Un viaje a Grecia.
Lugares dispares fundidos en un solo recuerdo (y 3)
Hay lugares que no se pueden pensar sin otros a los que nuestro recuerdo los vincula, los adhiere, los une hasta convertirlos en uno solo al evocarlos.
Athos y Olimpo son dos montañas a las que las creencias y los mitos han proporcionado la fama que atrae a multitud de viajeros. Los mitos las unen, las creencias las separan. Al Mytikas, la más alta cumbre del Olimpo, ascienden alpinistas; también a la cumbre del Athos, pero en esta son mucho más abundantes los peregrinos.
El Olimpo era el lugar en el que vivían los dioses de la mitología clásica, deidades paganas para el cristianismo y las religiones del Dios único. Athos también hace referencia a un personaje de aquella mitología: el monte no sería más que la roca bajo la que Poseidón dejó sepultado al gigante Athos durante la gigantomaquia, la guerra entre gigantes y dioses olímpicos en la que estos resultaron victoriosos. Sin embargo, no son los mitos o las historias sobre aquellas deidades las que los actuales dueños y habitantes de Athos creen y, creencia incluida, comparten con la mayoría de quienes les visitan, por más que las historias que ahora se recuerdan allí sobre seres excepcionales, sobrenaturales y milagrosos sean tan inverosímiles como los relatos de los mitos sobre dioses, semidioses, ninfas, musas...
Las cumbres del Olimpo están desnudas. A partir de los 2.500 m los árboles desaparecen y la vegetación escasea, a excepción de alguna pradera de altura como la Meseta de las Musas. Desde esta las cumbres más altas del Olimpo se presentan cercanas y soberbias, y en ellas solo la roca es visible. La cumbre del Stefany (2.911 m), por su forma curvada, bien podría ser el respaldo del trono de Zeus. Detrás aparece el vértice del Mytikas (2.918 m). Ningún resto dejaron aquí los dioses olímpicos; las personas que creían en ellos tampoco construyeron nada para venerarlos en estas alturas, porque el Olimpo era un lugar inaccesible para los seres humanos.
La cima del Athos, en cambio, está coronada por un templo dedicado a la Transfiguración del Salvador (Μεταμόρφωση Σωτήρος/Metamorfosi Sotiros). A 2.033 metros sobre el nivel del mar la cubierta de la iglesia supera en altura el vértice rocoso del monte. En este hay incrustada una cruz a la que los peregrinos han fijado numerosas ofrendas: rosarios, cruces y pulseras manufacturadas cuelgan en ella sacudidas por el viento. Si el pie de Hera tocó la cumbre del Athos cuando desde el Olimpo se dirigía a Lemnos para ayudar a los aqueos en la guerra de Troya(*1), su huella ya está borrada, sepultada bajo una iglesia, alojada en el olvido.
Desde la cumbre, dirigiendo la mirada hacia el noroeste, se domina toda la península del Monte Athos y se distinguen muchos de los monasterios ortodoxos y otras dependencias monásticas que se distribuyen por toda ella. Mirando en cualquier otra dirección solo es el mar lo que se divisa. A pesar del esfuerzo de la subida ‒iniciada en la misma orilla del mar‒ y las horas necesarias para llegar a la cumbre, el Egeo se ve tan cerca que parece posible lanzar una piedra y hacerla caer en él.
Athos y Olimpo son dos montañas de mitología compartida en el pasado más lejano, pero en el presente las motivaciones para ascender a cada una de ellas, aunque no antagónicas, suelen ser muy diferentes. En el caso de Athos se trata de un presente que tiene ya un milenio de antigüedad y está impregnado de creencias; para la mayoría de quienes lo ascienden, son estas la motivación para enfrentarse al esfuerzo de escalarlo.
Jacques Lacarrière, en Verano Griego(*2), hace una clara diferenciación entre lo que los dioses paganos exigían a los seres humanos y lo que el cristianismo les impone:
“Aparte de los sacrificios y los ritos ‒intercambios de buenos modos entre seres terrestres y celestes en los que unos daban lo que podían y otros lo que querían‒, los griegos podían sentirse liberados de los dioses. Estos no los acosaban hasta lo más hondo de sí mismos, en sus pensamientos secretos, en su vida interior, como el Dios inquisidor de la Biblia, que pide cuentas al ser humano con relación a sus deseos y sus sueños.”
Era ya octubre cuando ascendimos desde el mar hasta la cumbre del Athos. Al atardecer, la sombra de la montaña fue avanzando hacia oriente, como en una huida, y dibujando su silueta en el Egeo; Sófocles decía que al ponerse el sol la sombra del Athos se alargaba hasta la isla de Lemnos(*3). Hacia occidente buscamos la silueta del macizo del Olimpo; como nos había enseñado el monje cocinero del monasterio de Símonos Petra esperamos a que el sol se pusiese para verla destacar recortada bajo la rojiza claridad del cielo, pero las nubes en el horizonte lo impidieron.
Una quincena de peregrinos ortodoxos de distintas procedencias, eslavos la mayoría, rezaron y cantaron sus oraciones en el pórtico que protege la entrada de la iglesia en su fachada sur. Al otro lado, entre la pared trasera de la iglesia y la pirámide rocosa en cuyo punto más alto se incrusta una cruz, nosotros buscamos un lugar protegido del viento para vivaquear. Pudimos contemplar, hasta quedarnos dormidos, un firmamento estrellado en el que la Vía Láctea se hacía evidente. Cada vez que el viento soplaba con tanta fuerza que movía los badajos de las campanas de la iglesia hasta hacerlas sonar, nos despertábamos y volvíamos a admirar una negra bóveda llena de puntos luminosos.
Cinco días más tarde coronamos el Mytikas, la cumbre más alta del Olimpo. Es una cumbre asequible para montañeros acostumbrados al medio alpino, aunque exigente, con tramos y pasos expuestos y delicados. Al llegar al Skala, una cima de 2.866 m, contemplamos la soberbia cumbre del Myticas. Apenas 450 m nos separaban de ella, pero aún tuvimos que descender por alguna chimenea y avanzar afirmando cada paso por un itinerario expuesto. Al llegar a la desafiante pala por la que accedimos a la cumbre, que desde el Skala puede parecer un muro vertical, aún nos quedaban 100 m de ascensión. En la cumbre celebramos con un abrazo el éxito de la empresa. Al menos una docena de personas compartían con nosotros el reducido espacio de la cima; al contrario que en la del Athos, donde solo nos rodeaban peregrinos motivados más por la fe que por la montaña, no nos sentimos extraños ni ajenos al lugar. Nadie nos había impuesto nada; el Olimpo nos había dado lo que nosotros nos habíamos pedido.
Elegimos el refugio Khristos Kakalos(*4) para pasar la segunda noche en el macizo del Olimpo. Desde el Myticas lo veíamos al borde de la Meseta de las Musas asomándose hacia el sureste, casi colgado sobre la escarpada pendiente. Apenas un km en línea recta separan la cumbre del refugio, pero invertimos al menos tres horas y media para llegar a él; una para regresar por el terreno expuesto y delicado hasta el Skala, el resto para descender 500 m y volver a ascender 400 rodeando el Mytikas y el Stefani por el sur. Cerca ya del pequeño refugio varios círculos de piedras invitaban a vivaquear en ellos, algunos ya estaban ocupados. La Meseta de las Musas pronto quedó en la sombra cuando el sol se ocultó tras el Myticas y el Stefani, aunque todavía quedaban algunas horas de luz.
A la madrugada, cuando el sol aún no había salido, pero ya iluminaba el cielo por el este con colores escarlata y carmesí, la silueta del Athos se recortó en el horizonte elevándose soberbia sobre el mar. Mientras aquella vista penetraba por mis ojos, en mi mente se reprodujo el recuerdo de la imagen del Olimpo vista desde una balconada del monasterio de Símonos Petra. El Olimpo y el Athos ya son dos lugares que no puedo pensar por separado.
(*2) Lacarrière, J. (2009) Verano Griego. 4.000 años de Grecia cotidiana. (Trad.: D. Fernández Jiménez). Revista Altaïr S.L. (Trabajo original publicado en 1975).
Este libro retrata la Grecia de mediados del siglo XX y su gente, la Grecia anterior a la invadida por el turismo. Para quienes Grecia ha sido un destino recurrente, leerlo sirve para contrastar el país al que queríamos creer haber viajado con aquel al que realmente queríamos viajar.
(*3) Sófocles. Fragmento 703
(*4) Khristos Kakalos fue el primero en alcanzar la cima del Olimpo, fue el 2 de agosto del 2013; tenía entonces 31 años. Era leñador y cazador de cabras salvajes cuando en 2013 guio a dos suizos (el fotógrafo Frédéric Boissonnas y el escritor Daniel Baud-Bovy) que ascendieron con él al Myticas en la primera ascensión registrada a la cumbre del Myticas. Desde 1937 fue guía oficial del Olimpo. En 1973, con 91 años, alcanzó por última vez la cima; murió tres años más tarde.
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