Un viaje a Grecia.
Lugares dispares fundidos en un solo recuerdo (2)
Hay lugares que no se pueden pensar sin otros a los que nuestro recuerdo los vincula, los adhiere, los une hasta convertirlos en uno solo al evocarlos.
Una vez recorrido el Monte Athos, el espacio físico que ocupa se puede recordar como península, como monte o como república monástica, pero es muy difícil evocar por separado cada una de esas concreciones con las que podemos nombrarlo; yo no puedo.
Cuando entré por primera vez en Athos iba convencido de que emprendía un viaje hacia un mundo en el que el tiempo se había detenido hacía más de mil años. Con esa expectativa viajé, y con la de encontrar lo que en algún lado había leído que era: “la última franja costera intacta del Mediterráneo”. Toda la costa que rodea el estado monástico atonita se mantenía virgen; ninguna playa estaba concurrida por turistas y ninguna construcción la invadía, a excepción de los monasterios construidos hace siglos cerca de la orilla o sobre acantilados que surgen de ella, y los arsanás (*1). La segunda expectativa, por tanto, se vio cumplida. En ese aspecto, nada ha cambiado desde entonces. La primera, la de encontrar un lugar y un tiempo insólitos y fosilizados, también quedó satisfecha para mí. Sin embargo, tras los viajes del 2023 y 2024 me he convencido de que aquella expectativa convertida en deseo no me permitió mirar más allá de lo que veía y se me explicaba en el propio Monte Athos. Después el deseo se acabó convirtiendo en recuerdo.
Muchos de los que visitan Athos explican en sus blogs esa supuesta inmovilidad del tiempo, la describen o la copian de otros, pero el tiempo nunca se detuvo. Al preparar los viajes del 2023 y 2024, las lecturas y la información que he ido acumulando me han hecho ver que estaba equivocado, porque yo también compré ese relato. Es cierto que una línea invisible se cruza al entrar en Athos, una línea que separa dos dimensiones temporales diferentes; al otro lado se encuentra un modo de vida con normas milenarias y costumbres adaptadas a ellas. Sin embargo, desde la fundación del primer monasterio en el 963 d. C. ‒el de Gran Lavra(*2)‒ o desde que en 1046 el emperador bizantino Constantino IX Monómacos concedió al territorio de Athos la independencia administrativa del poder imperial, cada momento histórico ha tenido su influencia en el devenir de la vida monástica de la península y en su desarrollo como estado autónomo. Este estado teocrático ha mantenido su independencia adaptándose a cada cambio político de imperios, dictaduras y democracias. Ahora se vuelve a adaptar a nuevas costumbres, a la globalización y a enfrentados intereses geopolíticos. Estos últimos provocan conflictos entre los distintos patriarcados e iglesias ortodoxas y podrían hacerlo entre distintos monasterios de Athos.
Un ejemplo puede ser el que lleva abierto desde hace 60 años entre el patriarcado de Constantinopla y los monjes ocupantes del monasterio de Esfigmenou(*3). Los monjes que lo ocupan tienen como lema “ortodoxia o muerte” (ορθοδοξία ή θάνατος). Son críticos con el patriarcado de Constantinopla desde el abrazo del patriarca Atenágoras y el papa Pablo VI en Jerusalén que precedió al levantamiento de las mutuas excomuniones entre sus iglesias. No se les reconoce la propiedad del monasterio, y aunque no han conseguido expulsarlos ya hay una nueva comunidad en Kariés dispuesta a sustituirlos en cuanto los rebeldes abandonen el cenobio.
Otro conflicto es el provocado por la ruptura de las relaciones fraternas entre los patriarcados ortodoxos de Moscú y Constantinopla; el detonante fue la decisión de una de las iglesias ortodoxas de Ucrania(*4) de erigirse como autocéfala e independizarse del patriarcado de Moscú con el beneplácito del patriarca de Constantinopla.
En los monasterios de Athos, puedes encontrar la sorpresa que te maravilla, asombra o desconcierta en la naturaleza que les rodea, en la ubicación sorprendente de la mayoría de ellos, en los frescos que cubren todas las paredes de sus iglesias y refectorios, en la liturgia de sus funciones religiosas, en la insólita veneración de increíbles reliquias que los peregrinos tocan y besan… Todos los monasterios tienen su atractivo, un atractivo híbrido, porque te llega por los sentidos y a través de su historia o de sus leyendas disfrazadas de historia.
En el último viaje nuestro objetivo principal era ascender a la cumbre del Athos, así que solo pudimos parar en dos monasterios: el de Símonos Petra, desde cuyo arsanás(*5) salimos en barco para llegar a Agia Ana e iniciar la ascensión a la cumbre, y el de Gran Lavra, hasta el que descendimos al día siguiente.
Monasterio de Símonos Petra
Queríamos llegar a Símonos Petra lo antes posible después de desembarcar en Dafni, el puerto de entrada a la república atonita. En el monasterio nos habían reservado un lugar para pernoctar la primera de las tres noches para las que teníamos permiso. Cuanto antes llegásemos más tiempo tendríamos para recorrer el monasterio y sus alrededores e intentar interactuar con los monjes, algunos de los cuales conocíamos del año anterior.
Nos pusimos en marcha siguiendo la sinuosa pista que en unos ocho km conduce al monasterio. Por un sendero de mulos que ascendía con más decisión que la pista pudimos evitar un buen tramo de la carretera de todo uno; en esta, al tener que adaptarse a la accidentada orografía, los avances y retrocesos eran continuos. Al doblar una curva, divisamos el monasterio construido sobre un acantilado a varios cientos de metros sobre el mar. Vimos los muros que surgen de la roca y la rodean. Dos o tres hileras de balcones de madera colgados en la misma fachada ceñían esta por su parte superior. No eran las fachadas más conocidas y fotografiadas del monasterio y del Monte Athos, las que pueden identificar muchísimas personas que nunca han estado allí, las que quedan afianzadas en el recuerdo de quien las haya visto una vez. Estas se encuentran en la parte sur del monasterio, al otro lado de lo que veíamos.
Pudimos volver a asombrarnos con ellas después de recibirnos el arkhondaris(*6). Este, después del recibimiento, que en todos los monasterios sigue un protocolo similar, nos ofreció una frugal comida, nos informó de los horarios de los oficios litúrgicos ‒en los que podíamos estar presentes, pero solo desde el nártex y sin participar como los ortodoxos en el ritual‒, nos alojó en una habitación de la arkhondariki y nos explicó qué podíamos hacer y qué no en el monasterio. En cuanto nos libramos de las mochilas en la celda que nos asignó el arkhondaris descendimos por el sendero que rodea las estrechas terrazas de cultivo para el autoconsumo del monasterio y llega hasta el arsanás, algunos cientos de metros más abajo. Quedamos de nuevo fascinados por el atrevimiento de las incontables balconadas que recorren las fachadas orientadas hacia el sur. En cada piso estructuras de madera se suceden unas sobre otras en sucesión vertical hasta el último nivel bajo los aleros de los tejados.
Volvimos al interior del monasterio para recorrer la balconada más alta, al mismo nivel que el Katholikón(*7); era la única a la que se nos permitía acceder. Todo el material con el que las balconadas están construidas es nuevo; las vigas, barandillas, soportes y tirantes de los viejos balcones que vi hace 30 años han sido sustituidos. Entonces las tablas del suelo se movían al pisarlas y era fácil que el pie se te colase por sus huecos, ahora solo asomándonos a la barandilla pudimos ver la roca sobre la que se asienta el monasterio. En el 2023 un monje con el que entablamos conversación nos habló del dinero que había llegado de la Unión Europea.
‒Son todos masones, pero el dinero es el dinero ‒nos dijo con una sonrisa irónica.
Aquel mismo monje nos invitó esta vez a acompañarle hasta un pico que se eleva un ciento de metros al este del complejo monástico; desde allí veríamos el monasterio a vista de pájaro. La iglesia está construida en la parte más alta, sobre la cúspide de la misma roca de la que surge todo el complejo. Las cúpulas del Katholicón quedan ocultas por los edificios que le rodean, pero desde aquella puntiaguda atalaya coronada por una cruz vimos como quedaba encajado entre las construcciones y protegido por ellas. El monje no volvió con nosotros, se alejó ascendiendo por el accidentado paisaje en busca de soledad, quizás a preparar algún lugar o rehabilitar alguna vieja celda a la que retirarse como ermitaño. Nos había hablado con cierto entusiasmo de antiguos ermitaños, de su prestigio y santidad, de la vida en retiro; insinuó como de pasada que era a lo que él aspiraba. No volvimos a verle, ni en la iglesia a la hora del oficio de la tarde, ni, cuando este acabó, en la trápeza(*8) a la que monjes, peregrinos y extranjeros acudimos a la comida principal y última del día.
Después de la comida subimos de nuevo hasta el lugar desde el que a la mañana habíamos divisado Símonos Petra; queríamos disfrutar de la vista con la luz vespertina. Volvimos luego a la balconada superior para ver atardecer. Conversamos con el monje encargado de la cocina, cuyo lugar de trabajo se abría a aquella galería suspendida. Creo que satisficimos más su curiosidad que él la nuestra. Le contamos que unos días más tarde íbamos a ascender al Olimpo. Señaló al horizonte y nos indicó el lugar donde debíamos situar el macizo y, aunque el sol nos impedía ver su silueta, nos aseguró que en cuanto aquel se pusiese lo veríamos con nitidez. El sol se puso y se dibujó ante nosotros un paisaje de planos separados que se sucedían cada vez más difuminados y con distinto nivel de oscuridad bajo la ocre luminosidad del cielo. Más allá de Athos, del golfo Singítico y de la silueta de la península de Sithonia, el macizo del Olimpo se recortaba bajo un cielo rojizo que se apagaba poco a poco.
Bajamos con el monje hasta la puerta principal del monasterio. Un buen grupo de monjes charlaba amistosamente aprovechando la todavía tenue claridad en la que la iluminación eléctrica, aunque escasa y mortecina, se iba imponiendo a medida que el cielo se oscurecía. El monje junto al que habíamos disfrutado del dilatado atardecer ‒yo más de oyente que de interlocutor‒ se despidió de nosotros; de mí con un apretón de manos, de Aimar con un abrazo.
Monasterio de Gran Lavra
A nadie vimos a la mañana siguiente cuando volvimos a recorrer el camino calzado que por el interior del monasterio de Símonos Petra asciende hasta la iglesia; con nadie compartimos la última y rápida mirada desde la impresionante balconada; nadie nos acompañó en el descenso al arsanás donde esperábamos tomar un barco para llegar a la skite(*9) de Agia Ana e iniciar allí el ascenso hasta la cumbre del Athos. Monjes y peregrinos estarían en el Katholikón, en el oficio del alba; después de este, a media mañana, acudirían a la trápeza para la primera comida del día, demasiado tarde para nosotros.
Un día tiene las horas suficientes para llegar desde el arsanás de Agia Ana hasta el monasterio de Gran Lavra, para atravesar el extremo sur de la península de oeste a este. Casi 14 km de sendero separan el muelle del monasterio. Los primeros 3,4 km para ascender 800 m y llegar al desvío hacia la cumbre del Athos; los otros 10,5 km para volver a acercarse al mar. Nosotros invertimos dos días, porque ascendimos hasta los 2.033 m de la cumbre y vivaqueamos en ella. Al día siguiente llegamos a Gran Lavra a primeras horas de la tarde.
Divisamos los edificios exteriores del Gran Lavra cuando dejamos de estar flanqueados por la vegetación en el sendero que nos conducía al monasterio. La apariencia de muralla de las fachadas de los edificios exteriores se acentuaba por las torres que sobresalen en los extremos y a tramos más o menos regulares, algunas almenadas. En el interior encontramos un pueblo vacío. El katholikón y la trápeza ocupan el centro. Entre ambos, aunque más cercana a la iglesia, está la fiali(*10), una tina de mármol de unos dos metros de diámetro rodeada de ocho estrechas columnas y cubierta por una cúpula adornada con frescos que representan el bautismo de Cristo; en su parte baja losas de mármol decoradas cierran seis de los ocho espacios entre columnas.
Todo el recinto estaba desierto, debía ser una hora de reposo para los monjes antes de la función litúrgica de la tarde; los peregrinos ya se habrían ido hacia otro monasterio o, si Gran Lavra era su destino, aún no habían llegado a él. Antes de presentarnos en la arkhondariki recorrimos el espacio que parecía un pueblo con edificios irregularmente distribuidos.
El acceso a algunos pisos se hace por escaleras y pasillos de madera adosados al exterior de las fachadas de las viviendas. Como en las balconadas de Símonos Petra un entramado de vigas, barandillas, soportes y tirantes colgaban de los muros de piedra; a ellos se abrían puertas y ventanas.
Tanto en el katholikón como en la trápeza todas las paredes están cubiertas de frescos. Para ver con detalle los de la iglesia habría que asistir a muchos oficios litúrgicos, tener la posibilidad de permanecer dentro con la iglesia iluminada y disfrutar de una libertad de movimientos que no se nos concedió. Para contemplar los del refectorio tuvimos más tiempo, todo el que duró la segunda comida del día (la primera para nosotros). Son unos frescos espectaculares, del siglo XVI, como los del katholikón, aunque de autor diferente; los de la iglesia son de Teofanes de Creta, los del refectorio de Frangos Catellanos. A la derecha de la entrada del refectorio hay trozos de pared donde el revoque se ha caído o retirado y las imágenes han desaparecido; parece que esas partes están en restauración.
Las mesas, alrededor de las cuales pueden sentarse 8 o 10 comensales, son realmente curiosas: una losa grande de mármol pulido rodeada por una canaladura de unos 6 cm con un desagüe en el lado del pasillo, seguramente para facilitar la limpieza.
Este monasterio, que es el más antiguo y el primero en el orden jerárquico de los 20 de Athos, también está siendo muy rehabilitado. En las fachadas este y sur, las orientadas al mar Egeo, todavía hay tramos bastante deteriorados; una alta grúa y materiales de construcción indican que el proceso de restauración prosigue.
Ya de noche, en la terraza cubierta de la arkhondariki, las conversaciones cruzadas de quienes allí nos alojábamos por una noche animaron el lugar mientras hacíamos durar los cafés que el arkhondaris nos había ofrecido. Para nosotros era la última noche en Athos. Por la mañana viajaríamos en furgoneta hasta Dafni y desde allí en ferry hasta Ouranópolis. Dos días más tarde nuestra meta era otra montaña. El Olimpo ya empezaba a prevalecer en nuestro pensamiento.
(*1) Αρσανάς = arsanás: muelle. Cada monasterio, aunque se encuentre en el interior de la península y desde él no se vea el mar, tiene el suyo; consiste en un pequeño muelle con alguna estancia para almacenamiento. Las embarcaciones se acercan al muelle si tienen que descargar o recoger personas o cualquier tipo de carga. Los barcos no permanecen allí más que el tiempo necesario para cargar o descargar.
(*2) Μέγιστης Λαύρας = Gran Lavra. Una par de siglos antes de que en el 963 San Atanasio Athonita fundase el Gran Lavra ya había asentamientos monásticos en la península, pero no estaban agrupados en monasterios, vivían en moradas independientes (lavras) con alguna iglesia común. Los monjes y ermitaños solitarios veían con malos ojos la construcción de monasterios y se opusieron a las intenciones de San Atanasio. Este, con la ayuda económica y la protección del emperador bizantino Juan I Tzimisces, fundó otros monasterios en Athos.
(*3) Además del texto al que se accede desde el enlace del texto se puede consultar La Stampa, que es la fuente en la que se basa: https://labur.eus/uvNzQ. También se puede consultar la página web del monasterio Esfigmenou: https://www.esphigmenou.com/, y el blog del mismo: https://esfigmenou.blogspot.com/.
(*4) En Ucrania los cristianos ortodoxos se encuentran divididos en tres iglesias diferentes.
(*5) Αρσανάς = arsanás: muelle. Cada monasterio, aunque se encuentre en el interior de la península y desde él no se vea el mar, tiene el suyo; consiste en un pequeño muelle con alguna estancia para almacenamiento. Las embarcaciones se acercan al muelle si tienen que descargar o recoger personas o cualquier tipo de carga. Los barcos no permanecen allí más que el tiempo necesario para cargar o descargar.
(*6) Αρχονταρης: Es el monje encargado de recibir a los peregrinos y visitantes y los atiende en la arkhondariki = hospedería. Recibe a todos los visitantes, se vayan a hospedar en el monasterio o no. Les ofrece un vaso de agua, dulces de gelatina y un vasito de licor.
(*7) Κατθολικóν = Katholikón: iglesia principal del monasterio.
(*8) Τραπέσα = mesa. Se llama así al refectorio. Los refectorios comunes de los monasterios están delante del katolicón. Como el katolikón sus paredes siempre están cubiertas de frescos.
(*9) Skites: Complejos monásticos dependientes de alguno de los 20 monasterios; algunas pueden ser mayores que ellos.
(*10) Fiali = φιάλη: cubeta redonda y grande para el gua bendita que se sitúa delante del katholikón; suele estar rodeada de columnas estrechas sobre las que hay una cubierta en forma de cúpula adornada en su interior con frescos.
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