El Olimpo se cubre de nubes. Los dioses se esconden, no quieren que comprobemos que no están allí, que no existen.
Habíamos dejado atrás el Estado Atonita (Estado Monástico Autónomo del Monte Athos). Las nubes y la lluvia tormentosa habían difuminado la silueta de la península y ocultado la cumbre del Athos mientras navegamos de Dafni a Ouranólpolis. Después de desembarcar, el cielo se fue aclarando hasta quedar jaspeado por nubes grises, azuladas y blancas. Desde la playa y el embarcadero de Ouranópolis miramos hacia el oeste; nuestra mirada se deslizaba insistentemente sobre el Egeo buscando nuestro siguiente destino, más allá de las penínsulas de Sithonia y Cassandra. Estas, detrás de la cercana isla de Amoliani, se interponían entre nosotros y la costa occidental del golfo Termaico. A solo 18 km de aquella costa, que no podíamos ver, se alza hasta los 2.918 m el macizo montañoso al que queríamos llegar: el Olimpo. Queríamos ver los palacios de cristal de los dioses olímpicos. Las diosas y dioses que supuestamente los habitan, al contrario que el Dios de Athos, no exigen nada, ni siquiera que creas en ellos.
El viaje fue largo: desde el refugio de un monoteísmo radical, que centra su teología en la disputa con otras fes monoteístas, hasta las faldas del hogar del panteón helénico. ¿Fue largo el día? No dio más de sí que los traslados entre muelles y estaciones y el tiempo de espera en ellas. El último autobús que tomamos nos dejó en Litohoro, a los pies del Olimpo. Desde este pueblo cercano a la costa del Golfo Termaico se suele iniciar la aventura de ingresar en el macizo divino.
Cuando llegamos, la luz eléctrica ya alumbraba sus calles. Tras el pueblo la oscuridad se había adueñado de las montañas. A pesar de la noche, el nevado Olimpo se divisaba recortado sobre ellas bajo un cielo que ya había olvidado el azul y del que se apoderaba la noche.
Madrugamos para desayunar e iniciar cuanto antes el ascenso. Disponíamos de dos días; queríamos acercarnos al Mitycas (2.918 m), la cumbre más elevada del macizo. Sabíamos que no la íbamos a hollar en este viaje; sin embargo, nada nos impedía acercarnos hasta tener ante nuestros ojos el Trono de Zeus, las verticales paredes del Stefani que bien podrían ser el respaldo de dicho trono.
Nos aconsejaron informarnos en una tienda de deportes. Tuvimos que esperar a que abrieran. El tiempo pasaba y nuestro nerviosismo e impaciencia fueron en aumento, aunque esto no cambiaría el ritmo en Litohoro, muy tranquilo a finales de abril. Después comprobamos que la espera había merecido la pena. Monika, guía de montaña y dueña de la tienda, nos informó y nos aconsejó sobre los recorridos más recomendables y sobre el lugar en el que podríamos pasar la noche. No coincidían con el plan que nos habíamos hecho.
Los refugios del Olimpo permanecían aun cerrados. Pensábamos habernos acercado hasta el de Spilios Agapitos (2.100 m) con la esperanza de que hubiese allí algún pequeño refugio abierto. Desde allí intentaríamos acercarnos al menos hasta el Skala (2.866 m) al día siguiente. Monika nos desaconsejó la idea. Además de que en el recorrido se habían producido aludes y desprendimientos, en el de Splios Agapitos no había refugio de emergencia abierto. En cambio, sí lo teníamos en el refugio de Petrostouga (1.940 m). Desde allí podríamos ascender hasta el Scourta (2.476 m) y desde esta cumbre admirar la grandeza del Olimpo y sus alturas más emblemáticas.
Monika nos convenció; se adivinaba su experiencia y era indudable que sabía de qué hablaba. Alquilamos crampones y bastones, y nos dirigimos a Gortsia (1.130 m), en la carretera que une Litohoro con Prionia, desde donde iniciamos el ascenso.
Llegamos al refugio de Petrostouga a primera hora de la tarde. Tras un ligero descanso y una rápida inspección del amplio, desordenado y sucio “refugio de emergencia” en el que pensábamos pasar la noche, reiniciamos la marcha preparados ya para no dejar de pisar la nieve. Seguimos con toda la carga por si no volvíamos allí.
Como nos había dicho Monika había huella en la nieve; la víspera un grupo de guías había inspeccionado la zona hasta el Plateau de las Musas. Desde entonces las condiciones habían cambiado. La mayor parte del recorrido encontramos nieve blanda en la que, a cada paso, hundíamos las piernas hasta las rodillas y, a menudo, hasta las caderas. Las raquetas, que Monika nos había desaconsejado, habrían sido necesarias. El Skourta no estaba a muchos kilómetros, pero la nieve hacía que avanzásemos con mucha lentitud.
Seguimos las huellas por el bosque de abetos. Al salir de él, al esfuerzo se sumó la decepción. La ventana de buen tiempo anunciada para aquel día y el siguiente empezó a cerrarse para las cumbres más altas del Olimpo. Al dejar el bosque seguimos caminando por la cima somital que en unos dos km más de ascenso nos colocaría en la cumbre del Skourta, las nubes ocultaban las cimas que debíamos divisar hacia el SW. De vez en cuando bajaban a nuestra altura. Cuando se volvían a situar por encima o el cielo parecía querer aclararse ante nosotros, volvíamos a tener la esperanza de poder disfrutar de la belleza de aquellas cimas que se ocultaban.
Nos detuvimos no demasiado lejos del Skourta al borde de un cordal prominente desde el que deberíamos estar contemplando hacia el SW los techos del Olimpo. A nuestra espalda el azul ocupaba gran parte del cielo; en cambio, las nubes insistían en cubrir la montaña delante de nosotros y, a ratos, también nos rodeaban.
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