2025/07/30

Un viaje literario para mirar el agua



Hacía horas que la Sierra Salvada y los Montes Obarenes habían quedado atrás. Después, nuestras retinas se fueron saturando de paisaje castellano. A medida que el horizonte se ensanchaba y se hacía más nivelado y uniforme, la idea de estar atravesando un mar amarillo se instalaba con empeño en nuestro cerebro. Viajábamos hacia un paisaje que sabíamos montañoso, a un territorio con una orografía que montes, valles y ríos hacían seductora. No era el de las soleadas llanuras que atravesábamos. En este, el horizonte era una línea ligeramente ondulada que separaba el mar amarillo del cielo azul; más que ir hacia las montañas parecía que nos alejábamos de ellas. Cuando en Mansilla de las Mulas enfilamos hacia el norte vimos que el horizonte, todavía lejos y difuminado por la calima, perdía la uniformidad que hacía tediosa la conducción. Llegamos a Boñar y las montañas ya estaban allí. En el camping de Boñar establecimos nuestra residencia para tres días.

Seguimos el curso del río Curueño hasta Lugueros y Redipuertas. Desde este pueblo ascendimos a pie por el curso del río Faro, afluente del Curueño; hacia el oeste se elevan cumbres de más de 2.000 metros a las que no ascendimos. También seguimos el curso de otros dos ríos: el Porma, hasta la Puebla de Lillo, y el Horcado, que atraviesa el municipio minero de Sabero. Para nosotros todos eran lugares imaginados antes de llegar a verlos; los habíamos leído descritos en un libro de viajes, rememorados en una novela ideada a partir de unas imágenes en sepia y en otra creada como vasija de recuerdos y vivencias de personas que fueron obligadas a abandonar el lugar donde vivieron. En El río del olvidoJulio Llamazares narra un viaje que sigue el curso del río Curueño. En su novela Escenas de cine mudo, reconstruye el mundo de su infancia en Olleros, un mundo con el que, para quienes tenemos una edad parecida a la suya, es fácil identificarse aunque seamos incapaces de contarlo como él. En Distintas formas de mirar el agualos pensamientos de dieciséis personas de varias generaciones de una misma familia sirven para entender el doloroso desarraigo que el destierro impuesto provocó en ellas; lo que rememoran, añoran o evocan está sumergido bajo las aguas del pantano del Porma.

Las distintas formas de mirar el agua fueron las que motivaron nuestro viaje; no solo las de los personajes del libro de Llamazares, también las del grupo de trabajo por proyectos del IES Pablo Díez, el instituto de Boñar. Docentes y alumnado desarrollaron una idea para poner en marcha una ruta literaria que recorre las orillas del pantano del Porma. Dos obras de Julio Llamazares están en el origen de la idea: Distintas formas de mirar el agua y Retrato de bañista. El resultado es un precioso y emotivo periplo por las orillas del embalse, la memoria de quienes lo habitaron, las siluetas que les representan y las voces que nos hablan y emocionan.


Territorio y memoria inundados

En 1968 se inauguró el pantano del Porma. Bajo sus aguas hay seis pueblos sumergidos: Vegamián, Armada, Campillo, Lodares, Ferreras y Quintanilla. Utrero y Camposillo quedaron en sus márgenes y no fueron anegados, pero sí la mayor parte de sus tierras; fueron expropiados y sus habitantes tuvieron que abandonar sus casas. Rucayo, solo 25 m más elevado que Utrero, está por encima y algo alejado de las aguas. No tuvo que ser abandonado, sin embargo, el aislamiento en el que quedó provocó el éxodo y su casi total abandono. El camino de más de diez km por el que se podía llegar hasta la carretera principal no se asfaltó hasta la década de 1980; la carretera de montaña por la que llegamos Josune y yo sigue aquel camino, pero no se ensanchó hasta principios del siglo XXI.

Aparcamos junto a la fuente, en la parte baja del pueblo. Un hombre mayor limpiaba algunas verduras.

‒Ahora solo estoy yo y los de otras dos casas que tienen ganado aquí. En verano y los fines de semana viene más gente, pero en invierno no se queda nadie por las noches ‒nos dijo.

Seguimos la ruta ideada y desarrollada por docentes y alumnado del instituto de Boñar que, al norte del pantano, recorre el camino entre Rucayo y Utrero. Caminamos por un paisaje impresionante. Las cumbres de las montañas que rodean el embalse levantaban sus crestas calizas hacia un cielo azul jaspeado de nubes blancas; el verde moteaba las laderas hasta ir cubriéndolas a medida que se acercaban al agua; el pasto, los arbustos y el arbolado colonizaban las orillas del pantano. Parecía imposible esperar más para el disfrute de aquel entorno. Sin embargo, el proyecto del instituto de Boñar, que tiene su origen en la obra de Llamazares, ha logrado insertar en aquel admirable paisaje algo que aún emociona más, remueve por dentro y suscita un profundo sentimiento. Durante los casi cuatro kilómetros y medio del recorrido, siete siluetas realizadas en acero corten representan a siete de los dieciséis personajes de la novela Distintas formas de mirar el agua. Todas miran el agua en la que van a arrojar las cenizas de Domingo: marido, padre, abuelo o suegro de quienes viajan al lugar del que aquel fue expulsado y al que nunca quiso volver más que convertido en cenizas. Cada silueta ofrece la posibilidad de oír la voz de su protagonista; un código QR permite escuchar los recuerdos, los anhelos, los sentimientos que pasan por sus cabezas al contemplar el agua en la que van a arrojar las cenizas de su familiar. Si eres capaz de meterte en la piel de cada personaje cuando lo escuchas, es imposible no emocionarse.

Iniciamos la ruta.

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Distintas formas de mirar el agua

El pantano no está ya a su máximo nivel. En cuanto nos acercamos a sus proximidades vemos paredes que parecen escapar del agua. Ya no cumplen su función original; ya no separan espacios, no protegen heredades. Las vacas ocupan lugares que quizás aquellas paredes vedaban a otro ganado hace bastante más de medio siglo.


Virginia madre


Poco después de iniciar la marcha nos topamos con la silueta de una mujer realizada en acero corten; es la de Virginia, la mujer de Domingo, la primera de las tres Virginias ‒madre, hija y nieta‒ que encontraremos a lo largo de la ruta. Virginia madre mira las vacas recordando las veces que se había sentado en aquellas verdes praderas a mirar las suyas mientras pacían. Escuchamos el archivo de sonido al que accedemos con el código QR impreso en una placa y es como si Virginia, no su silueta, estuviese con nosotros, como si sus pensamientos expresados en voz alta formasen parte de la atmósfera que nos rodea. Virginia ha venido a depositar las cenizas de su marido en el embalse que les obligó a abandonar el lugar en el que nacieron y en el que habían decidido compartir su vida. Tuvieron que marchar de un valle que iba a ser inundado por el agua a una laguna desecada en una llanura sin montañas en el horizonte; la laguna; sin mayúsculas, como los protagonistas nombran el lugar al que se trasladaron. Tuvieron que dejar un valle fértil y rodeado de montañas para vivir en un poblado en construcción y trabajar una tierra baldía y del color de los sacos viejos.

Ahora, rodeada por las montañas que tanto ha añorado y mirando el pantano, se siente capaz de recorrer cada camino y cada sendero ocultos por el agua. Recuerda emociones agradables y momentos penosos. Se conmueve con el recuerdo del inicio de la vida en común con Domingo. Pero no sabe a quién contar que desde aquel momento no ha hecho más que desandar los caminos que recuerda para volver a donde ahora está; no sabe a quién confesar que ha consumido sus energías en el trabajo de volver. El deseo de Domingo fue descansar para siempre en el lugar del que fue desterrado por el agua y al que nunca volvió en vida. Virginia viene a cumplir el deseo de Domingo. Sin embargo, aunque no lo exprese, parece que el suyo es el mismo, quedarse allí:

Domingo lo hace hoy, y yo espero no tardar mucho en seguirlo.


Raquel

Tras alguna curva y un ligero ascenso en el camino hacia Utrero llegamos hasta el lugar desde el que Raquel contempla el paisaje. A la izquierda, hacia el este, las paredes verticales de un farallón ocultan la mayor parte del embalse; al frente una zona montañosa se eleva más allá del pantano y del bosque que crece cerca del agua y de los pastos. La supuesta voz de Raquel que escuchamos no transmite melancolía como la de su abuela, tampoco manifiesta sentimientos de desarraigo. Ni ella se identifica con el lugar ni su vida y sus afanes se parecen a los de sus mayores. Lo que revela es admiración, empatía y curiosidad. Admira la grandeza del paisaje ante el que le gustaría sentir lo que sienten su abuela y su madre. Manifiesta una profunda identificación con ellas y su abuelo, a quienes entiende mejor ante el panorama que contempla porque no lo interpreta solo con lo que le aportan los sentidos, también lo hace atendiendo a los sentimientos con los que empatiza y a las circunstancias que a los suyos les tocó vivir. Y una curiosidad queda adherida en su conciencia, una curiosidad que nunca podrá satisfacer:

¿Cómo habría sido mi vida de no haberse cruzado en la trayectoria de mi familia la orden de un ingeniero que decidió detener el río como el que decide detener el tiempo?


Teresa


Hacia la mitad del camino, y casi al borde de este, nos espera Teresa, la mayor de las hijas de Domingo. Ella vivió los dieciséis primeros años de su vida en Ferreras. Al volver ahora con las cenizas de su padre, recuerda con precisión fotográfica los últimos días vividos en el pueblo en el que nació. No puede emocionarse por la belleza que se contempla desde donde está porque es amargura lo que inunda su pensamiento, aunque nada enturbia el agradecimiento que siente hacia su padre y su madre. Ahora, ante el valle anegado, siente tristeza por lo que quedó sumergido bajo el agua y por las historias que allí no pudieron desarrollarse. Ese sentimiento de tristeza es el que arrastra desde que su padre quedó en coma. Y le acompañan otros: pesadumbre, desilusión, lástima, resignación…, y cierto vacío. Al mismo tiempo que rememora el tiempo vivido en Ferreras, sobre todo el de los últimos días vividos allí, repasa la vida de esfuerzo de su padre y de su madre y la suya propia. Es la que más pendiente cree haber estado de sus padres, sobre todo desde que se jubilaron. Sin embargo, siente no haberlo hecho más tiempo después de tener que abandonar Ferreras y, en la novela, se muestra apesadumbrada por haberlos llevado a una residencia cuando Domingo ya no era dueño de su cabeza. Sobre su propia vida se muestra resignada. Se casó muy joven, como lo había hecho su madre. Si pudiese volver atrás no habría abandonado tan pronto la casa familiar en la que habían iniciado una vida muy diferente a la de Ferreras. Dice, en la novela, que lo siente por no haber vivido más tiempo con sus progenitores, aunque es fácil intuir que tanto como por eso lo lamenta por no haberse liberado de la mentalidad que su madre le inculcó y, a esta, su abuela:

Mi madre pertenece, como yo, a esa clase de mujeres acostumbradas a obedecer, primero a nuestros padres y luego a nuestros maridos. ¡Qué distintas las jóvenes de hoy!

Las jóvenes de hoy son sus hijas.


Virginia hija

Nadie recorre hoy este camino. Estamos solos. Nos detenemos junto a la silueta de Virginia hija y contemplamos el embalse. La única persona que hemos visto desde que hemos llegado a Rucayo ha sido el hombre que limpiaba alguna verdura en la fuente. Solo dos todoterreno se han cruzado con nosotros; iban hacia Rucayo, en dirección contraria a la nuestra. Uno de ellos ha reducido la marcha cuando aún se encontraba alejado, seguro que para no levantar tanto polvo a nuestro paso. Al escuchar lo que la voz de Virginia nos cuenta, miramos a todos los lados para tratar de descubrir si alguien nos está observando. Si los encargados del pantano o los dueños del ganado que pasta en sus orillas nos viesen, como Virginia cree que miran a su familia, lo harían con desagrado:

Si nos están viendo ahora y descubren lo que hemos venido a hacer aquí esta mañana seguro que no les gusta. No dirán nada porque no pueden, pero seguro que no les gusta. Todo lo que tenga que ver con la historia de este lugar les molesta, no porque nadie les vaya a pedir cuentas ya por ella, sino porque puede remover las conciencias de la gente que no sabe (o no quiere saber) lo que es un pantano realmente.

Virginia tenía 9 años cuanto tuvieron que abandonar Ferreras. No mira el agua como su hermana Teresa. El sentimiento de desarraigo es menor. Añora más la laguna (así, con minúsculas), el pueblo al que tuvieron que marchar, construido desde la nada en un paisaje radicalmente distinto. Pero la imagen que vuelve a menudo a su memoria no es ni de Ferreras ni de la laguna; es la de su padre llorando cuando le acompañó a León a visitar al tío Juan. Domingo no exteriorizaba sus sentimientos; pero al recordar con su hermano a sus familiares y vecinos de Ferreras, muchos en paradero desconocido o muertos, Virginia lo vio llorar por primera y única vez. Esa imagen la conmueve.


José Antonio

Acercándonos ya a Utrero aparece, en medio de un prado y algo alejada del camino, la silueta de José Antonio, hijo de Domingo. Como el resto de las siluetas de la ruta parece observar el pantano. Su pensamiento, el que podemos escuchar allí mismo, se concentra en lo que hay bajo el agua. Él, con trece años, había marchado de Ferreras en la caja del camión que lo llevó con su familia a un exilio definitivo. Acompañaba a su padre para vigilar que nada de lo que pudieron llevar se perdiese; el resto de la familia iba en la cabina. Pero no rememora aquel viaje. Recuerda, sobre todo, el paisaje que encontró cuando quince o dieciséis años después volvió para ver el pantano vacío. Hubo que vaciarlo y los pueblos sumergidos quedaron al descubierto. Rememora lo que vio de Vegamián, de Ferreras…, y la sorpresa de ver:

que el rió seguía corriendo por su antiguo cauce, incluso bajo el puente, que también sobrevivía, como desde los días de la creación del mundo. ¡Qué eran para él cien años, o dieciséis, que eran los que llevaba preso, para cambiar de curso y de dirección después de miles de fidelidad a ellos!

Entonces quiso traer a su madre. Ella no quiso venir. Había vuelto alguna vez al lugar donde nació, creció y vivió (o mejor, a la orilla del agua que lo oculta); lo que no quería ver era la ruina en la que se había convertido, el valle muerto (...) a la vista de todos. Quien nunca volvió fue su padre, y ahora lo hace convertido en cenizas.

Ahí quiere ir a parar mi padre. (…) Descansa en paz, papá, por fin. Te lo has ganado de sobra.


Virginia nieta

La silueta de una niña con un barco de papel en la mano es la de Virginia nieta. Está en un prado que acaba en el agua a la entrada de Utrero, antes de llegar a los edificios del pueblo que, aunque en ruinas, aún quedan en pie. No mira el agua como el resto de su familia. Ni siquiera está triste. No tiene que preocuparse por no llorar, porque el abuelo no la ve. El abuelo ya sabe que le quiere; se lo dijo en voz baja antes de que cerrasen el ataúd. A ella el pantano le parece bonito, pero no es como el mar; aquí el agua no se mueve. El embalse solo puede asemejarse algo al mar que ella conoce, y en el que de mayor le gustaría ser capitana de barcos. No le da miedo el agua por muy profunda que sea. Ahora busca barcos por la orilla sorprendiéndose de que no los haya:

Si lo encontráramos podríamos cogerlo y tirar desde él las cenizas del abuelo más lejos de donde estamos, que sería mucho más bonito. (…) Así la abuela podría tirar también su ramo de flores sin miedo a que la corriente lo devuelva hasta la orilla, que es lo que le va a pasar tirándolo desde aquí. Y lo comerá una vaca. Aunque al abuelo no le importará. (…) No le importa lo que aquí ocurra porque ya no lo puede ver.


Agustín


A la entrada de Utrero, entre vallas para ganado, vemos un cartel informativo en el que leemos: “fin de ruta”, pero no debe referirse a la ruta literaria que estamos siguiendo. Echamos en falta un personaje más, otra silueta de acero a tamaño natural, la de Agustín, el hijo menor de Domingo. No hay ninguna valla que nos impida continuar por el camino que atraviesa el pueblo entre edificios en ruina, y lo seguimos. Los edificios ruinosos que van quedando a nuestra derecha nos impiden ver el pantano. Al llegar a la fuente vemos la silueta que representa a Agustín. No está mirando el embalse. Parado, con las manos en los bolsillos y un cigarrillo en los labios mira el agua verdosa del pilón. Lo hace, nos dice su voz, de la manera que su padre le enseñó: con respeto y emoción, pues se lo debo a mis antepasados.

Agustín admira a su padre y le quiere más que a nadie; le ha enseñado todo, le ha defendido siempre de todos y nunca le ha regañado. Agustín marchó de Ferreras siendo niño. La estrecha relación con su padre se construyó en la laguna. Desde que comenzó a ayudarle en el trabajo de cultivar aquella nueva tierra nunca se ha separado de él, ni siquiera ahora que ha muerto. Lo sigue viendo y le sigue hablando.

Cuando ya se va toda la familia tras arrojar las cenizas y el ramo al agua, Raquel le anima a seguirles. Agustín observa que su sobrina ha vuelto a llorar, pues tiene lágrimas en los ojos. Se ve que ella ha debido de sentir algo de lo que su abuela y su madre sienten, aunque solo sea pena por el abuelo. Agustín no les sigue; todavía quiere hacer algo que no quiere que sus familiares sepan.

Pero yo espero a que se alejen todos. Quiero quedarme con él para despedirlo como se merece. (…) Y, además, no quiero que mis hermanos escuchen lo que le digo, pues pensarían que no estoy bien de la cabeza. Ellos no entienden que mi padre y yo hablemos como cuando estaba vivo ni que yo me dirija a él como si de verdad me oyera. Así que mejor que no me escuchen y que piensen que estoy mirando el agua (…), abstraído como siempre, con la cabeza en otro lugar, que es lo que todos me dicen siempre. Eso sí, los que vuelven la suya son todos ellos cuando, ya lejos de la orilla, oyen el ruido que hace en el agua la piedra que traje de la laguna para que mi padre nunca se olvide de dónde estoy y de dónde tiene su casa.


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Los amigos de Utrero

Terminamos la ruta literaria Distintas formas de mirar el agua en la fuente de Utrero, junto a Agustín. A espaldas de este la hiedra y otras plantas envolvían la mayor parte de las ruinas de una casa que había sido el bar del pueblo. Una pintada atemporal en uno de sus pilares de ladrillo reivindicaba algo ya inalcanzable para los pueblos sumergidos: “no a los pantanos”. Una excavadora ocupaba el camino que pasaba junto a la fuente. Dos hombres se afanaban en retirar las piedras de un muro que había caído junto al pilón; la murueca era más grande y alta que este. Luis y Mario, así se llaman aquellos trabajadores voluntarios, forman parte de un grupo o asociación llamada Amigos de Utrero. Si volvemos dentro de algún tiempo podremos beber agua allí mismo, nos aseguraron.

‒Pronto volverá a manar agua por ese caño ‒dijo Luis señalando el tubo grisáceo por el que hace décadas que no lo hace.

Los planes de los amigos de Utrero son ambiciosos. Además de poner en funcionamiento la fuente van a arreglar el cementerio. Quieren reconstruir algunas casas en las que poder reunirse o montar talleres. No descartan poner en marcha algún proyecto de permacultura con fines formativos. Quieren que todo aquel espacio en el que el Pantano del Porma hizo desaparecer unos cuantos pueblos y provocó un exilio masivo vuelva a resurgir.

La fuente, aunque con agua verdosa y estancada, se veía en un estado aceptable. El caño salía de la boca de un pez adherido a los sillares superiores de la columna; esta, cuadrada, estaba pegada al muro perimetral por dentro. Quizás dentro de poco se celebre una fiesta de inauguración allí mismo a la que puedan acudir personas que ya bebían de aquella fuente antes de que les obligasen a abandonar Utrero.

El camino que sigue más allá de la fuente nos habría llevado hasta la entrada de un brazo del embalse entre la Peña Armada (1.466 m) y la Peña Utrero (1.374 m). Bajo el agua está la carretera que pasaba por la garganta formada por las dos montañas. Entre las dos peñas es donde quieren instalar un puente tibetano de unos 190 metros.

De vuelta hacia Rucayo vimos que volvía el mismo todoterreno que había reducido la marcha al cruzarse con nosotros algunas horas antes. Al vernos redujo notablemente la velocidad y acabó parando del todo para no levantar polvo mientras llegábamos a su altura. Se trataba de Goyo, otro de los amigos de Utrero. También él nos habló de los planes y proyectos que tienen.

La de los amigos de Utrero es otra forma de mirar el agua.


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Retrato de bañista

Nuestro viaje por las cercanías del Porma no iba a terminar sin bordear el pantano por la carretera que lo circunvala por el sur y el este hasta la Puebla de Lillo (LE-331). Desde los miradores que hay a lo largo de la carretera las vistas sobre el pantano y las montañas que lo rodean son excelentes. La manera de mirar el imponente paisaje no es la misma con la que lo habríamos contemplado de no haber conocido y habernos metido en la piel de los protagonistas de Distintas maneras de mirar el agua. El libro de Llamazares  termina con un texto del escritor Juan Benet, que fue el ingeniero que diseñó y trabajó en la construcción de la presa:

Todo el aire de esta región queda reducido a bien poco: una sierra al fondo, una carretera tortuosa y un monte bajo en primer plano...

El pantano en cuyo diseño y construcción trabajó Juan Benet produjo un paisaje singular y admirable, pero hizo desaparecer otro, uno que solo pueden recordar quienes tuvieron que abandonarlo, quizás con una memoria que mira con las cataratas que el tiempo produce en su mirada. Los turistas, los viajeros, los forasteros no podremos ver nunca el que miraban los habitantes de los pueblos sumergidos.

La ruta literaria El eco de la montaña del grupo de trabajo por proyectos del instituto de Boñar no se limita al itinerario entre Rucayo y Utrero (Distintas formas de mirar el agua). También forma parte de ella la ruta de los miradores: el de la presa del Porma, el de Vegamián y el de Lodares. En cada uno de ellos podemos leer un poema de Retrato de Bañista, de Julio Llamazares, y escucharlo en la voz del escritor.

Llamazares nació en Vegamián, capital municipal de los pueblos que quedaron sumergidos. Quince años después de haberlo llenado, volvieron a vaciar el pantano. Durante algún tiempo los pueblos anegados por sus aguas quedaron al descubierto. Fueron muchas las personas que aprovecharon el vaciado para volver a ver los que habían sido sus pueblos y sus casas; Llamazares también lo hizo. Escribió Retrato de Bañista influenciado por la estremecedora visión de las ruinas del pueblo en el que había nacido.


(Se puede acceder a la lectura y audición de los poemas desde estos enlaces:



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Notas:

En el apartado Distintas formas de mirar el agua se puede acceder a los archivos de sonido correspondientes a cada personaje por medio del enlace adherido a cada nombre.

Todos los textos en cursiva son copia textual de la obra de Julio Llamazares Distintas formas de mirar el agua.

Para el proyecto El eco de la montaña del IES de Boñar: https://xn--elecodelamontaa-crb.com/

Sugerencia:

La mejor manera de disfrutar de la ruta entre Rucayo y Utrero, al menos para quien esto escribe, tiene tres fases:

  1. Leer Distintas formas de mirar el agua antes de ir.
  2. Escuchar in situ los archivos sonoros correspondientes a cada personaje representado en las siluetas.
  3. Volver a leer la novela a la vuelta. Seguro que si durante el recorrido consigues meterte en la piel de los protagonistas, la emoción que consiguen transmitir las locuciones hará que leas de nuevo la novela con mucho más interés y emoción.

2025/07/19

Más allá no hay más que mar


 



Más allá de las islas Skellig no hay más que mar. Dos razones puede haber para detenerse en ellas: la imposibilidad de encontrar tierra más lejos o, viniendo desde el mar, no querer establecer residencia en territorio ocupado por la especie humana.

Las Skellig son dos pequeñas islas, dos rocas escarpadas que sobresalen del océano a unas ocho millas de la costa al oeste de la península irlandesa de Iveragh, al suroeste del país. En la más pequeña ‒Little Skellig‒ se establece la que dicen mayor colonia de alcatraces atlánticos de Irlanda y una de las más grandes del mundo. Más de 25.000 parejas reproductoras de estas aves regresan a este islote en primavera y ocupan cada cornisa, cada espacio disponible en las escarpaduras de esta roca, un peñasco oscuro y sin vegetación. El aspecto de la más grande ‒Skellig Michael‒ es diferente; sus cantiles también son oscuros, pero se visten de verde, excepto en los escarpes más verticales. Esta es preferida por otra ave marina para nidificar durante su periodo reproductivo: los frailecillos. Unas 4.000 de estas aves ocupan la isla entre abril y setiembre, casi el mismo tiempo disponible para desembarcar en ella como turista; solo es posible hacerlo entre mayo y finales de setiembre, nunca más de 180 personas por día y únicamente cuando el oleaje y el estado de la mar lo permiten. En estos dos peñascos se detienen durante algunos meses alcatraces, frailecillos y otras aves marinas; los seres humanos solo llegan para una corta visita y no van más allá.

Después de varios días de espera y de haber navegado en dos ocasiones hasta casi tocar Skellig Michael, pude desembarcar en la isla, ascender centenares de peldaños por una empinada escalera, llegar a un monasterio de 15 siglos de antigüedad y mirar hacia el sureste desde el inicio de una imaginaria línea de casi 4.000 km de longitud.

A lo largo de la Línea Sacra de San Miguel Arcángel, que tiene aquí su inicio, se sitúan siete u ocho lugares en los que los mitos, las creencias y la Historia se han mezclado de tal manera que es difícil pensar en ellos con mentalidad aséptica, neutra, desapasionada. En todos se venera a San Miguel; en la mayoría se siguen llevando a cabo las ceremonias litúrgicas que sirven para anclar en esos lugares el culto al arcángel. Un modelo arquetípico de la sucesión ininterrumpida de actos litúrgicos es el del santuario del Monte Gargano, en la provincia italiana de Foggia: las misas y los rosarios se suceden interminablemente mientras la rigurosa mirada de monjas vigilantes conmina a fieles y turistas a no desviarse del protocolo y de las normas de supuesto respeto allí establecidas. Fue en Gargano donde se originó el culto al arcángel a finales del siglo V; desde allí se extendió por toda Europa.

En casi todos los santuarios y monasterios de la legendaria línea es posible separar la Historia del mito. Hay referencias relativamente fiables para situar la fundación y construcción de los monasterios, para conocer el inicio de la evangelización en los lugares donde se ubican, para descubrir qué mitos y creencias son las que sustituye la veneración a San Miguel, para entender las motivaciones de quienes decidieron apoyarse en viejas creencias para introducir los nuevos cultos… Muchas veces disponemos de textos que nos orientan en esa confusa historia y sitúan los hechos en lugares y momentos concretos, aunque sean a menudo memorias y relatos escritos siglos después de los acontecimientos narrados. En Skellig Michel separar la leyenda de la realidad es más complicado.

La historia entre nieblas

Cuando entre los siglos VI y VIII unos monjes decidieron establecerse en Skellig Michael, Irlanda era considerada la isla más occidental del mundo; las tierras habitadas y el mundo conocido terminaban en las islas Skellig. Para los romanos, cuyo imperio había terminado por caer en el año 476, Irlanda ‒Hibernia para ellos‒ era un territorio misterioso y salvaje, el último habitado en el mundo conocido. Aunque en algún momento pudo ser posible objetivo de conquista, el imperio romano nunca se estableció en la isla. Fueron los primeros evangelizadores quienes introdujeron en Irlanda la cultura occidental a través del cristianismo, que comenzó a establecerse allí en el siglo V.

Tanto el conocimiento sobre la historia primitiva de Irlanda como el de la introducción del cristianismo en la isla se alimentan más de leyendas que de hechos reales. Para aquella hay relatos mitológicos, no referencias contemporáneas escritas. En cuanto al inicio del cristianismo, las historias sobre sus santos pioneros también tienen un envoltorio fabuloso; y las hagiografías (esas biografías de santos en las que tiene más importancia el elogio que la verdad) pueden ser fuentes incuestionables para creyentes; sin embargo, más de una vez adjudican el mismo hecho a santos diferentes, como si hubiese una inflación de santos para una limitada lista de hechos miríficos y prodigiosos. Se dice que fue San Fionán, a quien se considera fundador del monacato irlandés, quien fundó el monasterio de Skellig Michael. Si fuese así el monasterio tuvo que iniciar su andadura antes de la mitad del siglo VI, porque el 549 es la fecha en la que se cree que San Fionán murió. Sin embargo, la fecha para su muerte no es segura y “los estudios arqueológicos publicados hasta 2011 señalan que el monasterio pudo tener su origen entre el final del siglo VII y el comienzo del VIII d.C.”1

Según alguna versión de la legendaria conquista de Irlanda por los Milesios, estos ya habían desembarcado en Skellig Michael. Allí fue enterrado Ír (hijo de Míl Espaine), que murió en un accidente durante la campaña de conquista. Los lugares de enterramiento eran declaraciones de legítimo y permanente dominio, así que los monjes que establecieron allí su monasterio llegaron a una isla deshabitada e inhóspita, pero conocida y reivindicada. Construyeron sus moradas y lugares de culto en un lugar que ya actuaba como testigo de los inicios de la historia gaélica imaginada2.

El culto a San Miguel se iba extendiendo por Europa cuando recalaron en Skellig Michael los primeros monjes, pero no fue San Miguel el santo elegido para su patrocinio. Pasaron algunos cientos de años hasta que entre los siglos X y XI construyeron la iglesia a él dedicada; fue entonces cuando el monasterio se vinculó al culto al arcángel. Un par de siglos más tarde, en el siglo XIII, los monjes abandonaron la isla y se trasladaron a la abadía de Ballinskelligs, en la cercana bahía del mismo nombre en el condado de Kerry. Las condiciones cada vez más difíciles para vivir en la isla (provocadas por cambios climáticos en el Atlántico) fueron, al parecer, las que los expulsaron. Aunque la iglesia dedicada a San Miguel en Skellig Michael se arruinó, otros oratorios y las celdas en forma de cúpula en las que los monjes vivieron se mantienen tal como eran. En cambio, de la abadía de Ballinskelligs solo quedan algunos muros que se mantienen erguidos en la misma orilla del mar; las ruinas están rodeadas por un cementerio que invade buena parte del espacio que ocupaba el monasterio; el interior de la nave de la iglesia y de otras estancias de las que solo quedan los muros verticales también está lleno de tumbas y lápidas. En un panel informativo se puede leer que la abadía se fundó en 1210, aunque antes ya había en el mismo lugar una que era la base de operaciones de los monjes de Skellig Michael; a aquella fue a la que se trasladaron a mediados del siglo XI. Según otras fuentes el monasterio de la isla no se fundó antes de finales del siglo VII y permaneció en uso hasta la segunda mitad del siglo XIII3.


Desembarco en la isla

Skellig Michael es visible desde muchos lugares de la costa sureste de Irlanda; llegar a ella parece asequible, saltar a tierra no tanto. Cuando te sitúas ante Skellig Michael y la observas desde un mar siempre movido, cuando no agitado, parece increíble que alguien haya elegido aquel peñasco como lugar de residencia.

La embarcación en la que navegué para desembarcar en Skellig Michael era más rápida que la que nos había trasladado unos días antes hasta las cercanías de las islas en dos ocasiones. Estaba protegida por una cubierta transparente que resguardaba al pasaje del agua que saltaba sobre ella; también permitía observar los delfines, que a veces la seguían, y las aves, estas cada vez más abundantes a medida que las islas se acercaban. Cuando llegó a Skellig Michael, la embarcación enfiló su proa hacia una embocadura entre acantilados. Al fondo de la corta y estrecha ensenada se abría la boca de una oscura cueva; el agua se agitaba entre sus paredes. El barco se acercó a una estrecha escalera que ascendía hasta una pequeña meseta del mismo acantilado. La nave se balanceaba al ritmo de las olas, y los peldaños a los que había que acceder para subir al rellano aparecían y desaparecían en el agua. Para saltar a la escalera era necesario adaptarse al vaivén y anticiparse al balanceo para acertar a posar el pie en el escalón elegido. Cuando los diez pasajeros estuvimos en tierra la nave se alejo de los acantilados; nos esperaría algo más de dos horas entre Little Skellig y Skellig Michael; sufriría el embate de las olas, pero sin correr el riesgo de ser lanzada contra las rocas.

Los monjes que habitaron la isla se comunicaban con Ériu (antiguo nombre de Eire) utilizando unas embarcaciones ligeras cubiertas de piel de vaca. Debieron tener tres lugares de desembarco, porque tres son las escaleras de cientos de peldaños que superan los 180 m de desnivel que hay hasta el monasterio; una al este, otra al norte y una tercera al sur. Es probable que la del este ‒Blind Man’s Cove (Ensenada del Ciego)‒ fuese la más utilizada, porque se trata de la ensenada más protegida y en la que sería más fácil guardar el curach, embarcación ligera cubierta de pieles4, alejándolo del espacio sacudido por las olas. Esta es la ubicación que se utilizó para dar servicio a los dos faros construidos en el siglo XIX, a pesar de ser la más alejada del primero en construirse, hoy ruinoso y en desuso.

Blind Man’s Cove es el lugar por el que hoy acceden quienes visitan la isla. Sin embargo, los 180 metros de desnivel que separan la ensenada del monasterio no se pueden remontar por el camino en el que los monjes construyeron (o mandaron construir) una escalera. En el tramo afectado por el oleaje y la marea excavaron los peldaños en la misma roca; después afianzaron cientos de escalones en la vertiginosa ladera para llegar al lugar donde habían construido viviendas y oratorios. A las personas que ahora visitan la isla se las dirige por el camino construido para acceder a los faros; buena parte de él está protegido por una cubierta en la que, al pasar, se oye caer alguna piedra. Tras recorrer unos 350 metros de suave ascenso se abandona el camino moderno de los faros; desde aquí a cada paso se asciende un escalón de la escalera que en su origen subía desde el punto de desembarco al sur de la isla.

Dos horas en la Edad Media

Solo al pisar los primeros peldaños de aquella escalera sentí que había llegado al lugar que cada vez que había pensado en viajar a Skellig Michael imaginaba. Durante dos horas iba a estar en un lugar donde todo lo que vería se mantenía tal como lo habían construido durante la Alta Edad Media los pocos habitantes que ocuparon aquella escabrosa isla. No fueron más de doce o trece monjes los que la ocuparon en cada momento: solo unos pocos cientos durante unos seis o siete siglos. Casi todo lo que construyeron lo hicieron con el material conseguido en la propia isla y con las técnicas utilizadas en otros lugares de Irlanda; y no ha sido modificado después.

Las celdas y los oratorios del monasterio son el ejemplo paradigmático de su estilo, aunque en la escalera que había empezado a ascender ya se puede apreciar cómo utilizaron la piedra, fácil de conseguir y trabajar por su estructura y por la disposición de los estratos en la isla. Pero una especie que compartió la isla con los monjes, y que con toda seguridad la poblaba antes que ellos, me hizo olvidar que la meta a la que quería llegar era el monasterio; el espectáculo de los frailecillos ralentizaron mi ascenso. Toda la ladera estaba ocupada por ellos. Algunos ocupaban los escalones; otros se asomaban en sus nidos excavados en el suelo entre las piedras sueltas bajo el verde manto vegetal de la ladera; muchos se agrupaban sobre salientes y cornisas… Miles de aves jaspeaban toda la superficie visible, volaban sobre el mar o se sumergían en él.

Tras superar un escarpe en el que se encajaba la escalera apareció Little Skelig al noreste; las manchas blancas de los alcatraces destacaban en la roca oscura de la isla. Otras especies de aves marinas compartían en sus vuelos el espacio entre las dos islas; los alcatraces se identificaban con facilidad por su tamaño.

A las construcciones del monasterio se llega después de atravesar buena parte de una terraza exterior situada entre los muros que a ella misma la sostienen y los que aseguran la terraza superior; en esta se encuentran la mayor parte de los edificios. Al entrar en el espacio donde se agrupan las celdas, oratorios y cementerio solo se ve una construcción en ruina: la iglesia de San Miguel, la única construcción en la que se utilizó argamasa. El resto, construido mucho antes, se mantiene tal como fue concebido. Seis celdas, un oratorio y un pequeño cementerio se agrupan en el lugar más protegido de la isla, en “un refugio climático (…): una isla de calor dentro de la isla”5.

El conjunto es admirable. Todo contribuye a la sorpresa, a la fascinación, al asombro: la ubicación, el aislamiento, las vistas sobre un mar inacabable... Seis pequeñas celdas en forma de cúpula, como seis enormes huevos hincados en el suelo, fueron las viviendas o espacios comunes de quienes habitaron la isla. Todas tienen un perímetro circular; en las más antiguas también su espacio interior es circular, en las más modernas este es rectangular. Están construidas de tal manera que el agua no puede penetrar en el interior; los muros, además de su grosor, tienen dispuestas las hiladas de piedras con las que están construidos con una ligera inclinación hacia el exterior; por mucha lluvia que caiga la estancia siempre estará seca. El interior es oscuro porque los vanos o no existen o son muy pequeños; conseguir un espacio confortable en un lugar inhóspito exige alguna renuncia. En el exterior, en un espacio que parece abigarrado por las construcciones, pero ordenado como un cálido regazo, uno puede sentirse seguro y protegido observando el mar infinito y agitado que se extiende mucho más abajo; y ante la vista de la abrupta y escabrosa Little Skellig que se hunde en ese mar, puede sentirse afortunado de ocupar un refugio que en la isla vecina sería imposible.

Abandoné con pena aquel regazo. Me demoré en el descenso. La escalera parecía mucho más vertical a la bajada. Envidiaba a los frailecillos que allí iban a quedarse y pensé que si me atrasaba el barco se podría ir sin mi. No me atreví, no tenté a la suerte. Aunque llegué el último, llegué a tiempo; la nave no había zarpado aún.

Quizás cuando haya visitado los lugares que me faltan en esa línea virtual que aquí comienza vuelva a Skellig Michael.


1Velado Pérez, Emilio (2025). El confort de lo inhóspito. Historia medioambiental del monasterio de Skellig Michael (cdo. Kerry, Irlanda. Panta Rei. Revista Digital de Historia y Didáctica de la Historia, 19, online.first. DOI: 10.6018/pantarei.651891

2Crowley, J. y Shenan J. (Ed.). 2022. The Book of the Skelligs. Cork University Press.

3Cf. Velado Pérez, E. (2025), op. cit., p. 6

4Mac Cárthaigh, C. en: Crowley, J. y Shenan J. (Ed.). 2022. The Book of the Skelligs. Cork University Press.

5Cf. Velado Pérez, E. (2025), op. cit., p. 12


2025/07/18

Hasta un extremo de la línea

 


Una línea solo es un concepto. No tiene más que una dimensión y ni siquiera puede proyectar sombra. Se puede simbolizar, pero no se puede asir, no se puede tocar, no se puede ver. Podríamos decir que tiene cierto parecido con los ángeles, que se pueden describir y representar, pero no existen. Aunque esta es una comparación algo exagerada, porque la línea sí tiene una dimensión.


Hace ocho años atravesé Francia e Italia para unir en un viaje cuatro puntos sobre los que la leyenda ha trazado una línea recta, una entelequia. Las balizas que señalan dichos puntos son construcciones admirables en lugares extraordinarios: Mont Saint Michel, Saint Michel d’Aiguille, Sacra di San Michele y el santuario de San Michele Arcangelo en el Monte Gárgano. Pero la quimérica línea se alarga más allá de los dos extremos de aquel viaje. Dos monasterios son otras dos balizas en la continuidad de la línea hacia el noroeste y otro par hacia el sureste. Los primeros son St. Michael’s Mount y Skellig Michael; para llegar a este último hay que internarse en el Atlántico Norte. Los otros dos son el Monasterio de San Miguel Arcángel de Panormitis, en la isla griega de Symi, y el Monasterio Stella Maris en el Monte Carmelo, en territorio palestino ocupado por Israel. En una línea imposible de asir siete santuarios dedicados a un ser ilusorio y quimérico; ocho si se añade el construido en la puntiaguda cima del Rocher d’Aiguille, que, aunque fuera de la imaginaria línea, se reivindica en ella.

La intención de completar aquel viaje, de llegar a todos los puntos sobre los que se traza la Línea Sacra de San Miguel Arcángel nunca se ha desvanecido. Ahora me dirijo al extremo noroeste de la línea, a la isla Skellig Michael. En futuros viajes llegaré a la isla mareal de St. Michael's Mount y a la isla Griega de Symi, donde terminará mi recorrido. Nunca tuve la intención de llegar al extremo sureste de la línea; no voy a pisar un territorio arrebatado a sus habitantes por el sionismo; no quiero contribuir, como despreocupado turista, a dar apariencia de normalidad a un estado gobernado por genocidas.


Al inicio de la línea

Si hubiese que situar el origen de la veneración a San Miguel en alguno de los santuarios distribuidos en la misteriosa línea, habría que hacerlo en el Monte Gargano. Sin embargo el inicio de la línea está en Skellig Michael, en el monasterio que dicen fundado por San Fionán; se trata del más inaccesible de ellos.

Las Skellig son dos islas alejadas más de doce km de la península irlandesa de Iveragh: Little Skellig (pequeña roca) y Skellig Michael (la roca de Miguel). En Little Skellig no se puede desembarcar y el acceso a Skellig Michael está limitado a un máximo de 180 personas por día. La travesía entre Portmagee o la isla de Valentia, al suroeste de Irlanda, solo puede realizarse entre mediados de mayo y finales de setiembre, y solo si el tiempo y el estado de la mar lo permiten. Con más de cuatro meses de antelación hice las reservas para dos tours hasta las islas Skellig: uno sin desembarco, al que Josune me iba a acompañar, y otro con desembarco en Skellig Michael. Encontré plazas disponibles para el 12 y 13 de junio del 2025. Sin embargo, reservar una plaza para desembarcar en Skellig Michael y visitar aquel espacio monacal no garantiza que puedas hacerlo. Si el estado de la mar impide la travesía y el desembarco en la fecha para la que se hizo la reserva, te quedarás en tierra sin poder llegar a tu destino.

Día y medio antes de nuestra llegada prevista a la isla de Valentia, recibimos un mensaje en el que se nos comunicaba que el día 12 de junio no se podría realizar la travesía por el estado del tiempo y de la mar. Nos ofrecieron la posibilidad de adelantarlo al día 11. Aceptamos, aunque tuvimos que madrugar para llegar a tiempo, porque nos encontrábamos lejos de Pormagee.

La pequeña embarcación, en la que viajábamos 9 personas y el piloto, fue juguete de las olas durante toda la travesía. El mar estaba agitado; el viento introducía en la cubierta el agua que se levantaba en las embestidas entre las olas y el barco y caía sobre nosotros. Al llegar a la cara este de Little Skellig el mar, protegido en aquel lado por la escabrosa isla, dejó de estar tan movido. Lo que desde lejos nos pudo parecer nieve sobre una superficie oscura desdibujada por la neblina no eran más que miles y miles de seres vivos que ocupaban cada cornisa disponible de aquel suelo vertical. Aquella negra y áspera roca era la residencia temporal de más de 25.000 parejas de alcatraces que anidan en los escarpes.

Rodeamos Little Skellig y nos acercamos a Skellig Michael por un mar otra vez movido. Excepto en los acantilados más verticales, un manto verde cubre la superficie de esta isla. En esta áspera protuberancia rocosa que surge de las agitadas aguas del Atlántico a ocho millas de la costa irlandesa, un pequeño grupo de monjes estableció su morada en el siglo VII. Construyeron su iglesia y sus moradas en dos pequeñas terrazas a unos 170 y 180 m s.n.m. La inhóspita isla estuvo ocupada permanentemente por monjes irlandeses hasta el siglo XII o XIII. Parece que nunca fueron mucho más de una docena.

Desde el mar agitado, con las nubes sobre los dos vértices más altos de la isla (185 m y 218 m) y con la neblina poniendo un velo semitransparente ante los ojos de quien miraba, distinguir las pequeñas construcciones en forma de cúpula me resultó imposible. Lo que sí pude distinguir fueron dos líneas grises ascendiendo sobre el manto verde, eran dos de las tres escaleras construidas para llegar al monasterio; la tercera se encuentra en la vertiente norte de la isla, frente a la que no pasamos. Cientos y cientos de escalones construidos en piedra seca, sin mortero, unen tres posibles puntos de desembarco con el monasterio. Cerca del agua no hay mas que roca y los escalones se esculpieron en ella.

Volvimos a la isla de Valentia empapados. Me aseguraron que las previsiones para dos días más tarde, fecha de mi reserva para el desembarco, anunciaban mejor tiempo y la mar estaría mucho más tranquila. Todavía no sabía que tampoco ese día se iban a producir desembarcos en la isla.

Un objetivo de larga espera

La víspera de la fecha elegida, al atardecer, recibí un mensaje que me conminaba a tener disponible mi teléfono desde las primeras horas del día por si tenían que comunicarme que se suspendía el viaje; no había seguridad de que el estado de la mar permitiese desembarcar en Skellig Michael. Por la mañana esperé en el centro de visitantes Skellig Experience hasta después de las diez confiando en que se disipasen las dudas en quienes tenían que decidir si el desembarco era posible o no. El premio para quienes esperábamos fue la decepción: las condiciones no permitían el desembarco.

Tenía dos opciones: que se me devolviese el precio pagado o que esperase a que los siguientes días se produjese alguna cancelación. Elegí la segunda con muy poca esperanza; era viernes y entrábamos en un fin de semana, unos días más demandados y con listas de espera. Nuestro plan de viaje solo contemplaba un día más en la zona; el domingo, de mañana, abandonaríamos la isla de Valentia y la península de Iveragh. El sábado volví a presentarme en el centro de visitantes con la remota esperanza de conseguir una plaza para mí. El día había amanecido luminoso y el tiempo se preveía inmejorable para la travesía y el desembarco. No tuve suerte.

Resignado a no pisar Skellig Michael y a no llegar hasta el monasterio paleocristiano de la isla, me mentalicé para abandonar Irlanda sin cumplir el objetivo que nos había llevado hasta el Condado de Kerry. Pero el día era luminoso y el mar entre el puerto de Portmagee y la Isla Valentia parecía tan en calma que consulté la posibilidad de volver a realizar el tour sin desembarco hasta las Skellig en lugar del reembolso de lo pagado. Para esa travesía sí había plazas disponibles y no me resistí a la tentación de volver a acercarme hasta las islas. Llamé a Josune, que todavía no había marchado del glamping en el que nos alojábamos en la isla de Valentia; fui a buscarla y, en la misma embarcación que unos días antes, repetimos la travesía. Esta vez con cielo despejado y mejor mar. Además del piloto nos acompañó como guía otro viejo marinero; grababa sus explicaciones con el móvil y después nos lo pasaba con la traducción al euskera. Pudimos observar con mucha más tranquilidad que tres días antes los escarpes repletos de alcatraces de Little Skellig, el vuelo y las inmersiones de los frailecillos, las numerosas aves marinas que sobrevolaban las islas y las aguas que aislaban a estas del resto del mundo, algunas focas y delfines… La observación de las empinadas laderas de Skellig Michael solo producía en mí añoranza por no poder ascender hasta el inicio de la línea que había provocado el viaje. De vuelta, esta vez secos, la frustración por la imposibilidad del desembarco ensombrecía la satisfacción que la travesía nos había proporcionado.

A pesar del colchón de días de estancia en la isla de Valentia en previsión de que hubiese que cambiar la fecha de la travesía con desembarco en Skellig Michael, tendría que irme de Irlanda sin cumplir el objetivo que me había llevado hasta allí. Cada uno de los días que la travesía se frustró lo habíamos aprovechado para recorrer con calma la península de Iveragh, la isla de Valentia, el Anillo de Kerry…

Nos sorprendieron los acantilados de Kerry, cerca de Portmagee, y el recorrido y ascensión hasta Bray Head, en la isla de Valentia. Entre Terranova y este último lugar se instaló el primer cable telegráfico transatlántico; la cumbre de Brary Head vinculada a aquellos primeros cables transatlánticos es uno de los atractivos que se ofrecen a los turistas. Para nosotros su atractivo estaba en las vistas de las islas Skellig durante gran parte del recorrido, vistas que también son excelentes desde los acantilados de Kerry.

Recorrimos la playa y las dunas de Rossbeigh Strand bajo la lluvia. El sol lució el día que llegamos a la abadía de Ahamore, en una pequeña isla a la que se accede a pie desde la playa de Derrynane; se trata de unas ruinas bien conservadas convertidas en cementerio.

Algunos días antes el sol no fue tan generoso cuando visitamos la abadía de Ballingskelligs, cerca de la playa del mismo nombre. Se trata de las ruinas de otra abadía convertida en cementerio. A esta abadía agustina es a donde se trasladaron los monjes de Skellig Michael cuando abandonaron como residencia permanente la isla.

Castillos, mansiones y abadías conservadas en su ruina adornan a menudo el paisaje irlandés. Ya estaba convencido de que abandonaría la costa suroeste de Irlanda con la imagen de los paisajes que había descubierto, la de las islas desdibujadas por la neblina contempladas desde lejos, la de las escaleras que subían desde el mar buscando un monasterio paleocristiano, la de las ruinas de una abadía a la que volvieron los monjes de una congregación que ocupo permanentemente Skellig Michael durante seis siglos…; pero me iría sin el recuerdo de mis pies hollando los lugares que aquellos monjes habían habitado y adaptado a sus ascéticas necesidades.

Cuando quedaban menos de doce horas para alejarnos de la península de Iveragh y la resignación ya había negado hasta el más mínimo espacio a la esperanza, recibí un mensaje en mi móvil: si seguía interesado en desembarcar en Skellig Michael tenía una plaza disponible.

Confirmé mi asistencia.

2025/03/07

EL NACIMIENTO DE DOS RÍOS

 


Dos surgencias. Una espectacular en su inicio, la otra un humilde hilo de agua. La primera nace con decisión y emprende con vocación oceánica su corto recorrido en dirección al mar más alejado de su primera fuente. La segunda surge con timidez, sin ruido ni alharacas; el líquido que mana de la tierra se desliza sin atrevimiento, como si tuviese dudas de elegir entre el lejano océano o el más cercano mar. Las dos son el nacimiento de un río; la primera el del río Cuervo, la segunda el del Tajo.



Río Cuervo

El río Cuervo nace en el parque natural de la Serranía de Cuenca. El lugar más visitado y fotografiado de este río son las cascadas que salvan la barrera que el agua ha construido durante millones de años al depositar sobre el suelo por el que discurre el carbonato cálcico diluido en ella. Las cascadas son espectaculares cuando el caudal es abundante, más aún cuando en invierno se congelan. El nacimiento está a medio km de distancia y 40 m por encima de ellas.

Llegamos al paraje, declarado monumento natural en 1999, desde Vega del Codorno. Entre los barrios de La Cueva y El Perchel la mansedumbre del río, oculto por la maleza en buena parte del tramo, no permitía presagiar el soberbio espectáculo que nos esperaba a unos 3 o 4 km y 140 m más arriba. Tras un corto paseo desde el aparcamiento habilitado para su visita, nos colocamos ante el escenario en el que el agua del río Cuervo interpreta el acto más brillante y seductor de todo su recorrido. En la ancha chorrera formada por numerosas cascadas, el agua fluye por un ciclorama tridimensional que ella misma ha construido y sigue moldeando. La parada es obligatoria antes de llegar al manantial que brota de una cueva; el agua que de este mana desde el interior de la montaña viene cargada de sales carbonatadas disueltas en ella; en el exterior se vuelven insolubles y van formando la toba sobre la que las vistosas cascadas se deslizan.

Las sugerentes configuraciones que surgen hacen que el agua se distribuya por un ancho espacio y caiga por numerosas cascadas. Algunas de las frágiles formas por las que el río se escurre parecen una capa con capucha que en su oscuro interior protege del agua a algún misterioso y negro ser que no vemos.

Después de su vistosa exhibición, el río Cuervo discurre hacia el noreste durante unos 39 km. No será él quien haga llegar sus aguas hasta el río Tajo; aunque nace con arrogancia no es más que un afluente secundario que tiene que entregarse al Guadiela para que este sea quien se las ofrezca al Tajo.


Río Tajo

Hacia el sureste, a unos 20 km en línea recta, 33 por carretera y a 1.600 m s.n.m., hay un humilde manantial que surge de la tierra, a 170 metros más de altitud que el del río Cuervo. Es tan modesto que el agua que de él fluye parece no saber hacia dónde dirigirse. En los primeros tramos, casi marcando la divisoria de aguas atlántico-mediterránea, el río se esconde para volver a aparecer más tarde, como si tuviese vergüenza de mostrarse o dudas de que mar elegir. Pero es el Tajo desde el principio, aunque el lugar de su nacimiento no sea más que una atracción turística y no un monumento natural como el del río Cuervo.

El río en su nacimiento no llama la atención, lo que sí lo hace es el Monumento al Nacimiento del río Tajo. Se trata de un grupo escultórico con cinco figuras metálicas. En una de ellas se representa la península ibérica y el curso del río Tajo en ella. Otras tres representan a las provincias en las que se forma: un toro representa a Teruel; una estrella sobre un cáliz, a Cuenca; un caballero en su caballo, a Guadalajara. El padre Tajo está representado por la monumental escultura de un titán con una hendidura que recorre todo su cuerpo; es una alegoría del Tajo y del surco de más de 1.000 km que el río abre al atravesar la mayor parte de la península. Las barbas del titán serian el agua tras el deshielo; la hendidura que recorre la escultura de arriba a abajo (ensanchándose a medida que desciende), la tajadura que divide la península en dos.

El nacimiento del Tajo necesita un exagerado monumento artificial para atraer la atención de quienes atraviesan los Montes Universales entre Castilla la Mancha y Aragón. Lo descubrimos cuando desde Vega del Codorno nos dirigíamos a Albarracín. Poco después de Tragacete tomamos la carretera CM-2119, coronamos el puerto de El Cubillo de 1.617m y enlazamos con la A-1704. Cinco km después, a la altura de una pronunciada curva, muy cerca de la carretera y a nuestra izquierda, divisamos el desmesurado monumento, más atractivo turístico por sí mismo que por el río que allí nace.

Nuestro itinerario hizo que dejásemos atrás el Tajo, pero estar en su nacimiento provocó la idea de un futuro viaje desde su primera fuente hasta la desembocadura. Como otras veces un viaje nos sugería otro. Aún solo es una idea, pero su realización dejará pequeño el modesto objetivo de viajar para ver unas espectaculares cascadas. La surgencia del río Cuervo es arrogante y espectacular, aunque solo es el prolegómeno de un río breve, efímero. El modesto y tímido manantial del Tajo no atrae por sí mismo, sin embargo anuncia una larga travesía por regiones y paisajes diversos antes de entregarse al océano Atlántico. Allí, en Lisboa, construyeron un puente de 17 km para unir las dos orillas del estuario que se forma en su desembocadura. 

¡El del Tajo sí que es un camino de crecimiento!




Nacimiento del río Tajo






Nacimiento del río Cuervo

Un viaje literario para mirar el agua

Hacía horas que la Sierra Salvada y los Montes Obarenes habían quedado atrás. Después, nuestras retinas se fueron saturando de paisaje cas...