El tercer domingo de febrero amaneció con el cielo casi despejado, con una temperatura más propia del mes de abril o mayo que la que a la mitad del invierno corresponde. Solo se ajustaba a la estación la hora a la que el sol asomó tras el horizonte, con mucho retraso de haber sido primavera. Después de atravesar Aiaraldea, ascendimos por el Puerto de Angulo para llegar a Losa. Atravesamos el valle hasta ver ante nosotros los montes que lo cierran por el sur y forman el desfiladero de Entrepeñas, con la Peña de los Buitres al oeste, el Vienda al este y el Río Jerea atravesando la garganta. Antes, atrae la mirada Peña Colorada; este otero se adelanta ascendiendo desde el oeste hasta llegar a su máxima altura (729 m) y terminar en un acantilado semicircular formado por rocas sedimentarias a cuyos pies está el pueblo de San Pantaleón de Losa. El río Jerea lo rodea por detrás
El río Jerea, después de iniciar su recorrido en la Sierra de la Carbonilla, atraviesa el valle de Losa en su recorrido hacia el Ebro. Tras viajar de norte a sur por Relloso, el despoblado de Quincoces de Suso, Quincoces de Yuso, San Llorente, Villaluenga y Río de Losa, se desvía repentinamente hacia el oeste para evitar San Pantaleón de Losa. No se atreve a fluir frente a la imponente proa de Peña Colorada, sobre la que asoma, a modo de puente de mando, la ermita de San Pantaleón. Para evitarla da un rodeo que desde lo alto de la peña podría parecer innecesario. El Jerea forma un meandro que rodea el cerro por el oeste para no pasar ante el vistoso y soberbio farallón oriental del peñón bajo el que se asienta el pueblo.
En el paisaje que con la participación activa del Jerea se acabó formando, da la impresión de que Peña Colorada (también llamada Peña del Santo y Peña Sociruelos) es un barco que elevándose hacia el cielo surge del mismo río; aunque también podría pensarse que se trata de uno que se hunde y que su popa ya ha desaparecido sin remedio.
Esa soberbia proa forma parte de un paisaje al que regala su imagen más característica; pero es la ermita que se adapta a su ladera la que le confiere una singularidad a prueba de olvido.
Aunque he visitado el lugar en muchas ocasiones la ermita de San Pantaleón me parece más impresionante cada vez que vuelvo. El domingo volví a ella y, de nuevo, admiré su silueta, su portada, su espadaña, su ábside… como si hubiese sido la primera vez.
La ermita se pega a la ladera y se adhiere a la superficie sobre la que fue construida. El desnivel del terreno obligó a sus artífices a adaptar su modo de construir a la pendiente sobre la que elevaron la iglesia. La nave rectangular está a un nivel inferior al del ábside. En el interior, que conocemos, pero al que que en esta ocasión no pudimos acceder, el escalonamiento que hay entre la nave y el ábside no se debe al deseo de separar a los fieles del presbiterio y el altar, esa necesaria separación litúrgica la ofrecía el propio terreno. La diferencia de nivel hace que, viendo la iglesia por fuera (y teniendo como referencia otras iglesias románicas), el ábside parezca muy pequeño al compararlo con la nave.
Iniciamos la ascensión a Peña Colorada desde el pequeño aparcamiento que hay al lado norte de la misma, la rodeamos por el este y ascendimos por el camino habilitado por el sur de la peña. Arriba, al girar hacia la ermita, la vimos imponerse en el paisaje, destacarse, situada entre un cielo azul ligeramente jaspeado de jirones de nubes altas y estelas de aviones y el verde de la hierba que cubre el escaso fondo vegetal del suelo. La claridad de los sillares de los muros de la nave y del ábside de la iglesia románica hacía que el añadido del siglo XVI se viese como lo que es: un apéndice que no embellece la obra románica, que resta belleza a la iglesia consagrada en 1207. Esa pesada protuberancia creció entre el muro norte de la nave románica y el acantilado; también ocultó buena parte del paño más septentrional de los tres que tiene el ábside, dejando parcialmente escondido el vano que hay en él.
Desde que habíamos decidido volver a ver la ermita de San Pantaleón, una imagen fija se instaló en mi cabeza, la primera que rescato de mi memoria cada vez que nombro u oigo nombrar este templo románico: los personajes apresados para la eternidad dentro de las arquivoltas de la portada y del vano del paño central del ábside. Son personas de las que solo se ven los rostros y los pies; el resto de su cuerpo se entiende encerrado en las molduras cilíndricas de las arquivoltas. En la portada hay cuatro y cada personaje ocupa dos dovelas. En el vano del ábside hay diez, seis en la arquivolta exterior y cuatro en otra; cada uno de ellos ocupa una sola dovela. Siempre que los veo pienso que el artista que los esculpió tuvo una idea genial; sin apenas tocar las dovelas después de darles su forma cilíndrica, esculpió catorce personajes y apenas necesitó espacio y profundidad para hacerlo.
Hay varias interpretaciones para estos personajes embutidos en la piedra: prisioneros, eremitas, representación de alguno de los martirios de San Pantaleón… Cuando los veo, aún sin tener nada en lo que apoyarme para afirmarlo, pienso que aquel genial cantero y escultor no trataba de impartir doctrina ni de explicar la vida de ningún santo o candidato a serlo. Creo (ya digo que sin fundamento) que lo suyo pudo ser una genial venganza contra sus enemigos, sus maltratadores, sus explotadores…; quizás contra quienes predicaban castigos eternos para cualquiera que se atreviese a vivir sin seguir el camino que el poder dictaminaba y la doctrina señalaba. Embutió a todos ellos en un espacio tan hermético que no podían moverse, pero desde el que pudiesen ver cómo se les observa, cómo seres humanos anónimos contemplan su castigo; seguramente, para el autor que los empotró en piedra, un castigo eterno, porque la piedra es sempiterna: con principio, pero sin fin. ¿Mi interpretación es heterodoxa, errónea, falsa, inadecuada…? No lo sé, pero me parece mucho más atractiva que las otras.
Toda la iconografía y decoración de esta iglesia es admirable. En la portada ya sorprende, antes de llegar a su altura, la figura humana de tamaño natural que se adelanta a las arquivoltas y parece hacer la misma función que una columna. La tela o el paño que pasa desde su espalda por su hombro izquierdo, y luego sujeta recogido a la altura de la cintura, parece el elemento que le sirve para transportar hacia adelante toda la portada y toda la iglesia, que quedan a su espalda. En el otro extremo hubo otra figura, esta no humana, de la que sólo queda la cabeza. También es destacable una figura en forma de rayo o línea quebrada que recorre de arriba abajo el espacio que debe ocupar la columna de una arquivolta, columna mucho más estrecha que su gemela, porque parte del espacio que le debiera pertenecer lo ocupa la figura en forma de zigzag. Los capiteles, según los expertos, “están elaborados como parte de un único proceso creador y desarrollan los seis intentos de ejecución del martirio de San Pantaleón”. Todos los vanos, abocinados como la portada, están adornados con columnas, capiteles y arquivoltas decoradas.
Hubo algún tiempo en el que los peregrinos acudían a San Pantaleón por motivos mágicos y cabalísticos. Se ha relacionado la iglesia con el Grial: el recipiente o la copa en la que supuestamente bebió Jesucristo en la Última Cena. Tuvieron que pasar doce siglos después de aquella supuesta cena antes de que se inventase la historia de esa copa. Una vez inventada la historia, parece que la copa decidió multiplicarse: ha habido griales en Valencia, en la basílica de San Isidoro de León, en Génova, en O Cebreiro, en Gales, en Irlanda, en Viena, en Hungría y en otros doscientos lugares más; la historia y el aspecto de cada uno bien diferenciados de los demás. Con solo tomar un trago de vino de cada uno de ellos las alucinaciones no serían lo más insólito que el Grial pudiera producir; sin beber de él ya genera creencias extraordinarias sin ninguna consistencia, sin ninguna necesidad de que los sentidos de los creyentes permanezcan activos.
Otra reliquia hizo la magia de atraer peregrinos a San Pantaleón, que para eso se invertía en reliquias. En la iglesia se conservaba una ampolla con sangre del santo en estado sólido; cada 27 de julio la sangre se licuaba. Hoy (según leímos en un panel que vimos en la parte baja de la peña al marchar) sigue haciéndolo en el monasterio de la Encarnación de Madrid. El auténtico milagro de esa ampolla no es que la sangre de San Pantaleón se licúe en su interior; la magia está en conseguir que miles de personas acudan a ver el milagro y se crean a pies juntillas que lo que ven, si es que ven algo, es lo que les cuentan.