2020/02/11

Isla Negra


Latinoamérica; pinceladas, imágenes y enlaces de un viaje (26)


Isla Negra
27/11/2018


Regresé de mis viajes. Navegué construyendo la alegría”. Con esta frase grabada en una viga de madera me recibió la casa de Neruda en Isla Negra. Ocho días después del golpe militar contra Salvador Allende, Neruda fue trasladado desde esta casa hasta una clínica de Santiago de Chile, donde cuatro días más tarde murió (hay quien sostiene que fue envenenado). Para volver, para regresar a esta casa y ser enterrado junto a ella como él quería, tuvieron que pasar 19 años y algunos meses: un golpe civico-militar, una cruel represión, una perversa dictadura... Pero desde el 12 de diciembre de 1992 sus restos reposan donde él quería mirando al Pacífico. “Compañeros, enterradme en Isla Negra, / frente al mar que conozco, a cada área rugosa de piedras/ y de olas que mis ojos perdidos/ no volverán a ver…”.

Isla Negra no es una isla; es una localidad que antes de que Neruda la renombrara, se llamaba Las Gaviotas. En la década de los 30 del siglo pasado Neruda compró un terreno con una cabaña a orillas del Pacífico, a algo más de cien kilómetros de Santiago. Alrededor de aquella cabaña fue creciendo durante varias décadas la casa, hoy convertida en museo. Y allí creció el Canto General, y buena parte de la obra de Pablo Neruda. Frente al mar. «El océano Pacífico se salía del mapa. No había dónde ponerlo. Era tan grande, desordenado y azul que no cabía en ninguna parte. Por eso lo dejaron frente a mi ventana».

Llegué en autobús de línea a Isla Negra. Antes había releído unos cuantos poemas del Canto General, y los había vuelto a escuchar en vídeos de la ópera del mismo nombre de Mikis Theodorakis. Pero en esta casa de Isla Negra no se conservan los escritos de Neruda, ni su biblioteca. Lo que hay en la casa de Isla Negra son “juguetes”, colecciones que la adornaban, objetos a los que él trataba como si tuviesen vida.

Para mí el dormitorio es uno de los espacios más atractivos. La cama está colocada en diagonal para tener el sol detrás al amanecer, entrando por una ventana, y para verlo delante al atardecer, a través de dos ventanales que permiten contemplar el mar a los pies de la casa y admirar el crepúsculo.

Fuera, a la izquierda de la casa está la tumba con los restos de Neruda y su última mujer, Matilde Urrutia. El espacio que ocupa la tumba está rodeado por unos muros que dibujan el perfil de un barco que se adelanta hacia el Pacífico.

No había comido nada desde que desayuné en Santiago; ya bien entrada la tarde, compré una empanada en un restaurante cercano a la parada de autobús. El dueño me contó que él conoció a Neruda, y que veraneó algún año en la casa que yo acababa de visitar. Su suegro era el carpintero del poeta, y cuando éste estaba de embajador en París, les dejaba su casa.

―¡Quién iba a pensar que Neruda le iba a dar tanta fama a este pueblo! ―me dijo al despedirnos.

No sé cuánto adorno tendrían las historias que me contó. Yo no necesitaba elogios del lugar y de la casa para marchar satisfecho de lo que había visto. Hacía mucho tiempo que quería llegar hasta allí, y marchaba mucho más encantado de lo que antes de estar en Isla Negra hubiese podido imaginar.

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