2023/12/15

La soledad del herrero de Lussan

 


4 crónicas de una travesía de cabotaje por un paisaje sin mar. (3ª)


Cuando iniciamos nuestro último viaje, Lussan ni siquiera era un lugar de paso en nuestro itinerario. Al no estar en la ruta prevista desconocíamos hasta su nombre. Fue en Uzès, a donde habíamos llegado para ver la Torre Fenestrelle ‒la primera motivación del viaje‒, donde nos hablaron de Lussan y de las Concluses de Lussan. Decidimos desviarnos algo de nuestro camino para llegar a esa comuna francesa del Languedoc-Rosellón y a las admirables gargantas de su cantón. Resultaron ser dos lugares sorprendentes, aunque cada uno de ellos por razones muy diferentes.


Mientras las Conclusses de Lussan asombran por el extraordinario paisaje esculpido durante millones de años por el río Aiguillon, la visita a la población de Lussan nos desconcertó hasta el punto de producir en nosotros una inquietante sensación de desasosiego.

La población de Lussan ocupa la superficie superior de un promontorio que domina los terrenos de cultivo que la rodean y desde la que se puede disfrutar de bonitas vistas sobre la región de Cevennes y sus montañas. Una muralla bordea todo el perímetro de la parte alta del cabezo y encierra y protege en su interior las casas del pueblo. El castillo que se levanta en el extremo noreste del caserío forma parte de la muralla. Cuatro torres, tres circulares y una que no llega a serlo, cierran la superficie cuadrangular que ocupa la fortaleza, hoy sede del ayuntamiento.

Aparcamos a los pies del castillo en el amplio parking destinado a visitantes. Por el tamaño de este muchas deben ser las personas que se acercan a visitar esta localidad clasificada como beau village; no en vano es uno de los 172 municipios clasificados y protegidos como plus beaux villages de France (pueblos más bellos de Francia). También figura entre las villes et villages fleuris (ciudades y pueblos floridos), aunque en esta clasificación, de la que forman parte 4.642 municipios, solo obtiene el nivel más bajo de los cuatro posibles. Así y todo, un sábado de noviembre de 2023 no había más que una autocaravana en el aparcamiento.



Subimos al pueblo con la intención de visitarlo y comer en alguno de sus restaurantes. A la entrada un cartel nos indicó por donde llegar a los lugares de interés y a los negocios de hostelería. Iniciamos nuestra visita siguiendo el perímetro de la muralla y no vimos ningún ser vivo en todo el recorrido. El plano del pueblo dibuja lo que podría ser un corazón y la muralla su pericardio; sin embargo, dentro de aquel corazón no fluía nada. Las calles estaban vacías, aunque algunas entradas a patios o garajes estaban abiertas y dejaban ver algunos vehículos. Un restaurante exponía profusamente sus ofertas en la entrada; entre los paneles con su oferta y los carteles con su carta había una nota que recordaba que no ofrecían servicio a más de 35 comensales cada día; sin embargo, sus puertas se veían cerradas y su interior vacío y oscuro. Las contraventanas de las casas estaban desplegadas, aunque las ventanas permanecían cerradas, adornadas con blancos visillos que lucían tras los cristales. El castillo, sede del ayuntamiento, solo ofrecía su fachada soleada, pero ningún vano abierto a la hospitalidad. De vez en cuando se oían los ladridos de un perro, alarmado quizás por haber notado alguna voz extraña o nuestros pasos rompiendo el silencio.

Ante aquellas calles ordenadas, limpias y adornadas con un cuidado alejado de la exageración, era inevitable hacerse a la idea de que, por alguna poderosísima razón que nosotros desconocíamos, todos las personas del pueblo lo habían abandonado repentinamente dejándolo todo donde y como estaba.

Dimos la espalda al castillo que nos negaba la entrada y salimos fuera del recinto amurallado. El sendero hacia el aparcamiento nos hizo pasar junto a una construcción que las murallas nunca protegieron; era la herrería, también cerrada y aparentemente abandonada. Ante una de sus dependencias un cartel anunciaba una exposición temática. Sin embargo, a través de sus ventanales vimos un espacio ocupado únicamente por el polvo y algún elemento olvidado. En el muro que soporta el camino de acceso al pueblo otro panel informativo explicaba la historia y las funciones de la herrería. Adornaba el panel una foto antigua con cuatro personajes: el herrero empuña el martillo; a sus lados tiene dos ayudantes; el atuendo y el talante que muestra el cuarto no es propio de un trabajador.

La herrería dejó de ofrecer sus servicios hacia los años 70 del siglo XX; la mecanización de las tareas agrícolas fue la causa de que la fragua, que nunca había estado protegida por la muralla de Lussan, dejase de ser necesaria y se convirtiese en una excrecencia inútil en la ladera sureste del promontorio al que se encaramó el resto del pueblo.

Imagino que la presencia del personaje de la derecha de la foto ‒encorbatado, calzado con polainas y cubierto con sombreo‒ no era habitual en la herrería; presumo también que en los momentos de la decadencia del beneficio y la actividad de la fragua sus intereses ya estaban en otro lado. Cuando los encargos y el trabajo fueron desapareciendo, la mano de obra ya no fue necesaria; sin embargo, alguien tuvo que estar hasta el momento de cerrar, alguien fue la última persona que dejó de volver allí hasta que la pérdida de la llave ya no tuvo ninguna importancia. Me inclino a pensar que fue el herrero, el que empuña el martillo en la foto; quizás fuese Odilon Evesque, a quien se menciona en el panel. La cada vez más frecuente falta de trabajo le iría dejando solo y cada vez más inactivo. Le imagino dejando el martillo sobre el yunque y saliendo a menudo a la calle a la espera de algún encargo.

En la fachada de la fragua hay una silueta metálica, una imagen aherrumbrada de un herrero. Me imagino a Odilon Evesque elaborándola durante sus cada vez más largos periodos de ocio para colocarla en la entrada como anuncio y reclamo de su actividad. Aunque, con el cada vez más habitual ruido de tractores y herramientas agrícolas modernas, ¿cómo pensar que alguien iba a necesitar de su oficio? El sonido del martillo contra el yunque era ya menos frecuente que el de las campanas de la torre del reloj del ayuntamiento.


Al colocar la silueta metálica en la fachada, Odilon debió notar que cuanto más separaba la imagen de hierro de la pared, la sombra más se alejaba de la figura que la provocaba. Acabó fijándola a unos cuantos centímetros del muro para conseguir dos efectos: que no se viese un solo herrero sino dos, y que el segundo, la sombra, se desplazase durante buena parte del día sobre la superficie de la pared con lentitud, pero sin descanso. Al terminar su trabajo pudo alejarse para tomar perspectiva y valorar el resultado; quizás pensó: “¡volvemos a ser tres!”. Quizás, a partir de entonces, su soledad se vio aliviada cuando, en los días soleados, se paraba a la entrada de la herrería sin hacer nada más que contemplar el lento desplazamiento de la sombra de la silueta metálica que se proyectaba en la pared.

No sé si volveré otra vez, pero al abandonar el aparcamiento de Lussan después de 24 horas en el pueblo, a sus pies y en los alrededores pensé cuáles podrían ser las motivaciones para otro viaje a esta localidad; sólo se me ocurrió una. Si en algún hipotético momento sintiese una imperiosa necesidad de instalarme en una absoluta soledad, aunque sólo fuese temporal, lo haría en el parking de Lussan. Una vez en él si en alguna ocasión el síndrome de abstinencia social me forzase a buscar compañía, podría acercarme a la entrada de la herrería para contemplar la imagen del herrero mientras su sombra se desplaza a su alrededor. Si por casualidad Odilon volviese allí para lo mismo, ya seríamos cuatro. Seis, si Odilon y yo hablásemos también con nuestras propias sombras. Una multitud.

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