2023/08/19

OLIMPO. LOS DIOSES SE ESCONDEN

 




El Olimpo se cubre de nubes. Los dioses se esconden, no quieren que comprobemos que no están allí, que no existen.

Habíamos dejado atrás el Estado Atonita (Estado Monástico Autónomo del Monte Athos). Las nubes y la lluvia tormentosa habían difuminado la silueta de la península y ocultado la cumbre del Athos mientras navegamos de Dafni a Ouranólpolis. Después de desembarcar, el cielo se fue aclarando hasta quedar jaspeado por nubes grises, azuladas y blancas. Desde la playa y el embarcadero de Ouranópolis miramos hacia el oeste; nuestra mirada se deslizaba insistentemente sobre el Egeo buscando nuestro siguiente destino, más allá de las penínsulas de Sithonia y Cassandra. Estas, detrás de la cercana isla de Amoliani, se interponían entre nosotros y la costa occidental del golfo Termaico. A solo 18 km de aquella costa, que no podíamos ver, se alza hasta los 2.918 m el macizo montañoso al que queríamos llegar: el Olimpo. Queríamos ver los palacios de cristal de los dioses olímpicos. Las diosas y dioses que supuestamente los habitan, al contrario que el Dios de Athos, no exigen nada, ni siquiera que creas en ellos.

El viaje fue largo: desde el refugio de un monoteísmo radical, que centra su teología en la disputa con otras fes monoteístas, hasta las faldas del hogar del panteón helénico. ¿Fue largo el día? No dio más de sí que los traslados entre muelles y estaciones y el tiempo de espera en ellas. El último autobús que tomamos nos dejó en Litohoro, a los pies del Olimpo. Desde este pueblo cercano a la costa del Golfo Termaico se suele iniciar la aventura de ingresar en el macizo divino.

Cuando llegamos, la luz eléctrica ya alumbraba sus calles. Tras el pueblo la oscuridad se había adueñado de las montañas. A pesar de la noche, el nevado Olimpo se divisaba recortado sobre ellas bajo un cielo que ya había olvidado el azul y del que se apoderaba la noche.

Madrugamos para desayunar e iniciar cuanto antes el ascenso. Disponíamos de dos días; queríamos acercarnos al Mitycas (2.918 m), la cumbre más elevada del macizo. Sabíamos que no la íbamos a hollar en este viaje; sin embargo, nada nos impedía acercarnos hasta tener ante nuestros ojos el Trono de Zeus, las verticales paredes del Stefani que bien podrían ser el respaldo de dicho trono.

Nos aconsejaron informarnos en una tienda de deportes. Tuvimos que esperar a que abrieran. El tiempo pasaba y nuestro nerviosismo e impaciencia fueron en aumento, aunque esto no cambiaría el ritmo en Litohoro, muy tranquilo a finales de abril. Después comprobamos que la espera había merecido la pena. Monika, guía de montaña y dueña de la tienda, nos informó y nos aconsejó sobre los recorridos más recomendables y sobre el lugar en el que podríamos pasar la noche. No coincidían con el plan que nos habíamos hecho.



Los refugios del Olimpo permanecían aun cerrados. Pensábamos habernos acercado hasta el de Spilios Agapitos (2.100 m) con la esperanza de que hubiese allí algún pequeño refugio abierto. Desde allí intentaríamos acercarnos al menos hasta el Skala (2.866 m) al día siguiente. Monika nos desaconsejó la idea. Además de que en el recorrido se habían producido aludes y desprendimientos, en el de Splios Agapitos no había refugio de emergencia abierto. En cambio, sí lo teníamos en el refugio de Petrostouga (1.940 m). Desde allí podríamos ascender hasta el Scourta (2.476 m) y desde esta cumbre admirar la grandeza del Olimpo y sus alturas más emblemáticas.

Monika nos convenció; se adivinaba su experiencia y era indudable que sabía de qué hablaba. Alquilamos crampones y bastones, y nos dirigimos a Gortsia (1.130 m), en la carretera que une Litohoro con Prionia, desde donde iniciamos el ascenso.

Llegamos al refugio de Petrostouga a primera hora de la tarde. Tras un ligero descanso y una rápida inspección del amplio, desordenado y sucio “refugio de emergencia” en el que pensábamos pasar la noche, reiniciamos la marcha preparados ya para no dejar de pisar la nieve. Seguimos con toda la carga por si no volvíamos allí.



Como nos había dicho Monika había huella en la nieve; la víspera un grupo de guías había inspeccionado la zona hasta el Plateau de las Musas. Desde entonces las condiciones habían cambiado. La mayor parte del recorrido encontramos nieve blanda en la que, a cada paso, hundíamos las piernas hasta las rodillas y, a menudo, hasta las caderas. Las raquetas, que Monika nos había desaconsejado, habrían sido necesarias. El Skourta no estaba a muchos kilómetros, pero la nieve hacía que avanzásemos con mucha lentitud.

Seguimos las huellas por el bosque de abetos. Al salir de él, al esfuerzo se sumó la decepción. La ventana de buen tiempo anunciada para aquel día y el siguiente empezó a cerrarse para las cumbres más altas del Olimpo. Al dejar el bosque seguimos caminando por la cima somital que en unos dos km más de ascenso nos colocaría en la cumbre del Skourta, las nubes ocultaban las cimas que debíamos divisar hacia el SW. De vez en cuando bajaban a nuestra altura. Cuando se volvían a situar por encima o el cielo parecía querer aclararse ante nosotros, volvíamos a tener la esperanza de poder disfrutar de la belleza de aquellas cimas que se ocultaban.

Nos detuvimos no demasiado lejos del Skourta al borde de un cordal prominente desde el que deberíamos estar contemplando hacia el SW los techos del Olimpo. A nuestra espalda el azul ocupaba gran parte del cielo; en cambio, las nubes insistían en cubrir la montaña delante de nosotros y, a ratos, también nos rodeaban.


El frío, el cansancio y la seguridad de que las nubes no dejarían de esconder el Mitycas y el Stefani hicieron que renunciase a pisar el Skourta. Además tenía que reservar fuerzas para la vuelta al refugio. Hicimos allí la foto reivindicativa que habíamos decidido sacar en el Skourta: (GALDER ETA AITOR ASKE! GORA EUSKAL GAZTERIA!). 

Aimar quería hollar al menos la cumbre que teníamos cerca; cargó solo con lo necesario y siguió ascendiendo. Me quedé con las dos mochilas tratando de protegerme del viento tras unos arbustos; no pude hacerlo del frío. Observaba la rápida ascensión de Aimar; cuando la niebla lo rodeaba, escuchaba sus pasos al golpear con los crampones la capa superior de la nieve; a aquella altura no tan blanda como la que habíamos pisado más abajo. Los minutos se me empezaron a hacer mucho más largos cuando dejé de verle y de oír sus pasos. Volvieron a su valor nominal cuando de nuevo volví a escuchar las pisadas. Aimar había llegado al Skourta, sin embargo, no pudo ver el Trono de Zeus.

Volvimos al refugio de emergencia de Petrostouga sin haber visto ni dioses ni seres humanos. Intercambiamos mensajes e información con Monika, cenamos y preparamos nuestro lecho. Pasamos la noche en el desordenado refugio. Embutidos en nuestros sacos debíamos parecer dos gigantescas mariposas en fase de crisálida pegadas al suelo.


El día siguiente amaneció espléndido. Por la mañana, aconsejados por Monika, alargamos el recorrido que íbamos a seguir para la vuelta hasta Prionia. Se trataba de alargarlo para acercarnos al Mitycas, para contemplar de frente las estancias principales de los doce dioses Olímpicos. El cielo despejado parecía garantizado. Durante 4 o 5 km descendimos unos 200 m. Dejamos a nuestra izquierda el sendero que conducía a Prionia y seguimos hacia el sur hasta llegar a un sendero (Gomarostalos) que volvía a ascender hacia el NW para llegar al Plateau de las Musas, el mismo destino que el itinerario que seguimos la víspera para ir al Skourta, aunque por la vertiente contraria. Después de varios cientos de metros de desnivel por un empinado sendero, llegamos a un saliente en el bosque de abetos desde donde pudimos admirar de frente las alturas que, según la mitología, siempre estaban cubiertas por nubes. No brillaban los palacios de cristal que Hefesto construyó para él y sus compañeros olímpicos. Las que resplandecían eran las cumbres que cubiertas de nieve se elevaban sobre nosotros y colgaban de un cielo despejado y azul.


Ya podíamos retroceder y retomar el camino de descenso a Prionia, primero entre abetos, después entre hayas. En este sendero sí encontramos algunos montañeros que ascendían. Las nubes no les iban a ocultar el Trono de Zeus y los lugares donde los dioses olímpicos tuvieron sus palacios de cristal.

A primera hora del día siguiente abandonamos Litohoro para llegar con tiempo a Atenas y participar en las manifestaciones del 1º de Mayo. Mientras esperábamos al autobús en un cruce cercano a la costa, contemplamos el Olimpo. Las nubes nos lo habían ocultado cuando más cerca lo tuvimos; ahora aparecía blanco, inmaculado, libre de nubes. Parecía que se burlaba de nosotros, o quizás nos retaba para hacernos volver. Algún día lo haremos.















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