2024/11/27

Athos y Olimpo

 

Un viaje a Grecia.

Lugares dispares fundidos en un solo recuerdo (y 3)


Hay lugares que no se pueden pensar sin otros a los que nuestro recuerdo los vincula, los adhiere, los une hasta convertirlos en uno solo al evocarlos.

 


Athos y Olimpo son dos montañas a las que las creencias y los mitos han proporcionado la fama que atrae a multitud de viajeros. Los mitos las unen, las creencias las separan. Al Mytikas, la más alta cumbre del Olimpo, ascienden alpinistas; también a la cumbre del Athos, pero en esta son mucho más abundantes los peregrinos.



El Olimpo era el lugar en el que vivían los dioses de la mitología clásica, deidades paganas para el cristianismo y las religiones del Dios único. Athos también hace referencia a un personaje de aquella mitología: el monte no sería más que la roca bajo la que Poseidón dejó sepultado al gigante Athos durante la gigantomaquia, la guerra entre gigantes y dioses olímpicos en la que estos resultaron victoriosos. Sin embargo, no son los mitos o las historias sobre aquellas deidades las que los actuales dueños y habitantes de Athos creen y, creencia incluida, comparten con la mayoría de quienes les visitan, por más que las historias que ahora se recuerdan allí sobre seres excepcionales, sobrenaturales y milagrosos sean tan inverosímiles como los relatos de los mitos sobre dioses, semidioses, ninfas, musas...

Las cumbres del Olimpo están desnudas. A partir de los 2.500 m los árboles desaparecen y la vegetación escasea, a excepción de alguna pradera de altura como la Meseta de las Musas. Desde esta las cumbres más altas del Olimpo se presentan cercanas y soberbias, y en ellas solo la roca es visible. La cumbre del Stefany (2.911 m), por su forma curvada, bien podría ser el respaldo del trono de Zeus. Detrás aparece el vértice del Mytikas (2.918 m). Ningún resto dejaron aquí los dioses olímpicos; las personas que creían en ellos tampoco construyeron nada para venerarlos en estas alturas, porque el Olimpo era un lugar inaccesible para los seres humanos.

La cima del Athos, en cambio, está coronada por un templo dedicado a la Transfiguración del Salvador (Μεταμόρφωση Σωτήρος/Metamorfosi Sotiros). A 2.033 metros sobre el nivel del mar la cubierta de la iglesia supera en altura el vértice rocoso del monte. En este hay incrustada una cruz a la que los peregrinos han fijado numerosas ofrendas: rosarios, cruces y pulseras manufacturadas cuelgan en ella sacudidas por el viento. Si el pie de Hera tocó la cumbre del Athos cuando desde el Olimpo se dirigía a Lemnos para ayudar a los aqueos en la guerra de Troya(*1), su huella ya está borrada, sepultada bajo una iglesia, alojada en el olvido. 

Desde la cumbre, dirigiendo la mirada hacia el noroeste, se domina toda la península del Monte Athos y se distinguen muchos de los monasterios ortodoxos y otras dependencias monásticas que se distribuyen por toda ella. Mirando en cualquier otra dirección solo es el mar lo que se divisa. A pesar del esfuerzo de la subida ‒iniciada en la misma orilla del mar‒ y las horas necesarias para llegar a la cumbre, el Egeo se ve tan cerca que parece posible lanzar una piedra y hacerla caer en él.

Athos y Olimpo son dos montañas de mitología compartida en el pasado más lejano, pero en el presente las motivaciones para ascender a cada una de ellas, aunque no antagónicas, suelen ser muy diferentes. En el caso de Athos se trata de un presente que tiene ya un milenio de antigüedad y está impregnado de creencias; para la mayoría de quienes lo ascienden, son estas la motivación para enfrentarse al esfuerzo de escalarlo.

Jacques Lacarrière, en Verano Griego(*2), hace una clara diferenciación entre lo que los dioses paganos exigían a los seres humanos y lo que el cristianismo les impone:

“Aparte de los sacrificios y los ritos ‒intercambios de buenos modos entre seres terrestres y celestes en los que unos daban lo que podían y otros lo que querían‒, los griegos podían sentirse liberados de los dioses. Estos no los acosaban hasta lo más hondo de sí mismos, en sus pensamientos secretos, en su vida interior, como el Dios inquisidor de la Biblia, que pide cuentas al ser humano con relación a sus deseos y sus sueños.”

Era ya octubre cuando ascendimos desde el mar hasta la cumbre del Athos. Al atardecer, la sombra de la montaña fue avanzando hacia oriente, como en una huida, y dibujando su silueta en el Egeo; Sófocles decía que al ponerse el sol la sombra del Athos se alargaba hasta la isla de Lemnos(*3). Hacia occidente buscamos la silueta del macizo del Olimpo; como nos había enseñado el monje cocinero del monasterio de Símonos Petra esperamos a que el sol se pusiese para verla destacar recortada bajo la rojiza claridad del cielo, pero las nubes en el horizonte lo impidieron.

Una quincena de peregrinos ortodoxos de distintas procedencias, eslavos la mayoría, rezaron y cantaron sus oraciones en el pórtico que protege la entrada de la iglesia en su fachada sur. Al otro lado, entre la pared trasera de la iglesia y la pirámide rocosa en cuyo punto más alto se incrusta una cruz, nosotros buscamos un lugar protegido del viento para vivaquear. Pudimos contemplar, hasta quedarnos dormidos, un firmamento estrellado en el que la Vía Láctea se hacía evidente. Cada vez que el viento soplaba con tanta fuerza que movía los badajos de las campanas de la iglesia hasta hacerlas sonar, nos despertábamos y volvíamos a admirar una negra bóveda llena de puntos luminosos.

Cinco días más tarde coronamos el Mytikas, la cumbre más alta del Olimpo. Es una cumbre asequible para montañeros acostumbrados al medio alpino, aunque exigente, con tramos y pasos expuestos y delicados. Al llegar al Skala, una cima de 2.866 m, contemplamos la soberbia cumbre del Myticas. Apenas 450 m nos separaban de ella, pero aún tuvimos que descender por alguna chimenea y avanzar afirmando cada paso por un itinerario expuesto. Al llegar a la desafiante pala por la que accedimos a la cumbre, que desde el Skala puede parecer un muro vertical, aún nos quedaban 100 m de ascensión. En la cumbre celebramos con un abrazo el éxito de la empresa. Al menos una docena de personas compartían con nosotros el reducido espacio de la cima; al contrario que en la del Athos, donde solo nos rodeaban peregrinos motivados más por la fe que por la montaña, no nos sentimos extraños ni ajenos al lugar. Nadie nos había impuesto nada; el Olimpo nos había dado lo que nosotros nos habíamos pedido.

Elegimos el refugio Khristos Kakalos(*4) para pasar la segunda noche en el macizo del Olimpo. Desde el Myticas lo veíamos al borde de la Meseta de las Musas asomándose hacia el sureste, casi colgado sobre la escarpada pendiente. Apenas un km en línea recta separan la cumbre del refugio, pero invertimos al menos tres horas y media para llegar a él; una para regresar por el terreno expuesto y delicado hasta el Skala, el resto para descender 500 m y volver a ascender 400 rodeando el Mytikas y el Stefani por el sur. Cerca ya del pequeño refugio varios círculos de piedras invitaban a vivaquear en ellos, algunos ya estaban ocupados. La Meseta de las Musas pronto quedó en la sombra cuando el sol se ocultó tras el Myticas y el Stefani, aunque todavía quedaban algunas horas de luz.

A la madrugada, cuando el sol aún no había salido, pero ya iluminaba el cielo por el este con colores escarlata y carmesí, la silueta del Athos se recortó en el horizonte elevándose soberbia sobre el mar. Mientras aquella vista penetraba por mis ojos, en mi mente se reprodujo el recuerdo de la imagen del Olimpo vista desde una balconada del monasterio de Símonos Petra. El Olimpo y el Athos ya son dos lugares que no puedo pensar por separado.






(*1) Homero (2014). Ilíada. (Trad.: E. Crespo. Canto XIV, 225-230). RBA-Gredos:
“...Y Hera, de un salto, abandonó el pico del Olimpo. Tras poner pie en Pieria y en la amena Ematia, se lanzó sobre los nevados montes de los tracios, pastores de recuas, a sus más elevadas cimas; ni rozaba el suelo con los pies. Desde el Atos descendió sobre el fluctuoso ponto y llegó a Lemnos, ciudad del divino Toante”.

(*2) Lacarrière, J. (2009) Verano Griego. 4.000 años de Grecia cotidiana. (Trad.: D. Fernández Jiménez). Revista Altaïr S.L. (Trabajo original publicado en 1975).
Este libro retrata la Grecia de mediados del siglo XX y su gente, la Grecia anterior a la invadida por el turismo. Para quienes Grecia ha sido un destino recurrente, leerlo sirve para contrastar el país al que queríamos creer haber viajado con aquel al que realmente queríamos viajar.

(*3) Sófocles. Fragmento 703

(*4) Khristos Kakalos fue el primero en alcanzar la cima del Olimpo, fue el 2 de agosto del 2013; tenía entonces 31 años. Era leñador y cazador de cabras salvajes cuando en 2013 guio a dos suizos (el fotógrafo Frédéric Boissonnas y el escritor Daniel Baud-Bovy) que ascendieron con él al Myticas en la primera ascensión registrada a la cumbre del Myticas. Desde 1937 fue guía oficial del Olimpo. En 1973, con 91 años, alcanzó por última vez la cima; murió tres años más tarde.




2024/11/26

Monasterios de Símonos Petra y Gran Lavra


 

Un viaje a Grecia.

Lugares dispares fundidos en un solo recuerdo (2)


Hay lugares que no se pueden pensar sin otros a los que nuestro recuerdo los vincula, los adhiere, los une hasta convertirlos en uno solo al evocarlos.

 

 


Una vez recorrido el Monte Athos, el espacio físico que ocupa se puede recordar como península, como monte o como república monástica, pero es muy difícil evocar por separado cada una de esas concreciones con las que podemos nombrarlo; yo no puedo.


Cuando entré por primera vez en Athos iba convencido de que emprendía un viaje hacia un mundo en el que el tiempo se había detenido hacía más de mil años. Con esa expectativa viajé, y con la de encontrar lo que en algún lado había leído que era: “la última franja costera intacta del Mediterráneo”. Toda la costa que rodea el estado monástico atonita se mantenía virgen; ninguna playa estaba concurrida por turistas y ninguna construcción la invadía, a excepción de los monasterios construidos hace siglos cerca de la orilla o sobre acantilados que surgen de ella, y los arsanás (*1). La segunda expectativa, por tanto, se vio cumplida. En ese aspecto, nada ha cambiado desde entonces. La primera, la de encontrar un lugar y un tiempo insólitos y fosilizados, también quedó satisfecha para mí. Sin embargo, tras los viajes del 2023 y 2024 me he convencido de que aquella expectativa convertida en deseo no me permitió mirar más allá de lo que veía y se me explicaba en el propio Monte Athos. Después el deseo se acabó convirtiendo en recuerdo.

Muchos de los que visitan Athos explican en sus blogs esa supuesta inmovilidad del tiempo, la describen o la copian de otros, pero el tiempo nunca se detuvo. Al preparar los viajes del 2023 y 2024, las lecturas y la información que he ido acumulando me han hecho ver que estaba equivocado, porque yo también compré ese relato. Es cierto que una línea invisible se cruza al entrar en Athos, una línea que separa dos dimensiones temporales diferentes; al otro lado se encuentra un modo de vida con normas milenarias y costumbres adaptadas a ellas. Sin embargo, desde la fundación del primer monasterio en el 963 d. C. ‒el de Gran Lavra(*2)‒ o desde que en 1046 el emperador bizantino Constantino IX Monómacos concedió al territorio de Athos la independencia administrativa del poder imperial, cada momento histórico ha tenido su influencia en el devenir de la vida monástica de la península y en su desarrollo como estado autónomo. Este estado teocrático ha mantenido su independencia adaptándose a cada cambio político de imperios, dictaduras y democracias. Ahora se vuelve a adaptar a nuevas costumbres, a la globalización y a enfrentados intereses geopolíticos. Estos últimos provocan conflictos entre los distintos patriarcados e iglesias ortodoxas y podrían hacerlo entre distintos monasterios de Athos.

Un ejemplo puede ser el que lleva abierto desde hace 60 años entre el patriarcado de Constantinopla y los monjes ocupantes del monasterio de Esfigmenou(*3). Los monjes que lo ocupan tienen como lema “ortodoxia o muerte” (ορθοδοξία ή θάνατος). Son críticos con el patriarcado de Constantinopla desde el abrazo del patriarca Atenágoras y el papa Pablo VI en Jerusalén que precedió al levantamiento de las mutuas excomuniones entre sus iglesias. No se les reconoce la propiedad del monasterio, y aunque no han conseguido expulsarlos ya hay una nueva comunidad en Kariés dispuesta a sustituirlos en cuanto los rebeldes abandonen el cenobio.

Otro conflicto es el provocado por la ruptura de las relaciones fraternas entre los patriarcados ortodoxos de Moscú y Constantinopla; el detonante fue la decisión de una de las iglesias ortodoxas de Ucrania(*4) de erigirse como autocéfala e independizarse del patriarcado de Moscú con el beneplácito del patriarca de Constantinopla.

Es difícil encontrar opiniones de los monjes sobre estos conflictos, porque son pocos los que se prestan a entablar conversaciones fluidas con los visitantes no ortodoxos y escasos los momentos en los que podría ser posible. Así que en Athos no profundizamos en ello y prestamos atención, sobre todo, a lo que nos entraba por los ojos.

En los monasterios de Athos, puedes encontrar la sorpresa que te maravilla, asombra o desconcierta en la naturaleza que les rodea, en la ubicación sorprendente de la mayoría de ellos, en los frescos que cubren todas las paredes de sus iglesias y refectorios, en la liturgia de sus funciones religiosas, en la insólita veneración de increíbles reliquias que los peregrinos tocan y besan… Todos los monasterios tienen su atractivo, un atractivo híbrido, porque te llega por los sentidos y a través de su historia o de sus leyendas disfrazadas de historia.

En el último viaje nuestro objetivo principal era ascender a la cumbre del Athos, así que solo pudimos parar en dos monasterios: el de Símonos Petra, desde cuyo arsanás(*5) salimos en barco para llegar a Agia Ana e iniciar la ascensión a la cumbre, y el de Gran Lavra, hasta el que descendimos al día siguiente.


Monasterio de Símonos Petra

Queríamos llegar a Símonos Petra lo antes posible después de desembarcar en Dafni, el puerto de entrada a la república atonita. En el monasterio nos habían reservado un lugar para pernoctar la primera de las tres noches para las que teníamos permiso. Cuanto antes llegásemos más tiempo tendríamos para recorrer el monasterio y sus alrededores e intentar interactuar con los monjes, algunos de los cuales conocíamos del año anterior.


Nos pusimos en marcha siguiendo la sinuosa pista que en unos ocho km conduce al monasterio. Por un sendero de mulos que ascendía con más decisión que la pista pudimos evitar un buen tramo de la carretera de todo uno; en esta, al tener que adaptarse a la accidentada orografía, los avances y retrocesos eran continuos. Al doblar una curva, divisamos el monasterio construido sobre un acantilado a varios cientos de metros sobre el mar. Vimos los muros que surgen de la roca y la rodean. Dos o tres hileras de balcones de madera colgados en la misma fachada ceñían esta por su parte superior. No eran las fachadas más conocidas y fotografiadas del monasterio y del Monte Athos, las que pueden identificar muchísimas personas que nunca han estado allí, las que quedan afianzadas en el recuerdo de quien las haya visto una vez. Estas se encuentran en la parte sur del monasterio, al otro lado de lo que veíamos.

Pudimos volver a asombrarnos con ellas después de recibirnos el arkhondaris(*6). Este, después del recibimiento, que en todos los monasterios sigue un protocolo similar, nos ofreció una frugal comida, nos informó de los horarios de los oficios litúrgicos ‒en los que podíamos estar presentes, pero solo desde el nártex y sin participar como los ortodoxos en el ritual‒, nos alojó en una habitación de la arkhondariki y nos explicó qué podíamos hacer y qué no en el monasterio. En cuanto nos libramos de las mochilas en la celda que nos asignó el arkhondaris descendimos por el sendero que rodea las estrechas terrazas de cultivo para el autoconsumo del monasterio y llega hasta el arsanás, algunos cientos de metros más abajo. Quedamos de nuevo fascinados por el atrevimiento de las incontables balconadas que recorren las fachadas orientadas hacia el sur. En cada piso estructuras de madera se suceden unas sobre otras en sucesión vertical hasta el último nivel bajo los aleros de los tejados.

Volvimos al interior del monasterio para recorrer la balconada más alta, al mismo nivel que el Katholikón(*7); era la única a la que se nos permitía acceder. Todo el material con el que las balconadas están construidas es nuevo; las vigas, barandillas, soportes y tirantes de los viejos balcones que vi hace 30 años han sido sustituidos. Entonces las tablas del suelo se movían al pisarlas y era fácil que el pie se te colase por sus huecos, ahora solo asomándonos a la barandilla pudimos ver la roca sobre la que se asienta el monasterio. En el 2023 un monje con el que entablamos conversación nos habló del dinero que había llegado de la Unión Europea.

‒Son todos masones, pero el dinero es el dinero ‒nos dijo con una sonrisa irónica.

Aquel mismo monje nos invitó esta vez a acompañarle hasta un pico que se eleva un ciento de metros al este del complejo monástico; desde allí veríamos el monasterio a vista de pájaro. La iglesia está construida en la parte más alta, sobre la cúspide de la misma roca de la que surge todo el complejo. Las cúpulas del Katholicón quedan ocultas por los edificios que le rodean, pero desde aquella puntiaguda atalaya coronada por una cruz vimos como quedaba encajado entre las construcciones y protegido por ellas. El monje no volvió con nosotros, se alejó ascendiendo por el accidentado paisaje en busca de soledad, quizás a preparar algún lugar o rehabilitar alguna vieja celda a la que retirarse como ermitaño. Nos había hablado con cierto entusiasmo de antiguos ermitaños, de su prestigio y santidad, de la vida en retiro; insinuó como de pasada que era a lo que él aspiraba. No volvimos a verle, ni en la iglesia a la hora del oficio de la tarde, ni, cuando este acabó, en la trápeza(*8) a la que monjes, peregrinos y extranjeros acudimos a la comida principal y última del día.

Después de la comida subimos de nuevo hasta el lugar desde el que a la mañana habíamos divisado Símonos Petra; queríamos disfrutar de la vista con la luz vespertina. Volvimos luego a la balconada superior para ver atardecer. Conversamos con el monje encargado de la cocina, cuyo lugar de trabajo se abría a aquella galería suspendida. Creo que satisficimos más su curiosidad que él la nuestra. Le contamos que unos días más tarde íbamos a ascender al Olimpo. Señaló al horizonte y nos indicó el lugar donde debíamos situar el macizo y, aunque el sol nos impedía ver su silueta, nos aseguró que en cuanto aquel se pusiese lo veríamos con nitidez. El sol se puso y se dibujó ante nosotros un paisaje de planos separados que se sucedían cada vez más difuminados y con distinto nivel de oscuridad bajo la ocre luminosidad del cielo. Más allá de Athos, del golfo Singítico y de la silueta de la península de Sithonia, el macizo del Olimpo se recortaba bajo un cielo rojizo que se apagaba poco a poco.

Bajamos con el monje hasta la puerta principal del monasterio. Un buen grupo de monjes charlaba amistosamente aprovechando la todavía tenue claridad en la que la iluminación eléctrica, aunque escasa y mortecina, se iba imponiendo a medida que el cielo se oscurecía. El monje junto al que habíamos disfrutado del dilatado atardecer ‒yo más de oyente que de interlocutor‒ se despidió de nosotros; de mí con un apretón de manos, de Aimar con un abrazo.


Monasterio de Gran Lavra

A nadie vimos a la mañana siguiente cuando volvimos a recorrer el camino calzado que por el interior del monasterio de Símonos Petra asciende hasta la iglesia; con nadie compartimos la última y rápida mirada desde la impresionante balconada; nadie nos acompañó en el descenso al arsanás donde esperábamos tomar un barco para llegar a la skite(*9) de Agia Ana e iniciar allí el ascenso hasta la cumbre del Athos. Monjes y peregrinos estarían en el Katholikón, en el oficio del alba; después de este, a media mañana, acudirían a la trápeza para la primera comida del día, demasiado tarde para nosotros.

Un día tiene las horas suficientes para llegar desde el arsanás de Agia Ana hasta el monasterio de Gran Lavra, para atravesar el extremo sur de la península de oeste a este. Casi 14 km de sendero separan el muelle del monasterio. Los primeros 3,4 km para ascender 800 m y llegar al desvío hacia la cumbre del Athos; los otros 10,5 km para volver a acercarse al mar. Nosotros invertimos dos días, porque ascendimos hasta los 2.033 m de la cumbre y vivaqueamos en ella. Al día siguiente llegamos a Gran Lavra a primeras horas de la tarde.

Divisamos los edificios exteriores del Gran Lavra cuando dejamos de estar flanqueados por la vegetación en el sendero que nos conducía al monasterio. La apariencia de muralla de las fachadas de los edificios exteriores se acentuaba por las torres que sobresalen en los extremos y a tramos más o menos regulares, algunas almenadas. En el interior encontramos un pueblo vacío. El katholikón y la trápeza ocupan el centro. Entre ambos, aunque más cercana a la iglesia, está la fiali(*10), una tina de mármol de unos dos metros de diámetro rodeada de ocho estrechas columnas y cubierta por una cúpula adornada con frescos que representan el bautismo de Cristo; en su parte baja losas de mármol decoradas cierran seis de los ocho espacios entre columnas.

Todo el recinto estaba desierto, debía ser una hora de reposo para los monjes antes de la función litúrgica de la tarde; los peregrinos ya se habrían ido hacia otro monasterio o, si Gran Lavra era su destino, aún no habían llegado a él. Antes de presentarnos en la arkhondariki recorrimos el espacio que parecía un pueblo con edificios irregularmente distribuidos. 

El acceso a algunos pisos se hace por escaleras y pasillos de madera adosados al exterior de las fachadas de las viviendas. Como en las balconadas de Símonos Petra un entramado de vigas, barandillas, soportes y tirantes colgaban de los muros de piedra; a ellos se abrían puertas y ventanas.

Tanto en el katholikón como en la trápeza todas las paredes están cubiertas de frescos. Para ver con detalle los de la iglesia habría que asistir a muchos oficios litúrgicos, tener la posibilidad de permanecer dentro con la iglesia iluminada y disfrutar de una libertad de movimientos que no se nos concedió. Para contemplar los del refectorio tuvimos más tiempo, todo el que duró la segunda comida del día (la primera para nosotros). Son unos frescos espectaculares, del siglo XVI, como los del katholikón, aunque de autor diferente; los de la iglesia son de Teofanes de Creta, los del refectorio de Frangos Catellanos. A la derecha de la entrada del refectorio hay trozos de pared donde el revoque se ha caído o retirado y las imágenes han desaparecido; parece que esas partes están en restauración.

Las mesas, alrededor de las cuales pueden sentarse 8 o 10 comensales, son realmente curiosas: una losa grande de mármol pulido rodeada por una canaladura de unos 6 cm con un desagüe en el lado del pasillo, seguramente para facilitar la limpieza.

Este monasterio, que es el más antiguo y el primero en el orden jerárquico de los 20 de Athos, también está siendo muy rehabilitado. En las fachadas este y sur, las orientadas al mar Egeo, todavía hay tramos bastante deteriorados; una alta grúa y materiales de construcción indican que el proceso de restauración prosigue.

Ya de noche, en la terraza cubierta de la arkhondariki, las conversaciones cruzadas de quienes allí nos alojábamos por una noche animaron el lugar mientras hacíamos durar los cafés que el arkhondaris nos había ofrecido. Para nosotros era la última noche en Athos. Por la mañana viajaríamos en furgoneta hasta Dafni y desde allí en ferry hasta Ouranópolis. Dos días más tarde nuestra meta era otra montaña. El Olimpo ya empezaba a prevalecer en nuestro pensamiento.


(*1) Αρσανάς = arsanás: muelle. Cada monasterio, aunque se encuentre en el interior de la península y desde él no se vea el mar, tiene el suyo; consiste en un pequeño muelle con alguna estancia para almacenamiento. Las embarcaciones se acercan al muelle si tienen que descargar o recoger personas o cualquier tipo de carga. Los barcos no permanecen allí más que el tiempo necesario para cargar o descargar.

(*2) Μέγιστης Λαύρας = Gran Lavra. Una par de siglos antes de que en el 963 San Atanasio Athonita fundase el Gran Lavra ya había asentamientos monásticos en la península, pero no estaban agrupados en monasterios, vivían en moradas independientes (lavras) con alguna iglesia común. Los monjes y ermitaños solitarios veían con malos ojos la construcción de monasterios y se opusieron a las intenciones de San Atanasio. Este, con la ayuda económica y la protección del emperador bizantino Juan I Tzimisces, fundó otros monasterios en Athos.

(*3) Además del texto al que se accede desde el enlace del texto se puede consultar La Stampa, que es la fuente en la que se basa: https://labur.eus/uvNzQ. También se puede consultar la página web del monasterio Esfigmenou: https://www.esphigmenou.com/, y el blog del mismo: https://esfigmenou.blogspot.com/.

(*4) En Ucrania los cristianos ortodoxos se encuentran divididos en tres iglesias diferentes.

(*5) Αρσανάς = arsanás: muelle. Cada monasterio, aunque se encuentre en el interior de la península y desde él no se vea el mar, tiene el suyo; consiste en un pequeño muelle con alguna estancia para almacenamiento. Las embarcaciones se acercan al muelle si tienen que descargar o recoger personas o cualquier tipo de carga. Los barcos no permanecen allí más que el tiempo necesario para cargar o descargar.

(*6) Αρχονταρης: Es el monje encargado de recibir a los peregrinos y visitantes y los atiende en la arkhondariki = hospedería. Recibe a todos los visitantes, se vayan a hospedar en el monasterio o no. Les ofrece un vaso de agua, dulces de gelatina y un vasito de licor.

(*7) Κατθολικóν = Katholikón: iglesia principal del monasterio.

(*8) Τραπέσα = mesa. Se llama así al refectorio. Los refectorios comunes de los monasterios están delante del katolicón. Como el katolikón sus paredes siempre están cubiertas de frescos.

(*9) Skites: Complejos monásticos dependientes de alguno de los 20 monasterios; algunas pueden ser mayores que ellos.

(*10) Fiali = φιάλη: cubeta redonda y grande para el gua bendita que se sitúa delante del katholikón; suele estar rodeada de columnas estrechas sobre las que hay una cubierta en forma de cúpula adornada en su interior con frescos.




2024/11/24

Ouranópolis y Monte Athos

 


Un viaje a Grecia.

Lugares dispares fundidos en un solo recuerdo (1)


Hay lugares que no se pueden pensar sin otros a los que nuestro recuerdo los vincula, los adhiere, los une hasta convertirlos en uno solo al evocarlos. Eso es lo que me ocurre con Ouranópolis y con Athos. Para mí Ouranópolis no existe sin Athos ni pienso en Athos sin visualizar Ouranópolis con su plaza, su torre y su muelle.



La península Calcídica está en el norte de Grecia. De ella surgen tres prolongaciones, tres subpenínsulas que, como dedos de una mano incompleta, se adentran decenas de km en el Egeo: Casandra, Sitonia y Monte Athos. Esta última, la antigua Akté, es la más oriental de las tres. Se trata de una lengua de tierra de unos 50 km de larga y entre 7 y 10 km de ancha. El istmo apenas supera los 2 km de anchura y se eleva escasos metros sobre el mar. Hace más de 25 siglos una obra tan soberbia como efímera sirvió para que el agua del mar separase Monte Athos del resto de la Hélade. En el 483 a.C. Jerjes mandó construir un canal para evitar que su flota tuviese que rodear toda la península. Pocos años antes, en el 492 a. C., una tempestad había destrozado la flota de su padre Darío I y diezmado su ejército al circunvalarla(*1).

Jerjes comunicó los dos golfos separados por Athos, el Estrimónico a oriente y el Singítico a occidente; separó la península del continente, más por soberbia y demostración de su poder que por necesidad(*2). 

De aquella obra no queda nada visible, sin embargo, la mayor parte de la península sigue estando separada del resto de Europa; un muro, una alambrada, una frontera infranqueable aleja la mayor parte de Athos del resto del mundo. La muga separa esos dos lugares que yo no puedo segregar en mi recuerdo: Ouranópolis se queda a un lado y Athos al otro. Llevan más de 1.000 años separados. 

Ouranópolis esta en el interior de ese dedo que se separa de la Calcídica, a unos 10 km por carretera de Nea Roda, pueblo situado en el lugar más estrecho del istmo, en el lugar donde estaba el extremo norte del canal de Jerjes; está, por tanto, en el interior de Athos. Pero, de algún modo, Athos empieza 2 km aún más lejos.

La mayor parte de la península es propiedad de una comunidad monástica formada por veinte monasterios que conforman la república teocrática autónoma de Agion Oros (Montaña Santa) o Estado Autónomo del Monte Athos. La frontera infranqueable entre esta república monástica y el resto del mundo es terrestre; sin embargo, aunque la orografía no lo impida, no se puede acceder por tierra. Solo por mar es posible el acceso; se necesita para ello un visado especial limitado a cuatro días y que se concede a un número muy reducido de hombres. Cada día se puede otorgar ese visado a 100 peregrinos ortodoxos y, como máximo, a 10 extranjeros no ortodoxos. La relativa obligación de estar registrado en algún monasterio o skite(*3) para pernoctar las tres noches posibles ‒cada una en un monasterio diferente‒ hace más complicada la visita a Athos; aunque se puede pernoctar sin haberse registrado, no es posible hacerlo así en todos los monasterios. Las mujeres tienen prohibido el acceso(*4).

Aimar y yo llegamos a Ouranópolis cuando había pasado año y medio desde que habíamos pisado la península de Athos por última vez (para él la primera). En el 2023 habían transcurrido cinco días desde la Pascua ortodoxa cuando llegamos a esta localidad; el pueblo ya estaba preparado para la temporada turística que se alargaría hasta final de verano. En el 2024 cambiamos la primavera por el otoño y encontramos el pueblo saliendo ya del ajetreo turístico. Los cambios que observamos de un año a otro solo fueron estacionales. Sin embargo, si comparo lo que encontramos en la península con el recuerdo que guardo de la primera vez que llegué a Athos hace 30 años, me parece que el Monte Athos ha sufrido, o está sufriendo, una completa metamorfosis.


Ouranópolis ha cambiado, el pueblo ha crecido. Hay más hoteles y locales de hostelería; se han multiplicado los comercios destinados al consumo turístico en los que se venden guías, recuerdos, iconos, joyas, ropa y material de playa y de treking…; las calles están más concurridas, sobre todo por forasteros, muchos de ellos eslavos; los escaparates de los comercios que se abren a ambos lados de la carretera y calle principal que termina en la plaza saturan las fachadas de los edificios; el brillo de los iconos repujados con una fina capa metálica dorada o plateada, en la que se reproduce en relieve la parte oculta de la imagen, destacan en sus escaparates y parecen querer seguir iluminando la calle cuando se oculta el sol; el número de joyerías parece exagerado para una comunidad que no llega a los 1.000 habitantes en pleno invierno. Lo único que encuentro como lo vi la primera vez es el muelle que se prolonga a los pies de la torre bizantina. Parece reservado a los ferrys que comunican nuestra parte del mundo con una lengua de tierra a la que sus habitantes ‒ninguno nacido en ella‒ llaman sagrada.

En el territorio monástico de la península, al que con muchas restricciones solo se puede acceder por mar, los cambios que después de 30 años he observado son más radicales. En 1994 entré en Agion Oros convencido de llegar a “la última franja costera intacta del Mediterráneo”. Entonces ya me crucé con algunos todo terreno en las pistas que comunicaban los monasterios, pero el tráfico actual, aunque escaso, no se parece al de 1994. La primera sorpresa en los dos últimos viajes a Agion Oros ha sido encontrar los monasterios en cuyo arsanás(*5) nos detuvimos un instante antes de llegar a Dafni, tan restaurados que parecían nuevos. 

El cambio más espectacular lo ha sufrido el monasterio de Agios Panteleimon, también llamado Rosikón (de los rusos). La ayuda rusa durante las últimas décadas ‒Vladimir Putin lo visitó en 2016‒ han convertido un monasterio que después de la Revolución rusa estuvo a punto de ser abandonado, y que un incendio lo dejó en ruinas en 1968, en un complejo monástico que parece recién levantado. Parece que el dinero ruso ha dejado de llegar por motivos políticos y conflictos entre las iglesias ortodoxas.  

Cambios similares se observan en el resto de monasterios y skites. Las ayudas europeas, rusas y de otros países eslavos han servido para rehabilitarlos y construir pistas y carreteras de hormigón entre muchos lugares de la península. La carretera que une Dafni, el puerto y entrada principal de Athos, con Kariés, la capital de este estado teocrático, es una de las grandes obras que está a punto de terminarse. En Kariés ya puedes alojarte en un hotel sin depender de la obligatoria y protocolaria hospitalidad de los monasterios; en el hotel pagando, por supuesto. La cantidad de trabajadores necesarios para la rehabilitación de edificios y la construcción de pistas y carreteras hace que en Kariés sean estos más abundantes que los monjes, peregrinos ortodoxos y extranjeros heterodoxos. Las necesidades han cambiado.

En la primavera del 2023 nos fuimos de Agion Oros con el pesar de no haber podido ascender al Athos; el acceso a la cumbre está prohibido desde el 1 de noviembre hasta el 30 de abril. Cuando unos días más tarde el Olimpo también se negó a permitirnos el acceso a sus cumbres más altas, pensamos que deberíamos hacer otro viaje en el futuro para hollar ambas. En octubre del 2024 volvimos para coronar las dos cumbres, para levantar el brazo y tocar el cielo griego.


(*1) Herodoto (2023). Historia. (Trad. y edic. (1999) M. Balasch. Libro VI, 44). Ediciones Cátedra:
...Zarparon de ahí e intentaron doblar el Atos. Pero, mientras lo costeaban, estalló sobre ellos una violenta tempestad de viento del norte que no lograron capear y que les infligió pérdidas enormes, porque estrelló muchas naves contra el Atos. Se dice que allí perdieron trescientas naves y además veinte mil hombres.

(*2) Idem (Libro VII, 22-24). Ediciones Cátedra:
En mi opinión, Jerjes mandó abrir este canal por orgullo; quería mostrar su potencia y dejar un monumento de sí. Habría sido posible, y no habría costado nada, tirar de las naves por encima del istmo, pero mandó excavar, para convertirlo en mar, un canal tan ancho que dos trirremes podían navegar bogando por él, uno paralelo al otro”.

(*3) SkitesComplejos monásticos dependientes de alguno de los 20 monasterios; algunas pueden ser mayores que ellos.

(*4) Para más información sobre Mujeres en Athos ver el apartado así titulado en otra entrada de este blog: https://60etatikharagobidaiatzea.blogspot.com/2023/06/monte-athos.html

(*5) Αρσανάς = arsanás: muelle. Cada monasterio, aunque se encuentre en el interior de la península y desde él no se vea el mar, tiene el suyo; consiste en un pequeño muelle con alguna estancia para almacenamiento. Las embarcaciones se acercan al muelle si tienen que descargar o recoger personas o cualquier tipo de carga. Los barcos no permanecen allí más que el tiempo necesario para cargar o descargar. 



2024/03/03

Viaje al románico de La Bureba

 


Cuando enero empezaba a envejecer, atravesamos, desde el norte, la cadena de los Montes Obarenes por el desfiladero de Pancorbo. Nos dirigíamos a La Bureba. Llevábamos una lista con más de dos decenas de pueblos con iglesias románicas que pretendíamos visitar. Nos dirigimos hacia el oeste sin alejarnos apenas de la cadena montañosa. Al tomar un desvío para llegar a Soto de Bureba, el primer destino que nos habíamos marcado, los Obarenes volvieron a acercarse a nosotros. Desde el desvío avanzamos despacio observando una iglesia que asomaba, casi desde su base, sobre lo que parecía una muralla con más de media docena de contrafuertes. Donde acababa el pueblo aparcamos nuestra furgoneta.


Nada se movió en las pocas casas del pueblo; de ninguna salió sonido alguno, ni siquiera el ladrido de un perro. No tuvimos ninguna duda de por dónde acceder a la iglesia: dos calles hay en el pueblo y una, que sale desde la misma carretera, se llama así: Calle de la Iglesia. Dos rodadas paralelas dividían en tres franjas verdes el firme herboso de la calle, la central mucho más ancha. Casi al inicio del camino accedimos a la explanada a la que da la portada de la iglesia, limitada por el sur por la parte alta de lo que mientras llegábamos al pueblo nos parecía una muralla.


La atracción fue inmediata. Iniciar nuestro recorrido por la Bureba ante aquella hermosa portada hizo que, a partir de entonces, siempre esperásemos encontrar algo similar o más atractivo en el resto de las iglesias que habríamos de visitar. Cuando no era así, su recuerdo era una motivación para seguir buscando. La iconografía y composición de sus tres arquivoltas, la decoración del guardapolvo que las rodea, las figuras de capiteles y jambas, los adornos de las columnas…, todo atrae la atención para observarlo en conjunto y detalle a detalle. En la iconografía que recorre linealmente las arquivoltas me llamó especialmente la atención la figura humana más grande de las representadas en ellas: un hombre encadenado con sus manos agarrando la cadena que une el collar que le rodea el cuello y el cepo que le ata las piernas. En el extremo opuesto de la misma arquivolta (la más exterior) hay una mujer en actitud pensativa. En tres dovelas contiguas, otros tantos personajes parecen entablar un diálogo entre ellos. Un unicornio, identificado como tal en una leyenda sobre el mismo, sorprende en una de las dovelas de la arquivolta interior; esta, ligeramente apuntada como las demás, está rematada en sus dovelas superiores por el Agnus Dei; a cada uno de sus lados hay otras dos figuras humanas que también ocupan varias dovelas cada una, representan, según la información de un panel, a la Virgen y a San Juan.


Otras portadas

La de Busto se convirtió para nosotros en la referencia con la que compararíamos el resto de portadas durante el resto del viaje; ninguna acabó igualándola. El primer día nos paramos ante otras cuatro iglesias: en Navas de Bureba, Barrios de Bureba, Hermosilla y Terminón. Solo la de Navas de Bureba, cercana a Busto y también en las faldas de los Oberenes, conserva su portada románica ligeramente apuntada y de forma muy abocinada. Sus arquivoltas, al contrario que las de Soto de Bureba, carecen de decoración y las columnas son lisas, sin adornos. En los capiteles, los únicos elementos de la portada con decoración escultórica, hay hojas de acanto, cabezas y figuras humanas y cabezas de león.


Los días de un extraño y soleado invierno se fueron sucediendo; la temperatura era más primaveral que del mes de enero, aunque los árboles, a excepción de pinos y encinas, seguían dormidos, desnudos; dejaban que el recién brotado cereal fuese el encargado de adornar de verde el valle de la Bureba. Veíamos más extensiones de verde cuanto más alejados de los Obarenes y de los páramos estábamos. Incluso el pardo tirando a rojizo de las tierras labradas que jaspeaba el verde del cereal recien nacido, daba más color al paisaje que el frío gris de los árboles desnudos.


También las iglesias románicas se iban sucediendo y nosotros hacíamos competir sus portadas con la de Soto de Bureba. Ninguna la igualó, aunque algunas podrían haber sido la referencia de haber sido las primeras que hubiésemos visto. Una de estas es la de Quintanarruz, con siete arquivoltas profusamente decoradas; las bases de los arcos de medio punto de cuatro de ellas son los ocho capiteles con decoración escultórica de que consta la portada. Todas las arquivoltas y el guardapolvo están decoradas con motivos geométricos. Las puntas de diamante labradas en la arquivolta más exterior me llamaron especialmente la atención: en cada dovela se esculpió una; el interior del espacio entre sus aristas y el vértice se vació, de modo que la luz atraviesa cada punta de diamante. Las sombras que proyectan las aristas y el vértice de cada una se desplazan lentamente sobre la ornamentación del guardapolvo y de la arquivolta inferior a medida que el sol se desplaza sobre el cielo.


La de Castil de Lences, al pie del páramo, también podría haber sido nuestra referencia de haberla visto en primer lugar; está protegida por un pórtico, posterior al edificio románico, que impide observarla en su grandiosidad original. También la de Lences está protegida por un pórtico más moderno que ella; dificulta la observación más aún que el anterior, porque una de sus columnas se construyó justo delante de la portada. Siguieron a estas las de Revillalcón, Tobes y Rahedo, Valdazo…

Una iglesia por dentro



En pocos sitios encontramos a alguien con quien hablar, y en menos aún dimos con quien nos pudiese abrir la iglesia. Una afortunada excepción fue la iglesia de Aguilar de Bureba. Una verja de madera cierra el pórtico sobre el que se eleva una espectacular espadaña de traza barroca. Las construcciones añadidas a la primitiva iglesia románica impiden ver desde fuera la mayor parte de los muros originales. Después de observar y fotografiar la portada a través de los huecos de la verja de madera, nos desplazamos hasta el ábside, que tampoco se ve en su totalidad porque la sacristía que se añadió adosada al norte oculta buena parte de este. Mientras lo observábamos se acercó a nosotros una mujer que se ofreció a enseñarnos la iglesia. Fue en busca de las llaves y regresó con estas y un cuaderno lleno de apuntes del que se ayudaba para explicar lo que íbamos viendo. Con encomiable interés y poca seguridad se interesaba y detenía en la iconografía de los retablos; confundió a un evidente Santiago Matamoros con San Pablo, el verdadero fundador del cristianismo, aunque siempre nos hayan querido hacer creer que fue otro (con mucho éxito, por cierto, ya que pocos serán quienes,  aún hoy, atribuyan a San Pablo la iniciación de esa secta[1]). De la arquitectura y decoración románicas, que eran el eje temático de nuestro viaje, apenas nos dijo nada, quizás por el poco interés que pusimos ante el Matamoros que ella confundió con el verdadero fundador del cristianismo, error que corrigió algo más tarde. La cúpula semiesférica sobre el crucero, formado por la nave románica y las capillas laterales añadidas en el siglo XVII, llama la atención por lo irregular de la circunferencia de la imposta desde la que arranca.


Destacan los capiteles del arco triunfal. En uno de ellos se representan lo que parecen ser tres escenas sin relación entre sí 
en las que la violencia está presente: en la cara izquierda un caballero cuyo caballo pisotea la cabeza de un hombre; en la derecha, y parte de la central, otro jinete se enfrenta a un hombre que maneja una honda; en la central una persona que parece atada a una columna para recibir castigo, con el añadido sobre ella de dos espectadores que contemplan desde un balcón, y con aparente indiferencia, el castigo a la persona que hay bajo ellos y al hombre pisoteado por el caballo.


El capitel de la otra columna en la que se apoya el arco está decorado con un motivo uniforme: cuatro aves enfrentadas dos a dos en los vértices del capitel y dándose la espalda las que ocupan la cara central. Sus colas, cubiertas de escamas, se enrollan en espiral y terminan en cabezas con la boca abierta y mostrando los dientes. Al igual que en el anterior capitel, el cimacio (la parte superior del capitel) de este está decorado con motivos lineales y vegetales.

Ábsides y Canecillos

Con apenas excepciones, solo pudimos contemplar el exterior de las iglesias, aunque la maleza que rodea buena parte de algunas de ellas o el cementerio adosado a alguno de sus muros laterales nos impidió, a menudo, rodear todo su perímetro. Además de las portadas, el exterior de los ábsides y los canecillos bajo los aleros fueron elementos que nos entretuvieron en cada visita a las iglesias románicas de la Bureba.


En Hermosilla, la cabecera (presbiterio y ábside) es lo único que se conserva de la iglesia románica. Lo mismo que la portada de la iglesia de Soto de Bureba fue para nosotros el referente con el que comparar las demás, el ábside de la de Hermosilla lo fue para los ábsides. Sus dos columnas dividen el ábside en tres tramos; sus fustes embebidos en el muro se inician en una basa algo más elevada que lo que parece un podio y terminan en capiteles en los que se apoya el alero, haciendo así la misma función que los canecillos. Sobre una imposta que recorre el ábside, hay una ventana en cada paño, las tres con columnas rematadas en capitel y arquivolta. Hay otra en el muro norte del presbiterio; está cegada con sillares y decorada con un tímpano en el que hay tres arcos esculpidos.


La variedad de motivos de todo el adorno escultórico del ábside y la maestría con la que está realizado es realmente sorprendente. La erosión ha deteriorado unos cuantos canecillos hasta hacer desaparecer en algunos el motivo que se esculpió en ellos, pero, incluso en las figuras en parte descompuestas, se ve la destreza y el oficio de las manos que las esculpieron. Por no mencionar todos, me detengo en algunos de los más elaborados.


En el capitel de la columna más septentrional del ábside se representan dos fieras que devoran un animal postrado en el suelo; los bien definidos dientes de las fieras (que podrían ser perros) se clavan en el cuello y la parte trasera de la pieza cazada; esta podría ser una liebre o un conejo, aunque su cola es demasiado larga para cualquiera de estas dos especies.


En varios canecillos se representan animales y alguna escena de caza. Una de estas es la de un cazador haciendo sonar el cuerno con su mano izquierda mientras la otra sujeta lo que pudiera ser su arma apoyada en el hombro derecho. Aunque el canecillo está erosionado y con la parte inferior de la imagen representada muy deteriorada, el detalle con el que está elaborado todo el motivo es admirable.


En otro se representa una escena en la que aparece la figura de cuerpo entero de un hombre que carga sobre su hombro un cerdo al que sujeta por las patas traseras. Como en el anterior y en el resto de los canecillos que conservan su escena, el animal real o fantástico o las caras humanas con las que fueron adornados, el realismo logrado en su elaboración y en los detalles es encomiable. Para mí este es especialmente atractivo, porque veo en él (no sé si acertadamente o no) la representación de una escena local, habitual para las personas que iban a ser usuarias o destinatarias de la iglesia, una escena evidente y cotidiana para cuya comprensión no necesitaban ser adoctrinadas.


Espectacular es el modillón en el que un grifo, ese animal fantástico mitad águila mitad león, se muestra altivo bajo el alero del ábside de la iglesia, alero que, al parecer, ha conseguido proteger el can hasta hoy.


No puedo dejar de mencionar otro, quizás más fácil de elaborar que los anteriores, ya que sus elementos son pocos y sencillos: una cuba suspendida sobre una jarra a la que, seguramente, verterá su vino. Como el del campesino que transporta un lechón, para interpretar este no son necesarias doctrinas ni sermones; tampoco elaboradas predicaciones sobre el bien y el mal, sobre el pecado y la virtud, sobre la vida y la muerte. A mí me parece que estos canecillos solo hablan de la vida y no necesitan intérpretes, aunque el cerdo, por ejemplo, no se utilice precisamente para ilustrar la virtud.

Otras iglesias románicas de La Bureba



Durante cinco días recorrimos La Bureba en nuestra camper. Dormimos en Oña, Poza de la Sal y Briviesca, lugares desde los que salíamos por la mañana (después de visitarlos si no lo habíamos hecho la víspera) en busca de los pequeños pueblos con iglesias románicas desperdigados por la comarca. Además de los ya mencionados hasta ahora paramos en: Barrios de Bureba (para ver San Fagún), Abajas, Arconada, Carcedo de Bureba, Rojas de Bureba, Piérnigas, Revillalcón, Monasterio de Rodilla (a donde volveremos con más tiempo que el que le dedicamos), Carrias… Todas tienen elementos por los que merecen una visita. Por no extenderme, solo me detendré un momento en un ábside llamativo y algo más en dos iglesias especiales por únicas.


El ábside de la iglesia de Revillalcón llama la atención porque una de sus dos columnas desapareció. Los tres tramos en los que estas lo repartían han quedado reducidos a dos, con una asimetría tan exagerada que no puede dejar de sorprender. El soporte original que se conserva se trata de un haz de tres columnas embutidas en la pared (columnas entrega) rematadas en capitel, el de la izquierda muy deteriorado o desparecido. La grieta que se abre desde la cornisa y recorre la mitad de la pared del paño reconstruido parece querer certificar lo necesario que era el haz de columnas que desapareció y no se repuso. Haces de tres columnas pudimos ver también en la iglesia de Valdazo y en el magnífico ábside de la de Navas de Bureba.



Iglesia de Piérnigas



Una iglesia especial es la ermita de San Martín de Tours, en Piérnigas. Parece que, alejada del casco urbano, nadie ha sentido la necesidad de reformarla, ampliarla o añadirle dependencias para perpetuar la memoria de los donantes. En medio de tierras de cultivo y alejada de los Montes Obarenes, que marcan el horizonte por el nordeste, y de la sierra en cuyas laderas se protege Poza de la Sal, que limita La Bureba por el noroeste, mantiene su estructura original: una sola nave cubierta con tejado de lajas de piedra, ábside semicircular, portada de tres arquivoltas y una espadaña construida sobre el arco de triunfo.


La espadaña separa el ábside de la nave. Me recordó a la iglesia de San Fagún, no porque tengan parecido o parentesco, sino porque al ver la de Piérnigas imaginé la nave que la de San Fagún tuvo que tener más allá de la espadaña en la que ahora termina la ermita.


Lo que hace única a la de Piérnigas entre las iglesias románicas de La Bureba es que carece de cualquier tipo de decoración; los escultores del románico no tuvieron aquí la oportunidad de demostrar su imaginación y su maestría. En el cartel que describe la iglesia se lee que “la ausencia absoluta y premeditada de decoración (aniconismo) en su portada, capiteles, etc., hace de esta ermita, donde todo es arquitectónico, un caso único en la comarca, ya que en todos los demás ejemplos hay abundante presencia escultórica”. El aniconismo es la ausencia de representaciones escultóricas o gráficas de seres vivos. En la ermita de San Martín de Tours no hay ningún tipo de adorno.

Iglesia de Carrias

Antes de abandonar La Bureba fuimos desde Briviesca hasta Carrias para ver una iglesia románica de ábside cuadrado. Lo que no imaginábamos era el estado en el que la encontramos.


Tomamos la carretera que va de Briviesca hacia Belorado. Antes de tomar un cruce para Carrias nos detuvimos para contemplar la extensión de La Bureba. Ante nosotros se extendían los sembrados que ya habían brotado y los que pugnaban por hacerlo en una llanura de tierra rojiza que los montes Obarenes cerraban por el norte. Pero Carrias está en una depresión a la que tuvimos que descender para llegar a un pueblo rodeado de cuestas y colinas. El color pardo de declives y oteros erosionados competía con el verde del cereal ya nacido. El nombre del pueblo en un muro pintado con una escena de un campesino segando con hoz nos confirmó que habíamos llegado.


En lo alto, sobre los tejados de las casas, ya se observa la ruina de la ermita de Nuestra Señora del Campo. Se muestra elevando hacia el cielo su herida abierta como una boca que intenta adquirir aire mientras se ahoga; el borde de la ruina de la cubierta y el muro dañado del ábside parecen dos labios contraídos en una mueca de pánico.


La portada aguanta en pie, aunque parece moribunda y con signos de haber sido maltratada antes de que la cubierta de la iglesia se hundiese por un incendio: sus arquivoltas, por encima de sus capiteles, están tapadas por una capa de argamasa rojiza; ¿habrá servido para proteger algo de lo que hay debajo? Las columnas de la portada están erosionadas como si poco a poco se fuesen convirtiendo en polvo. Sus capiteles se mantienen con una dignidad desgastada y conservan aún detalles admirables que hablan del buen oficio de las manos que los labraron.


Unos canecillos que sobresalen del muro del ábside muy por debajo de la línea ruinosa del alero –cuatro al norte y uno al sur– indican que ya hace mucho que se amplió la iglesia en altura.

A pocos pasos de esta ermita hay otra iglesia mucho más grande, más soberbia, más propia de una época de mayor esplendor. Sin embargo, su ruina es mucho más gigantesca, porque gigantesco es también el espacio que ocupa comparado con la ermita de al lado. Se trata de la iglesia de San Saturnino, a la que solo se puede acceder con mucha dificultad y esfuerzo porque la vegetación y la maleza la rodean; también con peligro porque en el pulso entre los ruinosos restos que aún no han caído y la fuerza de la gravedad, es esta la que juega con la ventaja de la paciencia y el tiempo.


Dejamos atrás Carrias y sus ruinosas iglesias y nos dirigimos hacia el norte, hacia la cadena de los Obarenes, para abandonar La Bureba por el portillo de Busto. Hacia el oeste quedaban todas las iglesias románicas hasta las que nos habíamos acercado; también Poza de la Sal donde habíamos dormido a los pies del castillo de los Rojas y desde el que pudimos contemplar el amanecer sobre la depresión de La Bureba, esa llanura cerealista rodeada de montes y salpicada de románico. Desde el portillo de Busto subimos hasta un mirador para contemplar la comarca que abandonábamos desde la altura de la sierra que cierra la llanura por el norte.

Atrás quedaban pueblos en los que apenas vimos a nadie y a los que alguna vez volveremos para admirar de nuevo lo que ya hemos visto, además de lo que no pudimos ver en el interior de las iglesias. Mientras llega el momento iremos olvidando el nombre del lugar concreto en el que vimos cada portada, ábside, columna, capitel, canecillo… que se nos hayan quedado grabados en la memoria, pero seguiremos recordando la imagen de cada uno de los elementos que nos sorprendieron, aunque no acertemos a situarlos bien en el mapa.


[1] Secta: ver la acepción principal del Diccionario del uso del español de María Moliner (“Doctrina enseñada por un maestro y seguida por sus adeptos”), no las del Diccionario de la lengua española de la RAE; las de este se adaptan a la definición que darían los miembros de una secta para definir a otra rival.


EL NACIMIENTO DE DOS RÍOS

  Dos surgencias. Una espectacular en su inicio, la otra un humilde hilo de agua. La primera nace con decisión y emprende con vocación oceán...