden a ambos lados del río, no nos impidió ponernos al nivel de la canalización que corona el puente; los caminos balizados y el laberinto de senderos que en las dos márgenes conducen hasta la parte más alta del acueducto nos facilitaron el acceso. También pudimos llegar a otras partes de la obra romana y hasta algún mirador que permite admirar el puente casi a vista de pájaro. En la rueda de colores, el de la vegetación de la garriga está lejos de las cálidas tonalidades otoñales, sin embargo, en las fechas que visitamos el Pont du Gard, contribuía a que los ocres y amarillos de las márgenes del río destacasen en el paisaje y vistiesen el acueducto con un admirable traje otoñal.

La impaciencia por llegar a Uzès se había diluido como en el cielo las nubes que a nuestra llegada lo jaspeaban. No teníamos ninguna prisa para seguir con nuestro viaje, así que nos sentamos frente al museo del Pont du Gard. En una terraza bajo un cielo limpio y azul cobalto, saboreamos un vino blanco de Gard mientras decidíamos ralentizar el viaje; dormiríamos una noche más en Castillone du Gard para llegar desde allí a Nimes, la próspera colonia romana a la que llegaba el agua que hace 2.000 años circulaba por el acueducto. La Torre Fenestrelle tendría que esperarnos un poco más.


(1)En 2016, el número de regiones administrativas francesas se redujo de veintisiete a dieciocho (trece en Francia metropolitana y cinco en ultramar); tras la ley del 16 de enero de 2015, Languedoc-Rousillon y Midi Pyrénées pasaron a ser una única región: Occitania. En la región Nueva Aquitania, la otra región pirenaica, se agruparon Aquitania, Lemosin y Poitou-Charentes.

(2)Se trata de varios manantiales en la margen izquierda del río Alzon, afluente del río Gard o Gardon. No confundir con el río Eure (afluente del Sena) o con el departamento de Eure que atraviesa este río en Normandía.

(3)https://www.nuevatribuna.es/articulo/sociedad/pont-du-gard/20180604113737152656.html

(4)https://www.labrujulaverde.com/2019/07/puente-del-gard-el-mas-alto-de-los-acueductos-romanos

2023/08/19

OLIMPO. LOS DIOSES SE ESCONDEN

 




El Olimpo se cubre de nubes. Los dioses se esconden, no quieren que comprobemos que no están allí, que no existen.

Habíamos dejado atrás el Estado Atonita (Estado Monástico Autónomo del Monte Athos). Las nubes y la lluvia tormentosa habían difuminado la silueta de la península y ocultado la cumbre del Athos mientras navegamos de Dafni a Ouranólpolis. Después de desembarcar, el cielo se fue aclarando hasta quedar jaspeado por nubes grises, azuladas y blancas. Desde la playa y el embarcadero de Ouranópolis miramos hacia el oeste; nuestra mirada se deslizaba insistentemente sobre el Egeo buscando nuestro siguiente destino, más allá de las penínsulas de Sithonia y Cassandra. Estas, detrás de la cercana isla de Amoliani, se interponían entre nosotros y la costa occidental del golfo Termaico. A solo 18 km de aquella costa, que no podíamos ver, se alza hasta los 2.918 m el macizo montañoso al que queríamos llegar: el Olimpo. Queríamos ver los palacios de cristal de los dioses olímpicos. Las diosas y dioses que supuestamente los habitan, al contrario que el Dios de Athos, no exigen nada, ni siquiera que creas en ellos.

El viaje fue largo: desde el refugio de un monoteísmo radical, que centra su teología en la disputa con otras fes monoteístas, hasta las faldas del hogar del panteón helénico. ¿Fue largo el día? No dio más de sí que los traslados entre muelles y estaciones y el tiempo de espera en ellas. El último autobús que tomamos nos dejó en Litohoro, a los pies del Olimpo. Desde este pueblo cercano a la costa del Golfo Termaico se suele iniciar la aventura de ingresar en el macizo divino.

Cuando llegamos, la luz eléctrica ya alumbraba sus calles. Tras el pueblo la oscuridad se había adueñado de las montañas. A pesar de la noche, el nevado Olimpo se divisaba recortado sobre ellas bajo un cielo que ya había olvidado el azul y del que se apoderaba la noche.

Madrugamos para desayunar e iniciar cuanto antes el ascenso. Disponíamos de dos días; queríamos acercarnos al Mitycas (2.918 m), la cumbre más elevada del macizo. Sabíamos que no la íbamos a hollar en este viaje; sin embargo, nada nos impedía acercarnos hasta tener ante nuestros ojos el Trono de Zeus, las verticales paredes del Stefani que bien podrían ser el respaldo de dicho trono.

Nos aconsejaron informarnos en una tienda de deportes. Tuvimos que esperar a que abrieran. El tiempo pasaba y nuestro nerviosismo e impaciencia fueron en aumento, aunque esto no cambiaría el ritmo en Litohoro, muy tranquilo a finales de abril. Después comprobamos que la espera había merecido la pena. Monika, guía de montaña y dueña de la tienda, nos informó y nos aconsejó sobre los recorridos más recomendables y sobre el lugar en el que podríamos pasar la noche. No coincidían con el plan que nos habíamos hecho.



Los refugios del Olimpo permanecían aun cerrados. Pensábamos habernos acercado hasta el de Spilios Agapitos (2.100 m) con la esperanza de que hubiese allí algún pequeño refugio abierto. Desde allí intentaríamos acercarnos al menos hasta el Skala (2.866 m) al día siguiente. Monika nos desaconsejó la idea. Además de que en el recorrido se habían producido aludes y desprendimientos, en el de Splios Agapitos no había refugio de emergencia abierto. En cambio, sí lo teníamos en el refugio de Petrostouga (1.940 m). Desde allí podríamos ascender hasta el Scourta (2.476 m) y desde esta cumbre admirar la grandeza del Olimpo y sus alturas más emblemáticas.

Monika nos convenció; se adivinaba su experiencia y era indudable que sabía de qué hablaba. Alquilamos crampones y bastones, y nos dirigimos a Gortsia (1.130 m), en la carretera que une Litohoro con Prionia, desde donde iniciamos el ascenso.

Llegamos al refugio de Petrostouga a primera hora de la tarde. Tras un ligero descanso y una rápida inspección del amplio, desordenado y sucio “refugio de emergencia” en el que pensábamos pasar la noche, reiniciamos la marcha preparados ya para no dejar de pisar la nieve. Seguimos con toda la carga por si no volvíamos allí.



Como nos había dicho Monika había huella en la nieve; la víspera un grupo de guías había inspeccionado la zona hasta el Plateau de las Musas. Desde entonces las condiciones habían cambiado. La mayor parte del recorrido encontramos nieve blanda en la que, a cada paso, hundíamos las piernas hasta las rodillas y, a menudo, hasta las caderas. Las raquetas, que Monika nos había desaconsejado, habrían sido necesarias. El Skourta no estaba a muchos kilómetros, pero la nieve hacía que avanzásemos con mucha lentitud.

Seguimos las huellas por el bosque de abetos. Al salir de él, al esfuerzo se sumó la decepción. La ventana de buen tiempo anunciada para aquel día y el siguiente empezó a cerrarse para las cumbres más altas del Olimpo. Al dejar el bosque seguimos caminando por la cima somital que en unos dos km más de ascenso nos colocaría en la cumbre del Skourta, las nubes ocultaban las cimas que debíamos divisar hacia el SW. De vez en cuando bajaban a nuestra altura. Cuando se volvían a situar por encima o el cielo parecía querer aclararse ante nosotros, volvíamos a tener la esperanza de poder disfrutar de la belleza de aquellas cimas que se ocultaban.

Nos detuvimos no demasiado lejos del Skourta al borde de un cordal prominente desde el que deberíamos estar contemplando hacia el SW los techos del Olimpo. A nuestra espalda el azul ocupaba gran parte del cielo; en cambio, las nubes insistían en cubrir la montaña delante de nosotros y, a ratos, también nos rodeaban.


El frío, el cansancio y la seguridad de que las nubes no dejarían de esconder el Mitycas y el Stefani hicieron que renunciase a pisar el Skourta. Además tenía que reservar fuerzas para la vuelta al refugio. Hicimos allí la foto reivindicativa que habíamos decidido sacar en el Skourta: (GALDER ETA AITOR ASKE! GORA EUSKAL GAZTERIA!). 

Aimar quería hollar al menos la cumbre que teníamos cerca; cargó solo con lo necesario y siguió ascendiendo. Me quedé con las dos mochilas tratando de protegerme del viento tras unos arbustos; no pude hacerlo del frío. Observaba la rápida ascensión de Aimar; cuando la niebla lo rodeaba, escuchaba sus pasos al golpear con los crampones la capa superior de la nieve; a aquella altura no tan blanda como la que habíamos pisado más abajo. Los minutos se me empezaron a hacer mucho más largos cuando dejé de verle y de oír sus pasos. Volvieron a su valor nominal cuando de nuevo volví a escuchar las pisadas. Aimar había llegado al Skourta, sin embargo, no pudo ver el Trono de Zeus.

Volvimos al refugio de emergencia de Petrostouga sin haber visto ni dioses ni seres humanos. Intercambiamos mensajes e información con Monika, cenamos y preparamos nuestro lecho. Pasamos la noche en el desordenado refugio. Embutidos en nuestros sacos debíamos parecer dos gigantescas mariposas en fase de crisálida pegadas al suelo.


El día siguiente amaneció espléndido. Por la mañana, aconsejados por Monika, alargamos el recorrido que íbamos a seguir para la vuelta hasta Prionia. Se trataba de alargarlo para acercarnos al Mitycas, para contemplar de frente las estancias principales de los doce dioses Olímpicos. El cielo despejado parecía garantizado. Durante 4 o 5 km descendimos unos 200 m. Dejamos a nuestra izquierda el sendero que conducía a Prionia y seguimos hacia el sur hasta llegar a un sendero (Gomarostalos) que volvía a ascender hacia el NW para llegar al Plateau de las Musas, el mismo destino que el itinerario que seguimos la víspera para ir al Skourta, aunque por la vertiente contraria. Después de varios cientos de metros de desnivel por un empinado sendero, llegamos a un saliente en el bosque de abetos desde donde pudimos admirar de frente las alturas que, según la mitología, siempre estaban cubiertas por nubes. No brillaban los palacios de cristal que Hefesto construyó para él y sus compañeros olímpicos. Las que resplandecían eran las cumbres que cubiertas de nieve se elevaban sobre nosotros y colgaban de un cielo despejado y azul.


Ya podíamos retroceder y retomar el camino de descenso a Prionia, primero entre abetos, después entre hayas. En este sendero sí encontramos algunos montañeros que ascendían. Las nubes no les iban a ocultar el Trono de Zeus y los lugares donde los dioses olímpicos tuvieron sus palacios de cristal.

A primera hora del día siguiente abandonamos Litohoro para llegar con tiempo a Atenas y participar en las manifestaciones del 1º de Mayo. Mientras esperábamos al autobús en un cruce cercano a la costa, contemplamos el Olimpo. Las nubes nos lo habían ocultado cuando más cerca lo tuvimos; ahora aparecía blanco, inmaculado, libre de nubes. Parecía que se burlaba de nosotros, o quizás nos retaba para hacernos volver. Algún día lo haremos.















2023/06/22

MONTE ATHOS

 



29 AÑOS PARA UN SALTO DE MÁS DE UN MILENIO

Un manto de numerosos tonos de verde cubría la larga y quebrada lengua de tierra por la que 29 años después volvía a caminar. Esta vez, con la primavera ya adelantada, no caminaba solo; me acompañaba Aimar, mi hijo, que cuando pisé Athos por primera vez no había nacido. Reconocí el lugar, pero no estoy seguro de que sea el mismo que hace casi tres décadas vi, o creí ver.


Agion Oros

La península del Monte Athos, la más oriental de las tres prolongaciones de la Calcídica, en el NE de Grecia, es una estrecha lengua de tierra de 57 km de longitud que va ganando altura a medida que se introduce en el mar. Su máxima anchura es de poco más de 10 km, que en su istmo apenas supera los 2. En su extremo más adelantado en el Egeo una pirámide blanquecina y rocosa surge bruscamente del mar y se alza hasta los 2.033 m; es el Monte Athos, que da nombre a toda la península. Pero sus habitantes y la iglesia ortodoxa la llaman de otra manera: Agion Oros, Montaña Sagrada.

A pocos km del istmo, en el que Jerjes hizo construir un canal del que no queda ningún resto a la vista, hay una frontera infranqueable, un muro que impide el acceso a Agion Oros, a la Montaña Sagrada, a un territorio convertido en una especie de refugio de la ortodoxia y la espiritualidad. Dicha frontera confiere a la mayor parte de la península de Athos una paradójica insularidad; a pesar de que ese búnker o guarida de la “auténtica” ortodoxia y su espiritualidad está unido al continente, solo es posible ingresar en él por mar, y esto con muchas limitaciones.

Aunque la península forma parte del Estado griego, la autonomía de Agion Oros es tan grande que se puede hablar de independencia. Una frontera establecida hace más de mil años separa del resto del mundo la casi totalidad de esta lengua de tierra en la que se asienta un estado monástico, una especie de república teocrática. 20 monasterios ortodoxos son los dueños de unos 336 km cuadrados de la superficie de la península y se gobiernan por sí mismos. Un miembro de cada monasterio forma parte de la Iera Kinotis (Sagrada Congregación), que podría equipararse a un parlamento. Lo que se puede definir como gobierno es la Iera Epistasía (Sagrada Administración), formada por cuatro miembros ‒epistates‒; el primero de ellos ‒protoepistates‒, que no es más que el primero entre iguales, siempre pertenece a uno de los cinco principales monasterios (Lavra, Vatopedi, Iviron, Dionisiou y Khilandari). Kariés, en el centro de la península, es la capital. En ella tienen que residir los miembros de de la Iera Kinotis el año que dura su mandato. Su sede está enfrente de la iglesia principal del Monte Athos, el Protaton, en la que cada uno de los monasterios tiene un escaño con su nombre.

El estado griego también tiene una sede en Karies; sus competencias se limitan a funciones de policía y aduanas. Para subrayar la casi total autonomía de Agion Oros, la presencia en la península del estado griego depende del Ministerio de Asuntos Exteriores.


El mar, a lo largo de una costa de 112 km, y un muro y alambrada que atraviesan la península entre las costas oriental y occidental encierran sobre sí mismo este singular espacio. Durante bastante más de un milenio los ocupantes de la península han visto la sucesión de imperios, la generación de cismas (en los que han tomado partido), la creación de estados…, pero hasta hoy han conseguido mantenerse apartados del mundo.

El atrayente misterio de lo que se oculta

La atracción por lo que se oculta fue una de las razones por las que viajé a Athos por primera vez; 29 años después lo he hecho con Aimar para repetir, comparar y compartir la experiencia de haber estado en un lugar cuyos habitantes han querido detener la Historia y fosilizar el tiempo; un sitio donde nadie de quienes lo habitan ha nacido allí porque ninguna persona lo hace.

La masa vegetal modera la accidentada, abrupta y tortuosa superficie del Monte Athos. Mientras navegábamos desde Ouranópolis ‒el pueblo más cercano al estado monástico‒, hasta Dafni ‒principal puerto y acceso de Agion Oros‒ el arbolado que cubre la mayor parte de la península suavizaba su superficie. Solo la cumbre del Athos, hacia el SE, aparecía desnuda mostrando la claridad de la roca y dejando a la vista las estrías, pliegues y torrenteras que forman el esqueleto de la península. Más tarde, caminando por la accidentada costa occidental, tuvimos que aplicarnos en continuos ascensos y descensos para sortear barrancos, superar torrenteras, asomarnos al mar desde cientos de metros de altura y volver a descender hasta pisar alguna cala desde la que de nuevo iniciábamos la subida. Athos estaba bajo nuestros pies y pisábamos la primavera, o la teníamos a la altura de nuestros ojos. De cerca, ya no era todo verde; flores azules, amarillas, rojas, blancas… adornaban las laderas por las que ascendíamos, rozaban nuestras botas o se asomaban al mar. De repente, tras un recodo o al superar un pliegue de la montaña para acceder a la otra vertiente, aparecía alguna espectacular construcción: un monasterio situado sobre una roca asomada al mar desde algunos centenares de metros sobre él, unos edificios rodeados de soberbias balconadas de madera suspendidas en sus fachadas y ajenas a la fuerza de la gravedad.


La exuberante primavera hacía que la superficie de Agion Oros hirviese de vida, sin embargo, caminábamos sobre un gigante derrotado y hundido en el mar. Dicen que esta península no es ni más ni menos que el gigante Athos, uno de los que se rebelaron contra los dioses olímpicos. La montaña que se eleva hasta los 2.033 metros en el extremo más adelantado en el mar, sería la que el gigante lanzó contra los dioses olímpicos sin alcanzarles. Otra versión asegura que la gigantesca roca la arrojó Poseidón sobre la cabeza del gigante para mantenerlo aprisionado para siempre. Más tarde el monte sirvió de apoyo a Hera cuando abandonando la cumbre del Olimpo "ganó las nevadas montañas de los tracios (…) y descendió del Athos hasta el mar agitado..."; el objetivo de la diosa en aquel viaje era yacer con Zeus y adormecerlo para favorecer a los aqueos en la guerra contra los troyanos.

Por muy atractivos que sean los relatos mitológicos del antiguo panteón helénico, hace muchos siglos que están desterrados del Monte Athos. Allí no hay sitio para historias de dioses y héroes pasionales y caprichosos, amables o violentos. Para nombrar la península los actuales habitantes y dueños de la misma han secuestrado el nombre del gigante mitológico sustituyéndolo por Agion Oros; también a la cumbre del monte la llaman de otra manera: Metamórfosi Sotíros (Transfiguración del Salvador).

Acceso limitado

Entrar en Athos no es fácil, sobre todo si no eres ni griego ni ortodoxo. En los 336 km cuadrados de la península gobernados por la Iera Epistasía no se concede derecho de residencia a ningún heterodoxo o cismático. Aunque los peregrinos ortodoxos y los extranjeros pueden entrar en Agion Oros, no se otorgan permisos para más de cuatro días (tres noches); el número máximo de admisiones por día está limitado a 100 peregrinos ortodoxos y a 10 extranjeros. El proceso de entrada en Athos se ha simplificado durante las últimas décadas, pero las limitaciones se mantienen.

El derecho a la libre circulación está restringido en Athos. Para asegurarte la entrada tienes que solicitar un permiso con antelación suficiente y, a ser posible (como nos sucedió en este viaje), estar dispuesto a aceptar una fecha diferente a la planeada por ti. Con el permiso concedido te tienes que asegurar aún el Diamonitirion, lo que sería el visado de entrada; este, por mucho que adelantes tu viaje, no te lo entregan hasta el mismo día para el que te concedieron el permiso.

Sin el Diamonitirion no es posible conseguir pasaje para embarcar hacia el Estado Atonita, esa diminuta parte de Europa que queda fuera del Espacio Schengen(1). El puerto principal de entrada está en Dafni, pero se puede acceder por otros arsanás (puerto, embarcadero), que a veces no son más que un deleznable muelle; cada monasterio, aunque esté en el interior y alejado de la costa, tiene el suyo.

Si para los hombres el acceso a Athos está limitado y la estancia sujeta a unas cuantas normas, quienes no pueden entrar bajo ningún concepto son las mujeres.

Hace más de 1.100 años que esta península empezó a convertirse en espacio exclusivo de los monjes. En el año 885 un edicto del emperador bizantino Basilio I (un emperador nada virtuoso)(2) reconoció a Athos como territorio exclusivo para ellos. En el 963 se fundó el primer monasterio, el Gran Lavra, que es el más grande de los que hay en la península. La independencia administrativa del poder imperial la concedió Constantino IX Monomacos en 1046. En el documento firmado por este emperador se recogían normas que después de tantos siglo siguen vigentes; una de ellas es la que prohíbe la entrada en Athos a las mujeres.

Athos no ha sido ajeno a los acontecimientos de la Historia. Emperadores bizantinos protegieron el monacato en el Monte Athos otorgando privilegios y cartas constitucionales a su comunidad monástica. Los edictos de los emperadores bizantinos eran para siempre, según algunas de sus expresiones literales. Alejo I Comneno (1081-1118), promulgó un decreto imperial en el que, al mismo tiempo que descubrimos la soberbia del poderoso, se lee: Decretamos que la montaña Santa sea libre y que los monjes que en ella moran no tengan que padecer ningún agravio hasta el fin del mundo.

Hoy muchos viajeros siguen contando su experiencia en Athos describiendo el lugar, las costumbres y los ritos de los monjes que lo ocupan como algo que no ha cambiado desde entonces, como si aquellas bulas doradas bizantinas hubiesen protegido de tal manera a Athos que desde entonces todos los días, años y siglos hubiesen transcurrido sin ningún cambio. Después de mi primer viaje a Athos yo también estuve convencido de que los ritos que observé y el modo de vida del que participé durante más de una semana no habían variado en más de 1.000 años, y así lo contaba. Sin embargo, el devenir de la Historia tuvo su influencia en Athos y los monjes sufrieron agravios sin que el fin del mundo hubiese llegado.

La historia de Athos ha sido tan agitada como la del resto de Europa. Los siguientes apuntes no son más que un insuficiente resumen de la historia de un milenio en esta lengua de tierra.

En 1054 se produjo el gran cisma de la cristiandad, cuando el Papa de Roma y el Patriarca de Constantinopla se excomulgaron mutuamente. Siglo y medio más tarde tuvo lugar la Cuarta Cruzada (1198-1204), aquella que, de nuevo, pretendía conquistar Jerusalen y acabó invadiendo y saqueando Constantinopla (quizás ese, más que la conquista de Jerusalen, era el objetivo del Papa Inocencio III). Al final de la misma los monasterios de Athos sufrieron una breve ocupación de los cruzados. 100 años más tarde los almogávares aragoneses, aquellos mercenarios que tras el asesinato de su líder Roger de Flor y más de un centenar de sus oficiales en un banquete provocaron lo que se llama "la venganza catalana”(3), también ejercieron su venganza contra los monjes del Monte Athos. Después llegaría la ocupación más larga, la otomana. Durante su imperio los monasterios mantuvieron costumbres, normas y privilegios anteriores; al principio con más permisividad que injerencia, después a cambio de importantes tasas e impuestos. En 1912, durante la Primera Guerra de los Balcanes, los otomanos fueron expulsados de la península. El siguiente año una pequeña flota rusa llegó a Athos para intervenir en una disputa teológica(4); asaltó el monasterio de San Panteleimonos y centenares de monjes fueron hechos prisioneros, enviados a Odessa, excomulgados y dispersados por toda Rusia. Tras la Primera Guerra Mundial la península pasó a estar bajo soberanía griega. Al final de la Segunda Guerra Mundial, durante la que la Iera Epistasia pidió a Hitler su protección personal para no ser molestados, la península de Athos estuvo brevemente ocupada por partisanos.

Mujeres en Athos

La prohibición de entrada en Athos a las mujeres se ha mantenido invariable durante toda esta historia. Sin embargo han sido varias las ocasiones en las que esta norma se ha violado(5). Dejando de lado la leyenda de que Helena de Bulgaria estuvo en Athos, pero siempre transportada en palanquín para no pisarlo, hubo mujeres que entraron en Agion Oros. En al menos dos ocasiones el estado monástico dio refugio a mujeres y niñas que con sus familias buscaban protección en épocas de revueltas sociales o durante la guerra de la independencia griega. En la primera mitad del siglo XX, algunas otras disfrazadas de hombre también rompieron la prohibición. Maryse Choisy, una periodista francesa, lo hizo a finales de la década de 1920; poco después, en 1930, Aliki Diplarakou, una mujer audaz, políglota e independiente (que poco antes había sido la primera Miss Europa griega), también se vistió de hombre para entrar en Athos. Otra mujer griega, Maria Poimenidou, violó la norma en 1953; la aventura de esta hizo que Grecia aprobara una ley que definió como delito la violación del espacio atonita por mujeres; la pena establecida para tal atrevimiento es de entre dos meses y un año de prisión.

En enero de 2008 diez mujeres se enfrentaron a dicha pena(6) por acceder al territorio monacal durante una manifestación de protesta. No se manifestaban contra la prohibición de entrada a las mujeres; ellas y varios centenares de manifestantes se movilizaban contra el propósito de algunos monasterios de apropiarse de unas 800 hectáreas de terrenos fuera de los límites del territorio atonita. No se alejaron de la muga ni permanecieron dentro más de 20 minutos, pero fueron juzgadas por el hecho de entrar en Agion Oros. En mayo del mismo año cuatro mujeres moldavas fueron detenidas por la policía; se trataba de mujeres víctimas de de una red de trata de personas y los monjes las perdonaron.

La prohibición de la entrada de mujeres en el Monte Athos se ha puesto en tela de juicio en varias ocasiones en el Parlamento Europeo. Athos forma parte de Grecia, un estado de la Unión Europea. La prohibición de acceso a las mujeres supone una discriminación por razón de sexo y una limitación a la libertad de circulación. Pero la Constitución griega reconoce la autonomía del Monte Athos. La Constitución griega está en consonancia con la Carta Estatutaria del Monte Athos, estatuto que fue redactado en 1924 por cinco representantes de los monasterios y aprobado como ley en 1926 por el Parlamento Griego. En la Acta Final de Adhesión de Grecia a la Unión Europea se reconoce también ese estatuto(7). Hasta el momento los intentos de modificación de los normas milenarias no han tenido ningún resultado.

Lo que vi, lo que creí ver, lo que he visto

La atracción por lo que en Athos se ocultaba fue una de las razones para hacer mi primer viaje. Otra fue que su aislamiento había contribuido a que este limitado espacio no hubiese sufrido ni la contaminación ni el retroceso de los espacios naturales ante el avance de carreteras, autopistas y otras infraestructuras, lo que convertía a la península en uno de los lugares menos contaminados y más bellos de Grecia. Lo que me atrajo lo convertí en expectativas. Llegué y encontré lo que esperaba encontrar: misterio y exuberante naturaleza, aunque hace 29 años la primavera apenas había empezado a manifestarse a mi llegada.

Ahora no estoy seguro de si a lo que vi agregué lo que creí ver para que mis expectativas se viesen totalmente colmadas. Esperaba encontrar un mundo anclado en el pasado, un espacio en el que durante el último milenio no había ocurrido nada y en el que la vida de sus habitantes discurría como en el año 1000. No fue exactamente eso lo que vi, ni lo que la información que tuve a mano me indicaba, pero me incliné a pensar que la historia apenas había tocado a Athos. Poco a poco esta idea es la que ha quedado grabada como recuerdo en mi memoria.

Lo que he visto ahora me ha hecho pensar que, en 29 años, Athos ha dado un salto en el tiempo de más de un milenio. No sé si tras este viaje construiré un recuerdo a partir de esa idea. Quizás ahora, si agrego algo a lo que he visto no sea para adecuarlo a mis expectativas, sino para que la visualización del futuro de Athos que ahora me hago no contradiga lo que he creído poder predecir a partir de lo que he visto.

Llegamos a Ouranópolis, donde teníamos que tomar el ferry para llegar a Dafni, la víspera del embarque. Si 29 años antes deambulé por un pueblo desierto con pocos locales de hostelería y comercios abiertos, ahora empezaba a parecer, ya en abril, un pueblo turístico que comenzaba a despertarse a la temporada de más ocupación. Aunque pudimos reservar plaza para embarcar al día siguiente, no conseguimos aún los pasajes; debíamos presentar el Diamonitirion para poder hacerlo, y era imposible tenerlo hasta la mañana de la partida.

En el ferry viajaban obreros que iban a trabajar a Athos, peregrinos y algunos extranjeros. Paramos en cada uno de los arsanás que hay en la costa antes de llegar a Dafni. El barco apenas se detenía para dejar con rapidez carga y personas en cada muelle. Antes de llegar a Dafni pasamos ante los monasterios de Dochiariou, Xenofontos y Panteleimonos, pegados a la costa, y el de Xiropotamou encaramado en la ladera casi 200 m más arriba. Todos aparecían con las fachadas y tejados rehabilitados. El de Panteleimonos, ruso, todavía con algún edificio rodeado de andamios, se mostraba el más soberbio; no ocultaba la importante inversión que en él se había hecho y se seguía haciendo.

Más tarde pudimos ver que esa fiebre rehabilitadora y la construcción de infraestructuras se ha dado o se está dando en todos los monasterios, en toda la península. Se descargaban áridos en Dafni desde buques de carga demasiado grandes para aquellos muelles; en dos o tres lugares había tierras removidas, canteras, silos de cemento y plantas de hormigón; las pistas que llegan hasta monasterios que parecen inaccesibles por tierra, estaban recién afirmadas; la carretera que une Dafni con Karies, en obras, no envidiará a ninguna del continente cuando esté acabada… Las subvenciones europeas y rusas han puesto al día los caminos (ahora a menudo transitados por vehículos todo terreno) y los monasterios.

En el monasterio de Simonos Petra deambulamos por sus balconadas colgadas en el vacío, todas restauradas. Si hace 29 años las tablas del suelo se movían al pisarlas y era fácil que el pie se te colase por sus huecos, ahora solo asomándonos a la barandilla pudimos ver la roca sobre la que se asienta el monasterio. Un monje con el que entablamos conversación nos habló del dinero que había llegado de la Unión Europea.

‒Son todos masones, pero el dinero es el dinero ‒nos dijo con una sonrisa irónica.

A partir de Simonos Petra caminamos por un sendero que yo recordaba colgado en el acantilado y como el más atractivo de los que había recorrido. Los pliegues de la montaña se suceden uno tras otro; se elevan con tal desnivel que caminas como si lo hicieses sobre una sierra gigante en la que hay que superar todos sus dientes desde lo más bajo hasta sus vértices. La vegetación nos rodeaba sin impedirnos ver el mar, al que continuamente llegábamos al descender desde el vértice de un pliegue para iniciar el ascenso a otro. En una playa de cantos rodados paramos a descansar. Nos protegimos del sol en una gruta. Aimar rompió una de las prohibiciones impuestas a los visitantes: se bañó en el mar; quizás fueron dos normas las que violó, porque para bañarse dejó de estar decorosamente vestido. Envidié el baño, pero no quise averiguar la sensación térmica, que tanto al entrar como al salir del agua me habría hecho tiritar.

Mientras descansábamos vimos pasar un par de embarcaciones hacia el norte, hacia Dafni o Ouranópolis. Empecé a pensar que quizás no tengan que pasar otras tres décadas antes de que se organicen viajes turísticos para visitar Athos. Ahora ya llegan desde los países ortodoxos grupos de peregrinos en viajes organizados desde sus iglesias o comunidades religiosas. ¿Sería de extrañar que las restricciones para visitar la península se relajen? Parece que ya se va introduciendo ese progreso que consiste en el crecimiento continuo y en la acumulación de riqueza. Ahora son las infraestructuras las que se están desarrollando. La proliferación de obras y rehabilitaciones ha llevado a la península a empresas y trabajadores para realizarlas; con ellos han llegado los servicios que necesitan. En Karies hay comercios y negocios de hostelería que hace 29 años no vi. Durante el día, su calle principal parece más propia de un pueblo turístico que de un estado monástico que se define como refugio de la ortodoxia y la espiritualidad. ¿Cuánto falta para que se impulse también la explotación de la riqueza natural de Athos?

No sé si volveré a Athos; lo que es casi seguro (¿casi?) es que no lo haré dentro de otros 29 años para comprobar los cambios que se hayan producido, o, mejor dicho, los cambios que mis sentidos me hagan creer que se han producido. A lo mejor lo que veo y lo que hay no siempre coincide.


Los dueños de un tiempo fosilizado

Pasamos los dos primeros días en la costa occidental de la península al sur de Dafni. Mientras caminábamos, todo el paisaje era nuestro y las horas transcurrían a nuestro ritmo. Al llegar a los monasterios dejábamos de gestionar el tiempo; sus dueños eran otros y otra era, también, la unidad de medida para las horas, para los días, para los años. El día tiene las mismas horas que en cualquier lado, pero en una celda, un patio o una iglesia de Athos el silencio, la quietud o el canto monocorde de los monjes las alarga o las inmoviliza. Los días comienzan mucho antes de lo que la mayoría de visitantes estamos habituados; sus partes ‒para la oración, para la comida, para el trabajo y para la meditación‒ no coinciden con las que solemos estar acostumbrados. El año se distribuye según el calendario litúrgico ortodoxo, que sigue sigue siendo el juliano. En cada periodo del año puede cambiar el rigor del ayuno y el número de comidas diario, la vigilia y hasta la fórmula del saludo(8); pero los días se repiten sin variación en una especie de rueda del tiempo que ni se detiene ni cambia.

Llegamos a media tarde al monasterio de Grigoriou en el que íbamos a pasar nuestra primera noche en Athos. Nuestra intención era dejar nuestras mochilas y seguir algunas horas más caminando por la accidentada costa. No fue posible. El arjondaris (el encargado de ofrecer hospitalidad a los visitantes) no estaba. El monje al que preguntamos por él nos dijo que enseguida vendría, nos condujo a una amplia sala y nos sirvió agua, dulces y café. El arjondaris no apareció hasta la hora de los oficios para decirnos que después de la cena (o segunda y última comida del día) nos asignaría una celda. 

El monje que nos recibió estaba adaptado a la inmovilidad del tiempo que se puede sentir en Athos. Nos atrapó en ella durante algunas horas en una conversación monótona y repetitiva; él tenía alguna curiosidad por lo que ocurría fuera de Athos, aunque ubicaba con muchos errores diferentes países o, como en el caso del nuestro, ignoraba dónde se localiza. Centró casi todo su interés en hablarnos de monjes que después de haber sido católicos y budistas se convirtieron a la ortodoxia. Tuvo un empeño especial en que tras la comida de la tarde fuésemos a hablar con el padre Damián. 

Desde la placita principal del monasterio nos guió descendiendo por el interior de los edificios hasta llegar a una estancia con apariencia de imprenta o taller de encuadernación. Al interior de la fachada que da al mar había una pequeña cocina; dos ventanas se abrían a un cielo ya rojizo. Damián preparó café para nosotros, un café griego, que siempre hay que tomar desterrando las prisas y alargando el momento. El padre Damián tenía la llave de la conversación; el objetivo de su discurso era dejar claro que la ortodoxia es la única interpretación válida de doctrina cristiana. Repitió en varias ocasiones que “si hay tres interpretaciones, dos no pueden ser verdaderas; o una o ninguna”. Eludía los cismas o conflictos dentro de la iglesia ortodoxa como si la historia se hubiese parado en 1054.

Donde el tiempo pudo haberse parado definitivamente para nosotros fue en el monasterio de Dionisiou, en el que pasamos nuestra segunda noche. Dormíamos en una celda al final de un pasillo que terminaba en un hueco de acceso a la sala de calderas. Los sistemas de calefacción de los monasterios, alimentados con madera, han provocado muchos incendios a lo largo de la historia. A la una de la madrugada entró alguien en la celda y nos conminó a salir con nuestras cosas y bajar a la calle. No podemos saber si lo que hizo que nos evacuasen con urgencia fue un conato de incendio o simplemente una mala combustión de la madera; nadie nos explicó la razón del humo que ya se expandía por nuestra habitación. En el pasillo, si no sólido, era ya impenetrable para la luz. Si aquella noche alguien no hubiese sido consciente del problema ‒"pequeño problema", en palabras del arjondaris por la mañana‒, quizás nos habríamos asfixiado por el humo sin darnos cuenta. El tiempo no se habría alargado más.

Frescos, iconos y reliquias

Los frescos y pinturas murales cubren las paredes interiores de los dos espacios más importantes de los monasterios: el Katholikón y el refectorio (a veces también por fuera, como las pinturas sobre el Juicio Final en el exterior del comedor del monasterio de Dionisiou). Son auténticos museos de arte bizantino. Figuras de personajes alargadas, hieráticas y poco expresivas parecen observarte desde una perspectiva diferente a la que estamos acostumbrados y desde un instante en el que el tiempo se detuvo y no ha variado más. Ni siquiera en los frescos más modernos se alejan del estilo original y sus cánones.


Los venerados iconos, de estilo invariable, son omnipresentes en iglesias y capillas. Los gestos litúrgicos de veneración de monjes y peregrinos son exagerados y repetitivos; se inclinan, se santiguan ante ellos y los besan con profusión. Cada monasterio tiene alguno especialmente famoso, venerado y milagroso. Los más reverenciados suelen estar cubiertos de una lámina de metal repujado, que puede ser de plata y oro. Solo quedan a la vista la cara y las manos de los personajes sagrados que se representan; la lámina metálica suele estar trabajada reproduciendo la forma de la parte oculta de la figura del icono y dándole ligero volumen.

Pudimos ver con detalle algunos veneradísimos iconos de Athos: el llamado Agion Estin en la iglesia primacial de Karyes, el de la Portatissa en el monasterio de Iviron y el de San Nicolás en el de Stravonikita.

El de Karyes, Agios Estín, lo pude ver hace 29 años liberado de su lámina de metal precioso cuando un monje lo estaba fotografiando antes de restaurarlo. A mí me permitió fotografiarlo si no usaba flash, pero otro monje más riguroso que me vio hacerlo me expulsó de la iglesia con violencia verbal; supuse, por los gestos, que también con deseo de practicar la física. En esta ocasión me mantuve algo alejado del icono mientras algunos peregrinos lo veneraban ante la atenta mirada de algunos monjes.

De aquel viaje de hace casi tres décadas recordaba especialmente el de la Portatissa. Entonces un monje puso mucho interés en mostrármelo y explicarme su milagrosa historia; no me permitió fotografiarlo, pero me regaló dos pequeñas y cuidadas reproducciones después de un prolongado café. Esta vez paramos en el monasterio de Iviron para visitar la capilla en la que se venera el icono, pegada a la puerta de entrada al monasterio. Un monje de mi edad llamado Jeremías nos abrió la iglesia desde la que la Portatissa (la Guardiana de la Puerta) ejerce la protección que su nombre define. Al padre Jeremías le hablé del monje que conocí en 1994, del que no recordaba el nombre. Supo que le hablaba del padre Jacobo, un monje que había sido capitán de barco antes de retirarse en Athos para el resto de su vida. Cuando yo lo conocí me dijo que había viajado mucho y que le quedaba un último viaje por hacer: el que le llevaría al cementerio. Pedimos a nuestro anfitrión que nos llevase al camposanto. Los restos del padre Jacobo, que había muerto en 2013, no habían sido llevados aún al osario, como suele ser costumbre después de algunos años enterrados; seguían bajo tierra en su tumba.

El icono de San Nicolás está en el pequeño Katholikón del más pequeño de los monasterios de Athos, el de Stavronikita. El arjondaris nos abrió la iglesia y nos dijo que de ella teníamos que recordar dos cosas: el icono y los frescos que cubren todas sus paredes. Del icono nos explicó el milagroso encuentro por parte de unos pescadores; cuando le retiraron un concha adherida a la frente de la imagen manó sangre por la herida. De los frescos nos informó de que eran obra de Theophanes el Cretense (en el Monte Athos abundan los frescos pintados por él); este pintor fue contemporáneo de otro cretense, Doménikos Theotokópoulos, El Greco.

‒Mientras El Greco se fue a Toledo, Theophanes el Cretense se quedó en Athos ‒nos dijo como con cierto tono de reproche hacia El Greco.

Las reliquias son otro de los elementos muy venerados en los monasterios; cada uno tiene su propia colección, que guardan como un tesoro y exponen ante los peregrinos para su veneración. Es posible ver trozos de la cruz; el cinturón de la Virgen; el oro, incienso y mirra de los Reyes Magos; un brazo de Santa María Magdalena; restos de diverso tipo de santas y santos... Resulta difícil creer que la mayoría de los monjes y peregrinos estén realmente convencidos de que aquello que admiran y besan es lo que dicen que es, pero todas las reliquias las presentan como auténticas.

En Simonos Petra tuvimos la suerte de llegar cuando el arjondaris se afanaba en ofrecer agua, dulces y un vasito de licor a un grupo de peregrinos que habían llegado poco antes que nosotros. Nos adherimos al recibimiento sin necesidad de esperar. Después del rito reglamentario de hospitalidad, acompañamos hasta el Katholikón a parte del grupo, que quería venerar las reliquias del monasterio. El arjondaris colocó dos cofres sobre un escabel. Al levantar las tapas dejó a la vista las reliquias que contenían: la parte superior de un cráneo, una parte de otro, el pie de un niño, un trozo de madera... El monje las acariciaba mientras explicaba de dónde procedían. Los trozos de cráneo brillaban como si estuviesen pulidos o barnizados. Los peregrinos las besaron una a una. Nosotros nos mirábamos indecisos sin saber bien cómo reaccionar para que nuestro gesto no se viese como una falta de respeto. Cuando el arjondaris nos miró esperando a que fuésemos a besarlas, nos limitamos a hacer una inclinación de cabeza; nadie nos miró con reproche.


Un objetivo pendiente

Si al gozo del atractivo natural y la curiosidad por el misterio de lo que se oculta añadimos el deseo de coronar la cumbre del Monte Athos, tres pueden ser las razones o los objetivos para visitar la península. No hemos cumplido uno de ellos.

Cuando nos alejábamos hacia Ouranópolis, las nubes y la lluvia ocultaron la cumbre que cada día habíamos podido contemplar. Nunca nos faltó el deseo de coronarla. En abril no estaba aún permitido hacerlo, aunque de haberlo estado y haber optado por ascender a ella tendríamos que haber renunciado a recorrer los senderos y calzadas por las que caminamos de unos monasterios a otros, y a detenernos en ellos para conocerlos, ver alguno de sus tesoros y hablar con unos cuantos monjes.



Coronar la cumbre del Athos puede ser el objetivo de un nuevo viaje a esta singular parte del mundo.

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(1)https://fronterasblog.com/2019/04/29/monte-athos-el-ultimo-rincon-del-medievo-en-europa/

(2)https://www.worldhistory.org/trans/es/1-16541/basilio-i/

(3)https://www.rutasconhistoria.es/articulos/la-venganza-catalana

(4)https://www.labrujulaverde.com/2018/07/cuando-el-ejercito-ruso-asalto-los-monasterios-del-monte-athos-en-1913-para-resolver-una-disputa-religiosa

(5)https://elordenmundial.com/monjes-mujeres-putin-monte-athos-2/

(6)https://www.elperiodico.com/es/sociedad/20080110/diez-mujeres-violan-veto-femenino-224411

(7)Bonet Navarro, J. (2005). El estatuto especial del Monte Athos ante la tradición religiosa. El Derecho Eclesiástico griego y el Derecho Comunitario europeo. BFD: boletín de la Facultad de Derecho (27), 2ª época, 2005, p.93-120. http://e-spacio.uned.es/fez/eserv/bibliuned:BFD-2005-27-9F23C2CD/PDF.

En este informe de Jaime Bonet Navarro sobre el estatuto especial del Monte Athos, hay también un resumen de la historia de la península.

(8)El arjondaris del monasterio de Dionisiou terminaba cada conversación con nosotros con el saludo habitual de Pascua: Ο Χριστός Ανέστη; a continuación, como para que lo tuviésemos claro, lo traducía al castellano: Cristo ha resucitado.


Viaje al románico de La Bureba

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