2019/09/15

Cueva de Skocjan, Eslovenia; la medida de la eternidad

Hace más de dos meses que no he añadido ninguna entrada a este blog; las razones han sido varias. Hoy reinicio aquí la actividad con una entrada sobre el lugar que más me impresionó en un viaje durante el mes de julio a Eslovenia.



Si la primera vez que me hicieron visualizar la eternidad hubiese sido en la cueva de Skocjan, el hipotético castigo eterno por sacrilegio me habría aterrorizado infinitamente más de lo que lo hizo durante siete u ocho años.


En un reciente viaje a Eslovenia seguimos la recomendación de un joven laudioarra que ha vivido unos cuantos meses allí, y visitamos la cueva de Skocjan. Para quien lo más atractivo de las cavidades subterráneas son las formaciones que durante decenas y cientos de miles de años se han formado en ellas (estalactitas, estalagmitas, columnas…), hay cuevas más espectaculares que ésta. Una de ellas es la de Postonja, también en Eslovenia y muchísimo más visitada que la de Skocjan. Sin embargo fue esta última la que nos sorprendió de una manera extraordinaria por la enormidad de sus espacios.
La Naturaleza (o Natura, ese organismo en el que los seres humanos vivimos como parásitos depredadores sin previsión de futuro) tiene agentes muy pacientes que han ido moldeando el planeta durante miles de millones de años. El río Reka y el agua filtrándose por las fisuras del suelo calizo, que son algunos de esos agentes, solo han necesitado unos cientos de millones de años para dar forma a la gruta y a los espeleotemas que pudimos admirar en Skocjan.

Aunque las inundaciones en la gruta pueden llegar a superar los 100 metros sobre el fondo de la misma, el río Reka no parecía caudaloso cuando visitamos la gruta en el mes de julio. El rumor del agua nos acompañó durante gran parte de los varios kilómetros de recorrido. El sifón que impide un rápido desagüe cuando el caudal crece excesivamente por lluvias o deshielo, no dificultaba el paso de la que me pareció una modesta corriente de agua. Nada más de lo que vimos se puede calificar de moderado; todo se podría adjetivar como imponente por sus dimensiones, por el tiempo necesario para su formación, por las sensaciones que su visión produce…

La gigantesca dolina por la que salimos de la gruta también es impresionante. Es la dolina Velika, una enorme depresión producida por el hundimiento del techo de la cueva hace unos cientos de millones de años. El agua del río Reka surge del interior de la tierra, se desliza por el fondo de la dolina y desaparece de nuevo en las profundidades en dirección contraria a la que nosotros traíamos. Las paredes de esta especie de caldera gigante se elevan hasta 165 metros; el río, después de atravesar el fondo de la dolina, vuelve a esconderse en las entrañas de la tierra, y no vuelve a salir a la luz hasta treinta y seis kilómetros más lejos, cerca ya de la costa del Adriático.

Pero volvamos a la oscuridad y al misterio.

La Cámara de Martel fue el espacio más grande por el que pasamos. Tiene más de 300 metros de largo y una anchura promedio de 89; la altura supera los 100, siendo su punto más alto desde el lecho del río Reka de 146 metros. El volumen de la cámara es de 2.200.000 metros cúbicos.

La visión de aquel espacio fue suficiente para quedar impresionado; pero, además, escuchar estos datos de boca de la guía me trasladó a mi infancia. Comencé a hacer cálculos sobre la duración de la eternidad, como cuando a los seis o siete años inicié ese tipo de cuentas.

No sé qué extraño mecanismo provocó tan repentino retroceso temporal, pero recuerdo con precisión por qué, en mi infancia, inicié la extravagante costumbre de medir la eternidad, costumbre que, después de muchas décadas olvidada, recordé en Skocjan, y la retomé como un juego por un día. Sin embargo, cuando era niño no se trataba de un pasatiempo.

No sé si antes, pero en vísperas de mi primera comunión comencé a imaginar el fuego eterno, siempre relacionado con el pecado y el castigo. El culpable no fue otro que el cura que nos preparaba para la primera comunión. Para que entendiésemos lo doloroso de ser consumidos por las llamas no tuvo que hacer mucho esfuerzo, pero para que visualizásemos lo que es hacerlo eternamente se explayó mucho más. Dentro de la iglesia nos hizo imaginar un pájaro que entraba en ella cada mil años para dejar un grano de trigo; cuando la iglesia se hubiese llenado, la eternidad ni siquiera habría empezado. No recuerdo que la lista de pecados mortales por los que podríamos ser castigados al fuego eterno fuese larga; además, a aquella edad, era muy improbable que pudiésemos caer en la mayoría de ellos; sin embargo, había algunos fáciles de cometer, como jurar o blasfemar, algo que a menudo oíamos hacer a los mayores. Más grave aún era cometer sacrilegio, lo que haríamos si comulgábamos en pecado mortal.

Me acabó pareciendo que, teniendo en cuenta el castigo, ser pecador tenía que ser algo muy importante. Por otro lado era muy fácil hacerse perdonar aquella maldad explicada con tanto entusiasmo por el cura; era suficiente confesarse, o en caso de urgencia hacer una acto de contrición rezando un señormiojesucristo. El caso es que cuando fui a confesarme la víspera de la primera comunión, al hacer el examen de conciencia pensé:

―¡Vaya mierda de pecados que tengo! ¡Si son todos veniales! Voy a hacer un par de mortales.

Y en la iglesia, que aquel día un pájaro pudo empezar a llenar de trigo, pronuncié en voz baja:

―¡Me cago en Dios! ¡Me cago en la Virgen!

No me atreví a confesarlo, así que al día siguiente cometí un sacrilegio.

La bola de nieve empezó a crecer y crecer, porque, aunque no me atrevía a confesar tan grave pecado, comulgaba cada vez que iba a misa, donde hacía de monaguillo. Para colmo era el ayudante mejor valorado por el mismo cura que, aterrorizándonos, nos ponía en guardia contra los tres enemigos del alma. Con seis años no entendíamos bien lo de el Mundo y la Carne, pero sí lo de el Demonio, ya que a este nos lo habían descrito con mucha precisión.

Lo cierto es que también me resultaba raro el dios que nos explicaban. Su característica principal era la perfección, y la magnanimidad era una de las cualidades de la perfección; sin embargo era capaz de enfadarse eternamente, y de imponer castigos infinitamente desproporcionados, lo que no deja de ser una grandísima imperfección. De Padre a padre (no dominaba todavía la diferencia entre la mayúscula y la minúscula), 
me parecía más perfecto el mío, quizás no en omnipotencia, pero sí en magnanimidad. No sé por qué abandoné estas primeras dudas, cuya probable resolución me habría evitado muchos momentos de desasosiego.


El caso es que de aquel grupo con el que compartí aquellas primeras catequesis fui, probablemente, quien más señormiojesucristos rezó hasta los trece o catorce años. Para esa edad, la comparación de la eternidad con el pájaro que llena de trigo una iglesia ya la había oído en templos cada vez más grandes. El crecimiento de la eternidad se iba haciendo exponencial; comencé a escuchar el relato en una iglesia de pueblo y acabé haciéndolo en una catedral. ¡La eternidad no dejaba de crecer!

Cuando conseguí librarme de esa sensación de angustia que a veces me invadía a la hora de conciliar el sueño, no fue liberación lo que sentí, sino decepción hacia quienes habían provocado en mí aquel miedo; y vergüenza por haberme dejado engañar durante tanto tiempo.

Pero eso es otra historia, y me estoy alejando demasiado de Skocjan. Vuelvo al lugar que provocó los recuerdos anteriores, y a los cálculos inútiles con los que jugué.

Los cálculos que había comenzado a plantearme durante la visita de la cueva, los terminé en la auto caravana por la noche. En mi imaginación había puesto a trabajar al pájaro que debía acarrear el trigo, grano a grano, haciendo un viaje cada 1.000 años. Tenía que reunir de ese modo los granos suficientes para llenar un espacio de 2.200.000 metros cúbicos, un espacio diez veces más grande que el de la catedral donde alguna vez me aterrorizó la duración del castigo eterno.


Aunque la densidad del trigo es variable, por depender de varios factores, calculé que un kilo de trigo tiene unos 20.000 granos, y que en un decímetro cúbico entran unos 16.000; es decir, 16.000.000 de granos en un metro cúbico; ¡dieciséis millones de granos!

Sin fijarnos en la imposible longevidad del pájaro, esto supone que la Cámara de Martel de la cueva de Skocjan se podría llenar en… (aquí sería necesario un redoble de tambor) 35.200.000.000.000 años. ¡Treinta y cinco billones doscientos mil millones de años! ¡Qué placer hubiesen sentido aquellos productores de miedo si hubiesen podido adoctrinarnos en esta cueva!

Sobre la duración del universo no hay un consenso científico, y sobre su final hay varias teorías. No hay acuerdo sobre si se seguirá expandiendo indefinidamente, si llegará un momento en el que comience a contraerse para volver a una singularidad como la que provocó el Big-Bang, … De cualquier modo la edad del que conocemos es de unos 13.800 millones de años (creo que esto es bastante aceptado por la mayoría de los científicos). Mientras ese pájaro, al parecer inmortal, llena la Cámara de Martel con granos de trigo, se podrían crear más de 2.550 universos como el nuestro. El pájaro no va a tener tiempo; decenas de billones de años antes de que hubiese podido llenar la cámara, no quedará rastro ni de la cueva de Skocjan ni del planeta en el que se encuentra.

Aunque podamos llegar a creer en seres ficticios y ponerles nombre para hacerlos parecer reales, no todo lo que se nombra existe. De cualquier modo, como no habrá nadie que crea en él, que lo nombre o que lo utilice, tampoco quedará rastro de ese dios que se enoja hasta el infinito por una simple cagada infantil.

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