Cuando enero empezaba a envejecer, atravesamos, desde el norte, la cadena de los Montes Obarenes por el desfiladero de Pancorbo. Nos dirigíamos a La Bureba. Llevábamos una lista con más de dos decenas de pueblos con iglesias románicas que pretendíamos visitar. Nos dirigimos hacia el oeste sin alejarnos apenas de la cadena montañosa. Al tomar un desvío para llegar a Soto de Bureba, el primer destino que nos habíamos marcado, los Obarenes volvieron a acercarse a nosotros. Desde el desvío avanzamos despacio observando una iglesia que asomaba, casi desde su base, sobre lo que parecía una muralla con más de media docena de contrafuertes. Donde acababa el pueblo aparcamos nuestra furgoneta.
Nada se movió en las pocas casas del pueblo; de ninguna salió sonido alguno, ni siquiera el ladrido de un perro. No tuvimos ninguna duda de por dónde acceder a la iglesia: dos calles hay en el pueblo y una, que sale desde la misma carretera, se llama así: Calle de la Iglesia. Dos rodadas paralelas dividían en tres franjas verdes el firme herboso de la calle, la central mucho más ancha. Casi al inicio del camino accedimos a la explanada a la que da la portada de la iglesia, limitada por el sur por la parte alta de lo que mientras llegábamos al pueblo nos parecía una muralla.La atracción fue inmediata. Iniciar nuestro recorrido por la Bureba ante aquella hermosa portada hizo que, a partir de entonces, siempre esperásemos encontrar algo similar o más atractivo en el resto de las iglesias que habríamos de visitar. Cuando no era así, su recuerdo era una motivación para seguir buscando. La iconografía y composición de sus tres arquivoltas, la decoración del guardapolvo que las rodea, las figuras de capiteles y jambas, los adornos de las columnas…, todo atrae la atención para observarlo en conjunto y detalle a detalle. En la iconografía que recorre linealmente las arquivoltas me llamó especialmente la atención la figura humana más grande de las representadas en ellas: un hombre encadenado con sus manos agarrando la cadena que une el collar que le rodea el cuello y el cepo que le ata las piernas. En el extremo opuesto de la misma arquivolta (la más exterior) hay una mujer en actitud pensativa. En tres dovelas contiguas, otros tantos personajes parecen entablar un diálogo entre ellos. Un unicornio, identificado como tal en una leyenda sobre el mismo, sorprende en una de las dovelas de la arquivolta interior; esta, ligeramente apuntada como las demás, está rematada en sus dovelas superiores por el Agnus Dei; a cada uno de sus lados hay otras dos figuras humanas que también ocupan varias dovelas cada una, representan, según la información de un panel, a la Virgen y a San Juan.
Otras portadas
La de Busto se convirtió para nosotros en la referencia con la que compararíamos el resto de portadas durante el resto del viaje; ninguna acabó igualándola. El primer día nos paramos ante otras cuatro iglesias: en Navas de Bureba, Barrios de Bureba, Hermosilla y Terminón. Solo la de Navas de Bureba, cercana a Busto y también en las faldas de los Oberenes, conserva su portada románica ligeramente apuntada y de forma muy abocinada. Sus arquivoltas, al contrario que las de Soto de Bureba, carecen de decoración y las columnas son lisas, sin adornos. En los capiteles, los únicos elementos de la portada con decoración escultórica, hay hojas de acanto, cabezas y figuras humanas y cabezas de león.Una iglesia por dentro
Destacan los capiteles del arco triunfal. En uno de ellos se representan lo que parecen ser tres escenas sin relación entre sí en las que la violencia está presente: en la cara izquierda un caballero cuyo caballo pisotea la cabeza de un hombre; en la derecha, y parte de la central, otro jinete se enfrenta a un hombre que maneja una honda; en la central una persona que parece atada a una columna para recibir castigo, con el añadido sobre ella de dos espectadores que contemplan desde un balcón, y con aparente indiferencia, el castigo a la persona que hay bajo ellos y al hombre pisoteado por el caballo.
Ábsides y Canecillos
Con apenas excepciones, solo pudimos contemplar el exterior de las iglesias, aunque la maleza que rodea buena parte de algunas de ellas o el cementerio adosado a alguno de sus muros laterales nos impidió, a menudo, rodear todo su perímetro. Además de las portadas, el exterior de los ábsides y los canecillos bajo los aleros fueron elementos que nos entretuvieron en cada visita a las iglesias románicas de la Bureba.En Hermosilla, la cabecera (presbiterio y ábside) es lo único que se conserva de la iglesia románica. Lo mismo que la portada de la iglesia de Soto de Bureba fue para nosotros el referente con el que comparar las demás, el ábside de la de Hermosilla lo fue para los ábsides. Sus dos columnas dividen el ábside en tres tramos; sus fustes embebidos en el muro se inician en una basa algo más elevada que lo que parece un podio y terminan en capiteles en los que se apoya el alero, haciendo así la misma función que los canecillos. Sobre una imposta que recorre el ábside, hay una ventana en cada paño, las tres con columnas rematadas en capitel y arquivolta. Hay otra en el muro norte del presbiterio; está cegada con sillares y decorada con un tímpano en el que hay tres arcos esculpidos.
Otras iglesias románicas de La Bureba
El ábside de la iglesia de Revillalcón llama la atención porque una de sus dos columnas desapareció. Los tres tramos en los que estas lo repartían han quedado reducidos a dos, con una asimetría tan exagerada que no puede dejar de sorprender. El soporte original que se conserva se trata de un haz de tres columnas embutidas en la pared (columnas entrega) rematadas en capitel, el de la izquierda muy deteriorado o desparecido. La grieta que se abre desde la cornisa y recorre la mitad de la pared del paño reconstruido parece querer certificar lo necesario que era el haz de columnas que desapareció y no se repuso. Haces de tres columnas pudimos ver también en la iglesia de Valdazo y en el magnífico ábside de la de Navas de Bureba.
Iglesia de Piérnigas
Iglesia de Carrias
En lo alto, sobre los tejados de las casas, ya se observa la ruina de la ermita de Nuestra Señora del Campo. Se muestra elevando hacia el cielo su herida abierta como una boca que intenta adquirir aire mientras se ahoga; el borde de la ruina de la cubierta y el muro dañado del ábside parecen dos labios contraídos en una mueca de pánico.
Unos canecillos que sobresalen del muro del ábside muy por debajo de la línea ruinosa del alero –cuatro al norte y uno al sur– indican que ya hace mucho que se amplió la iglesia en altura.
A pocos pasos de esta ermita hay otra iglesia mucho más grande, más soberbia, más propia de una época de mayor esplendor. Sin embargo, su ruina es mucho más gigantesca, porque gigantesco es también el espacio que ocupa comparado con la ermita de al lado. Se trata de la iglesia de San Saturnino, a la que solo se puede acceder con mucha dificultad y esfuerzo porque la vegetación y la maleza la rodean; también con peligro porque en el pulso entre los ruinosos restos que aún no han caído y la fuerza de la gravedad, es esta la que juega con la ventaja de la paciencia y el tiempo.
Dejamos atrás Carrias y sus ruinosas iglesias y nos dirigimos hacia el norte, hacia la cadena de los Obarenes, para abandonar La Bureba por el portillo de Busto. Hacia el oeste quedaban todas las iglesias románicas hasta las que nos habíamos acercado; también Poza de la Sal donde habíamos dormido a los pies del castillo de los Rojas y desde el que pudimos contemplar el amanecer sobre la depresión de La Bureba, esa llanura cerealista rodeada de montes y salpicada de románico. Desde el portillo de Busto subimos hasta un mirador para contemplar la comarca que abandonábamos desde la altura de la sierra que cierra la llanura por el norte.
Atrás quedaban pueblos en los que apenas vimos a nadie y a los que alguna vez volveremos para admirar de nuevo lo que ya hemos visto, además de lo que no pudimos ver en el interior de las iglesias. Mientras llega el momento iremos olvidando el nombre del lugar concreto en el que vimos cada portada, ábside, columna, capitel, canecillo… que se nos hayan quedado grabados en la memoria, pero seguiremos recordando la imagen de cada uno de los elementos que nos sorprendieron, aunque no acertemos a situarlos bien en el mapa.
[1] Secta: ver la acepción principal del Diccionario del uso del español de María
Moliner (“Doctrina enseñada por un
maestro y seguida por sus adeptos”), no las del Diccionario de la lengua española de la RAE; las de este se adaptan
a la definición que darían los miembros de una secta para definir a otra rival.