2025/07/19

Más allá no hay más que mar


 



Más allá de las islas Skellig no hay más que mar. Dos razones puede haber para detenerse en ellas: la imposibilidad de encontrar tierra más lejos o, viniendo desde el mar, no querer establecer residencia en territorio ocupado por la especie humana.

Las Skellig son dos pequeñas islas, dos rocas escarpadas que sobresalen del océano a unas ocho millas de la costa al oeste de la península irlandesa de Iveragh, al suroeste del país. En la más pequeña ‒Little Skellig‒ se establece la que dicen mayor colonia de alcatraces atlánticos de Irlanda y una de las más grandes del mundo. Más de 25.000 parejas reproductoras de estas aves regresan a este islote en primavera y ocupan cada cornisa, cada espacio disponible en las escarpaduras de esta roca, un peñasco oscuro y sin vegetación. El aspecto de la más grande ‒Skellig Michael‒ es diferente; sus cantiles también son oscuros, pero se visten de verde, excepto en los escarpes más verticales. Esta es preferida por otra ave marina para nidificar durante su periodo reproductivo: los frailecillos. Unas 4.000 de estas aves ocupan la isla entre abril y setiembre, casi el mismo tiempo disponible para desembarcar en ella como turista; solo es posible hacerlo entre mayo y finales de setiembre, nunca más de 180 personas por día y únicamente cuando el oleaje y el estado de la mar lo permiten. En estos dos peñascos se detienen durante algunos meses alcatraces, frailecillos y otras aves marinas; los seres humanos solo llegan para una corta visita y no van más allá.

Después de varios días de espera y de haber navegado en dos ocasiones hasta casi tocar Skellig Michael, pude desembarcar en la isla, ascender centenares de peldaños por una empinada escalera, llegar a un monasterio de 15 siglos de antigüedad y mirar hacia el sureste desde el inicio de una imaginaria línea de casi 4.000 km de longitud.

A lo largo de la Línea Sacra de San Miguel Arcángel, que tiene aquí su inicio, se sitúan siete u ocho lugares en los que los mitos, las creencias y la Historia se han mezclado de tal manera que es difícil pensar en ellos con mentalidad aséptica, neutra, desapasionada. En todos se venera a San Miguel; en la mayoría se siguen llevando a cabo las ceremonias litúrgicas que sirven para anclar en esos lugares el culto al arcángel. Un modelo arquetípico de la sucesión ininterrumpida de actos litúrgicos es el del santuario del Monte Gargano, en la provincia italiana de Foggia: las misas y los rosarios se suceden interminablemente mientras la rigurosa mirada de monjas vigilantes conmina a fieles y turistas a no desviarse del protocolo y de las normas de supuesto respeto allí establecidas. Fue en Gargano donde se originó el culto al arcángel a finales del siglo V; desde allí se extendió por toda Europa.

En casi todos los santuarios y monasterios de la legendaria línea es posible separar la Historia del mito. Hay referencias relativamente fiables para situar la fundación y construcción de los monasterios, para conocer el inicio de la evangelización en los lugares donde se ubican, para descubrir qué mitos y creencias son las que sustituye la veneración a San Miguel, para entender las motivaciones de quienes decidieron apoyarse en viejas creencias para introducir los nuevos cultos… Muchas veces disponemos de textos que nos orientan en esa confusa historia y sitúan los hechos en lugares y momentos concretos, aunque sean a menudo memorias y relatos escritos siglos después de los acontecimientos narrados. En Skellig Michel separar la leyenda de la realidad es más complicado.

La historia entre nieblas

Cuando entre los siglos VI y VIII unos monjes decidieron establecerse en Skellig Michael, Irlanda era considerada la isla más occidental del mundo; las tierras habitadas y el mundo conocido terminaban en las islas Skellig. Para los romanos, cuyo imperio había terminado por caer en el año 476, Irlanda ‒Hibernia para ellos‒ era un territorio misterioso y salvaje, el último habitado en el mundo conocido. Aunque en algún momento pudo ser posible objetivo de conquista, el imperio romano nunca se estableció en la isla. Fueron los primeros evangelizadores quienes introdujeron en Irlanda la cultura occidental a través del cristianismo, que comenzó a establecerse allí en el siglo V.

Tanto el conocimiento sobre la historia primitiva de Irlanda como el de la introducción del cristianismo en la isla se alimentan más de leyendas que de hechos reales. Para aquella hay relatos mitológicos, no referencias contemporáneas escritas. En cuanto al inicio del cristianismo, las historias sobre sus santos pioneros también tienen un envoltorio fabuloso; y las hagiografías (esas biografías de santos en las que tiene más importancia el elogio que la verdad) pueden ser fuentes incuestionables para creyentes; sin embargo, más de una vez adjudican el mismo hecho a santos diferentes, como si hubiese una inflación de santos para una limitada lista de hechos miríficos y prodigiosos. Se dice que fue San Fionán, a quien se considera fundador del monacato irlandés, quien fundó el monasterio de Skellig Michael. Si fuese así el monasterio tuvo que iniciar su andadura antes de la mitad del siglo VI, porque el 549 es la fecha en la que se cree que San Fionán murió. Sin embargo, la fecha para su muerte no es segura y “los estudios arqueológicos publicados hasta 2011 señalan que el monasterio pudo tener su origen entre el final del siglo VII y el comienzo del VIII d.C.”1

Según alguna versión de la legendaria conquista de Irlanda por los Milesios, estos ya habían desembarcado en Skellig Michael. Allí fue enterrado Ír (hijo de Míl Espaine), que murió en un accidente durante la campaña de conquista. Los lugares de enterramiento eran declaraciones de legítimo y permanente dominio, así que los monjes que establecieron allí su monasterio llegaron a una isla deshabitada e inhóspita, pero conocida y reivindicada. Construyeron sus moradas y lugares de culto en un lugar que ya actuaba como testigo de los inicios de la historia gaélica imaginada2.

El culto a San Miguel se iba extendiendo por Europa cuando recalaron en Skellig Michael los primeros monjes, pero no fue San Miguel el santo elegido para su patrocinio. Pasaron algunos cientos de años hasta que entre los siglos X y XI construyeron la iglesia a él dedicada; fue entonces cuando el monasterio se vinculó al culto al arcángel. Un par de siglos más tarde, en el siglo XIII, los monjes abandonaron la isla y se trasladaron a la abadía de Ballinskelligs, en la cercana bahía del mismo nombre en el condado de Kerry. Las condiciones cada vez más difíciles para vivir en la isla (provocadas por cambios climáticos en el Atlántico) fueron, al parecer, las que los expulsaron. Aunque la iglesia dedicada a San Miguel en Skellig Michael se arruinó, otros oratorios y las celdas en forma de cúpula en las que los monjes vivieron se mantienen tal como eran. En cambio, de la abadía de Ballinskelligs solo quedan algunos muros que se mantienen erguidos en la misma orilla del mar; las ruinas están rodeadas por un cementerio que invade buena parte del espacio que ocupaba el monasterio; el interior de la nave de la iglesia y de otras estancias de las que solo quedan los muros verticales también está lleno de tumbas y lápidas. En un panel informativo se puede leer que la abadía se fundó en 1210, aunque antes ya había en el mismo lugar una que era la base de operaciones de los monjes de Skellig Michael; a aquella fue a la que se trasladaron a mediados del siglo XI. Según otras fuentes el monasterio de la isla no se fundó antes de finales del siglo VII y permaneció en uso hasta la segunda mitad del siglo XIII3.


Desembarco en la isla

Skellig Michael es visible desde muchos lugares de la costa sureste de Irlanda; llegar a ella parece asequible, saltar a tierra no tanto. Cuando te sitúas ante Skellig Michael y la observas desde un mar siempre movido, cuando no agitado, parece increíble que alguien haya elegido aquel peñasco como lugar de residencia.

La embarcación en la que navegué para desembarcar en Skellig Michael era más rápida que la que nos había trasladado unos días antes hasta las cercanías de las islas en dos ocasiones. Estaba protegida por una cubierta transparente que resguardaba al pasaje del agua que saltaba sobre ella; también permitía observar los delfines, que a veces la seguían, y las aves, estas cada vez más abundantes a medida que las islas se acercaban. Cuando llegó a Skellig Michael, la embarcación enfiló su proa hacia una embocadura entre acantilados. Al fondo de la corta y estrecha ensenada se abría la boca de una oscura cueva; el agua se agitaba entre sus paredes. El barco se acercó a una estrecha escalera que ascendía hasta una pequeña meseta del mismo acantilado. La nave se balanceaba al ritmo de las olas, y los peldaños a los que había que acceder para subir al rellano aparecían y desaparecían en el agua. Para saltar a la escalera era necesario adaptarse al vaivén y anticiparse al balanceo para acertar a posar el pie en el escalón elegido. Cuando los diez pasajeros estuvimos en tierra la nave se alejo de los acantilados; nos esperaría algo más de dos horas entre Little Skellig y Skellig Michael; sufriría el embate de las olas, pero sin correr el riesgo de ser lanzada contra las rocas.

Los monjes que habitaron la isla se comunicaban con Ériu (antiguo nombre de Eire) utilizando unas embarcaciones ligeras cubiertas de piel de vaca. Debieron tener tres lugares de desembarco, porque tres son las escaleras de cientos de peldaños que superan los 180 m de desnivel que hay hasta el monasterio; una al este, otra al norte y una tercera al sur. Es probable que la del este ‒Blind Man’s Cove (Ensenada del Ciego)‒ fuese la más utilizada, porque se trata de la ensenada más protegida y en la que sería más fácil guardar el curach, embarcación ligera cubierta de pieles4, alejándolo del espacio sacudido por las olas. Esta es la ubicación que se utilizó para dar servicio a los dos faros construidos en el siglo XIX, a pesar de ser la más alejada del primero en construirse, hoy ruinoso y en desuso.

Blind Man’s Cove es el lugar por el que hoy acceden quienes visitan la isla. Sin embargo, los 180 metros de desnivel que separan la ensenada del monasterio no se pueden remontar por el camino en el que los monjes construyeron (o mandaron construir) una escalera. En el tramo afectado por el oleaje y la marea excavaron los peldaños en la misma roca; después afianzaron cientos de escalones en la vertiginosa ladera para llegar al lugar donde habían construido viviendas y oratorios. A las personas que ahora visitan la isla se las dirige por el camino construido para acceder a los faros; buena parte de él está protegido por una cubierta en la que, al pasar, se oye caer alguna piedra. Tras recorrer unos 350 metros de suave ascenso se abandona el camino moderno de los faros; desde aquí a cada paso se asciende un escalón de la escalera que en su origen subía desde el punto de desembarco al sur de la isla.

Dos horas en la Edad Media

Solo al pisar los primeros peldaños de aquella escalera sentí que había llegado al lugar que cada vez que había pensado en viajar a Skellig Michael imaginaba. Durante dos horas iba a estar en un lugar donde todo lo que vería se mantenía tal como lo habían construido durante la Alta Edad Media los pocos habitantes que ocuparon aquella escabrosa isla. No fueron más de doce o trece monjes los que la ocuparon en cada momento: solo unos pocos cientos durante unos seis o siete siglos. Casi todo lo que construyeron lo hicieron con el material conseguido en la propia isla y con las técnicas utilizadas en otros lugares de Irlanda; y no ha sido modificado después.

Las celdas y los oratorios del monasterio son el ejemplo paradigmático de su estilo, aunque en la escalera que había empezado a ascender ya se puede apreciar cómo utilizaron la piedra, fácil de conseguir y trabajar por su estructura y por la disposición de los estratos en la isla. Pero una especie que compartió la isla con los monjes, y que con toda seguridad la poblaba antes que ellos, me hizo olvidar que la meta a la que quería llegar era el monasterio; el espectáculo de los frailecillos ralentizaron mi ascenso. Toda la ladera estaba ocupada por ellos. Algunos ocupaban los escalones; otros se asomaban en sus nidos excavados en el suelo entre las piedras sueltas bajo el verde manto vegetal de la ladera; muchos se agrupaban sobre salientes y cornisas… Miles de aves jaspeaban toda la superficie visible, volaban sobre el mar o se sumergían en él.

Tras superar un escarpe en el que se encajaba la escalera apareció Little Skelig al noreste; las manchas blancas de los alcatraces destacaban en la roca oscura de la isla. Otras especies de aves marinas compartían en sus vuelos el espacio entre las dos islas; los alcatraces se identificaban con facilidad por su tamaño.

A las construcciones del monasterio se llega después de atravesar buena parte de una terraza exterior situada entre los muros que a ella misma la sostienen y los que aseguran la terraza superior; en esta se encuentran la mayor parte de los edificios. Al entrar en el espacio donde se agrupan las celdas, oratorios y cementerio solo se ve una construcción en ruina: la iglesia de San Miguel, la única construcción en la que se utilizó argamasa. El resto, construido mucho antes, se mantiene tal como fue concebido. Seis celdas, un oratorio y un pequeño cementerio se agrupan en el lugar más protegido de la isla, en “un refugio climático (…): una isla de calor dentro de la isla”5.

El conjunto es admirable. Todo contribuye a la sorpresa, a la fascinación, al asombro: la ubicación, el aislamiento, las vistas sobre un mar inacabable... Seis pequeñas celdas en forma de cúpula, como seis enormes huevos hincados en el suelo, fueron las viviendas o espacios comunes de quienes habitaron la isla. Todas tienen un perímetro circular; en las más antiguas también su espacio interior es circular, en las más modernas este es rectangular. Están construidas de tal manera que el agua no puede penetrar en el interior; los muros, además de su grosor, tienen dispuestas las hiladas de piedras con las que están construidos con una ligera inclinación hacia el exterior; por mucha lluvia que caiga la estancia siempre estará seca. El interior es oscuro porque los vanos o no existen o son muy pequeños; conseguir un espacio confortable en un lugar inhóspito exige alguna renuncia. En el exterior, en un espacio que parece abigarrado por las construcciones, pero ordenado como un cálido regazo, uno puede sentirse seguro y protegido observando el mar infinito y agitado que se extiende mucho más abajo; y ante la vista de la abrupta y escabrosa Little Skellig que se hunde en ese mar, puede sentirse afortunado de ocupar un refugio que en la isla vecina sería imposible.

Abandoné con pena aquel regazo. Me demoré en el descenso. La escalera parecía mucho más vertical a la bajada. Envidiaba a los frailecillos que allí iban a quedarse y pensé que si me atrasaba el barco se podría ir sin mi. No me atreví, no tenté a la suerte. Aunque llegué el último, llegué a tiempo; la nave no había zarpado aún.

Quizás cuando haya visitado los lugares que me faltan en esa línea virtual que aquí comienza vuelva a Skellig Michael.


1Velado Pérez, Emilio (2025). El confort de lo inhóspito. Historia medioambiental del monasterio de Skellig Michael (cdo. Kerry, Irlanda. Panta Rei. Revista Digital de Historia y Didáctica de la Historia, 19, online.first. DOI: 10.6018/pantarei.651891

2Crowley, J. y Shenan J. (Ed.). 2022. The Book of the Skelligs. Cork University Press.

3Cf. Velado Pérez, E. (2025), op. cit., p. 6

4Mac Cárthaigh, C. en: Crowley, J. y Shenan J. (Ed.). 2022. The Book of the Skelligs. Cork University Press.

5Cf. Velado Pérez, E. (2025), op. cit., p. 12


2025/07/18

Hasta un extremo de la línea

 


Una línea solo es un concepto. No tiene más que una dimensión y ni siquiera puede proyectar sombra. Se puede simbolizar, pero no se puede asir, no se puede tocar, no se puede ver. Podríamos decir que tiene cierto parecido con los ángeles, que se pueden describir y representar, pero no existen. Aunque esta es una comparación algo exagerada, porque la línea sí tiene una dimensión.


Hace ocho años atravesé Francia e Italia para unir en un viaje cuatro puntos sobre los que la leyenda ha trazado una línea recta, una entelequia. Las balizas que señalan dichos puntos son construcciones admirables en lugares extraordinarios: Mont Saint Michel, Saint Michel d’Aiguille, Sacra di San Michele y el santuario de San Michele Arcangelo en el Monte Gárgano. Pero la quimérica línea se alarga más allá de los dos extremos de aquel viaje. Dos monasterios son otras dos balizas en la continuidad de la línea hacia el noroeste y otro par hacia el sureste. Los primeros son St. Michael’s Mount y Skellig Michael; para llegar a este último hay que internarse en el Atlántico Norte. Los otros dos son el Monasterio de San Miguel Arcángel de Panormitis, en la isla griega de Symi, y el Monasterio Stella Maris en el Monte Carmelo, en territorio palestino ocupado por Israel. En una línea imposible de asir siete santuarios dedicados a un ser ilusorio y quimérico; ocho si se añade el construido en la puntiaguda cima del Rocher d’Aiguille, que, aunque fuera de la imaginaria línea, se reivindica en ella.

La intención de completar aquel viaje, de llegar a todos los puntos sobre los que se traza la Línea Sacra de San Miguel Arcángel nunca se ha desvanecido. Ahora me dirijo al extremo noroeste de la línea, a la isla Skellig Michael. En futuros viajes llegaré a la isla mareal de St. Michael's Mount y a la isla Griega de Symi, donde terminará mi recorrido. Nunca tuve la intención de llegar al extremo sureste de la línea; no voy a pisar un territorio arrebatado a sus habitantes por el sionismo; no quiero contribuir, como despreocupado turista, a dar apariencia de normalidad a un estado gobernado por genocidas.


Al inicio de la línea

Si hubiese que situar el origen de la veneración a San Miguel en alguno de los santuarios distribuidos en la misteriosa línea, habría que hacerlo en el Monte Gargano. Sin embargo el inicio de la línea está en Skellig Michael, en el monasterio que dicen fundado por San Fionán; se trata del más inaccesible de ellos.

Las Skellig son dos islas alejadas más de doce km de la península irlandesa de Iveragh: Little Skellig (pequeña roca) y Skellig Michael (la roca de Miguel). En Little Skellig no se puede desembarcar y el acceso a Skellig Michael está limitado a un máximo de 180 personas por día. La travesía entre Portmagee o la isla de Valentia, al suroeste de Irlanda, solo puede realizarse entre mediados de mayo y finales de setiembre, y solo si el tiempo y el estado de la mar lo permiten. Con más de cuatro meses de antelación hice las reservas para dos tours hasta las islas Skellig: uno sin desembarco, al que Josune me iba a acompañar, y otro con desembarco en Skellig Michael. Encontré plazas disponibles para el 12 y 13 de junio del 2025. Sin embargo, reservar una plaza para desembarcar en Skellig Michael y visitar aquel espacio monacal no garantiza que puedas hacerlo. Si el estado de la mar impide la travesía y el desembarco en la fecha para la que se hizo la reserva, te quedarás en tierra sin poder llegar a tu destino.

Día y medio antes de nuestra llegada prevista a la isla de Valentia, recibimos un mensaje en el que se nos comunicaba que el día 12 de junio no se podría realizar la travesía por el estado del tiempo y de la mar. Nos ofrecieron la posibilidad de adelantarlo al día 11. Aceptamos, aunque tuvimos que madrugar para llegar a tiempo, porque nos encontrábamos lejos de Pormagee.

La pequeña embarcación, en la que viajábamos 9 personas y el piloto, fue juguete de las olas durante toda la travesía. El mar estaba agitado; el viento introducía en la cubierta el agua que se levantaba en las embestidas entre las olas y el barco y caía sobre nosotros. Al llegar a la cara este de Little Skellig el mar, protegido en aquel lado por la escabrosa isla, dejó de estar tan movido. Lo que desde lejos nos pudo parecer nieve sobre una superficie oscura desdibujada por la neblina no eran más que miles y miles de seres vivos que ocupaban cada cornisa disponible de aquel suelo vertical. Aquella negra y áspera roca era la residencia temporal de más de 25.000 parejas de alcatraces que anidan en los escarpes.

Rodeamos Little Skellig y nos acercamos a Skellig Michael por un mar otra vez movido. Excepto en los acantilados más verticales, un manto verde cubre la superficie de esta isla. En esta áspera protuberancia rocosa que surge de las agitadas aguas del Atlántico a ocho millas de la costa irlandesa, un pequeño grupo de monjes estableció su morada en el siglo VII. Construyeron su iglesia y sus moradas en dos pequeñas terrazas a unos 170 y 180 m s.n.m. La inhóspita isla estuvo ocupada permanentemente por monjes irlandeses hasta el siglo XII o XIII. Parece que nunca fueron mucho más de una docena.

Desde el mar agitado, con las nubes sobre los dos vértices más altos de la isla (185 m y 218 m) y con la neblina poniendo un velo semitransparente ante los ojos de quien miraba, distinguir las pequeñas construcciones en forma de cúpula me resultó imposible. Lo que sí pude distinguir fueron dos líneas grises ascendiendo sobre el manto verde, eran dos de las tres escaleras construidas para llegar al monasterio; la tercera se encuentra en la vertiente norte de la isla, frente a la que no pasamos. Cientos y cientos de escalones construidos en piedra seca, sin mortero, unen tres posibles puntos de desembarco con el monasterio. Cerca del agua no hay mas que roca y los escalones se esculpieron en ella.

Volvimos a la isla de Valentia empapados. Me aseguraron que las previsiones para dos días más tarde, fecha de mi reserva para el desembarco, anunciaban mejor tiempo y la mar estaría mucho más tranquila. Todavía no sabía que tampoco ese día se iban a producir desembarcos en la isla.

Un objetivo de larga espera

La víspera de la fecha elegida, al atardecer, recibí un mensaje que me conminaba a tener disponible mi teléfono desde las primeras horas del día por si tenían que comunicarme que se suspendía el viaje; no había seguridad de que el estado de la mar permitiese desembarcar en Skellig Michael. Por la mañana esperé en el centro de visitantes Skellig Experience hasta después de las diez confiando en que se disipasen las dudas en quienes tenían que decidir si el desembarco era posible o no. El premio para quienes esperábamos fue la decepción: las condiciones no permitían el desembarco.

Tenía dos opciones: que se me devolviese el precio pagado o que esperase a que los siguientes días se produjese alguna cancelación. Elegí la segunda con muy poca esperanza; era viernes y entrábamos en un fin de semana, unos días más demandados y con listas de espera. Nuestro plan de viaje solo contemplaba un día más en la zona; el domingo, de mañana, abandonaríamos la isla de Valentia y la península de Iveragh. El sábado volví a presentarme en el centro de visitantes con la remota esperanza de conseguir una plaza para mí. El día había amanecido luminoso y el tiempo se preveía inmejorable para la travesía y el desembarco. No tuve suerte.

Resignado a no pisar Skellig Michael y a no llegar hasta el monasterio paleocristiano de la isla, me mentalicé para abandonar Irlanda sin cumplir el objetivo que nos había llevado hasta el Condado de Kerry. Pero el día era luminoso y el mar entre el puerto de Portmagee y la Isla Valentia parecía tan en calma que consulté la posibilidad de volver a realizar el tour sin desembarco hasta las Skellig en lugar del reembolso de lo pagado. Para esa travesía sí había plazas disponibles y no me resistí a la tentación de volver a acercarme hasta las islas. Llamé a Josune, que todavía no había marchado del glamping en el que nos alojábamos en la isla de Valentia; fui a buscarla y, en la misma embarcación que unos días antes, repetimos la travesía. Esta vez con cielo despejado y mejor mar. Además del piloto nos acompañó como guía otro viejo marinero; grababa sus explicaciones con el móvil y después nos lo pasaba con la traducción al euskera. Pudimos observar con mucha más tranquilidad que tres días antes los escarpes repletos de alcatraces de Little Skellig, el vuelo y las inmersiones de los frailecillos, las numerosas aves marinas que sobrevolaban las islas y las aguas que aislaban a estas del resto del mundo, algunas focas y delfines… La observación de las empinadas laderas de Skellig Michael solo producía en mí añoranza por no poder ascender hasta el inicio de la línea que había provocado el viaje. De vuelta, esta vez secos, la frustración por la imposibilidad del desembarco ensombrecía la satisfacción que la travesía nos había proporcionado.

A pesar del colchón de días de estancia en la isla de Valentia en previsión de que hubiese que cambiar la fecha de la travesía con desembarco en Skellig Michael, tendría que irme de Irlanda sin cumplir el objetivo que me había llevado hasta allí. Cada uno de los días que la travesía se frustró lo habíamos aprovechado para recorrer con calma la península de Iveragh, la isla de Valentia, el Anillo de Kerry…

Nos sorprendieron los acantilados de Kerry, cerca de Portmagee, y el recorrido y ascensión hasta Bray Head, en la isla de Valentia. Entre Terranova y este último lugar se instaló el primer cable telegráfico transatlántico; la cumbre de Brary Head vinculada a aquellos primeros cables transatlánticos es uno de los atractivos que se ofrecen a los turistas. Para nosotros su atractivo estaba en las vistas de las islas Skellig durante gran parte del recorrido, vistas que también son excelentes desde los acantilados de Kerry.

Recorrimos la playa y las dunas de Rossbeigh Strand bajo la lluvia. El sol lució el día que llegamos a la abadía de Ahamore, en una pequeña isla a la que se accede a pie desde la playa de Derrynane; se trata de unas ruinas bien conservadas convertidas en cementerio.

Algunos días antes el sol no fue tan generoso cuando visitamos la abadía de Ballingskelligs, cerca de la playa del mismo nombre. Se trata de las ruinas de otra abadía convertida en cementerio. A esta abadía agustina es a donde se trasladaron los monjes de Skellig Michael cuando abandonaron como residencia permanente la isla.

Castillos, mansiones y abadías conservadas en su ruina adornan a menudo el paisaje irlandés. Ya estaba convencido de que abandonaría la costa suroeste de Irlanda con la imagen de los paisajes que había descubierto, la de las islas desdibujadas por la neblina contempladas desde lejos, la de las escaleras que subían desde el mar buscando un monasterio paleocristiano, la de las ruinas de una abadía a la que volvieron los monjes de una congregación que ocupo permanentemente Skellig Michael durante seis siglos…; pero me iría sin el recuerdo de mis pies hollando los lugares que aquellos monjes habían habitado y adaptado a sus ascéticas necesidades.

Cuando quedaban menos de doce horas para alejarnos de la península de Iveragh y la resignación ya había negado hasta el más mínimo espacio a la esperanza, recibí un mensaje en mi móvil: si seguía interesado en desembarcar en Skellig Michael tenía una plaza disponible.

Confirmé mi asistencia.

Más allá no hay más que mar

  Más allá de las islas Skellig no hay más que mar. Dos razones puede haber para detenerse en ellas: la imposibilidad de encontrar tierra má...