Viajar, en su acepción más simple y sin adornos, no es más que trasladarse de un lugar a otro que esté distante. Y el viaje solo es el hecho de realizar ese traslado.
El sinónimo más cercano a viaje (al hecho de viajar) podría ser desplazamiento. Pero a los seres humanos, aunque seamos animales sociales, nos encanta marcar los aspectos que nos distinguen del resto de la especie. Creo que esa es una de las razones por las que la palabra viajero tiene tantos sinónimos: viajante, excursionista, peregrino, romero, trotamundos, aventurero, explorador, vagabundo, turista, emigrante, …
Dos de los sinónimos que sirven para adjetivar a la persona que viaja o se desplaza son viajera y turista. Para muchas personas que se definen a sí mismas como viajeras hacer turismo es antónimo de viajar.
No puedo negar que yo también haya pensado lo mismo muchas veces durante mucho tiempo. Pero cuando en setiembre de 2018 iba a comenzar un viaje de varios meses por Latinoamérica, leí un artículo del escritor Miguel Espigado: "¿Te crees un viajero? Pues eres un turista". Si dar consejos no fuese un pequeño indicativo de soberbia o vanidad aconsejaría leerlo. Yo lo leí e hice el viaje más o menos como lo tenía planeado, sin embargo mis expectativas cambiaron antes de empezarlo, y algunas de las idealizaciones que me había hecho no viajaron conmigo.
Ahora acabo de volver de otro viaje en solitario en bici (Baiona – Nantes - Mont Saint Michel – Roscoff – Redon). Cuando me siento a repasar mi diario de viaje y a valorar lo que he hecho, recuerdo el artículo que he mencionado; también una frase atribuida a Chesterton, que he utilizado más de una vez: "El viajero ve lo que ve, el turista ve lo que ha venido a ver". Y ya no sé si he sido turista, viajero, ninguna de las dos cosas o las dos a la vez. Me inclino a no renunciar a nada y pensar que he sido las dos cosas a la vez.
También recuerdo los libros de viaje de Javier Reverte (Corazón de Ulises, Vagabundo en África, …) y de Julio Llamazares (El río del olvido, Trás os Montes, Las rosas de piedra, …). Los dos cuentan viajes a escala humana y que cualquiera que tuviese interés en hacerlos los podría realizar; la decisión de hacerlos sería la única preparación necesaria. Los dos cuentan lo que ven y viajan sin esperar que el mundo se adapte a ellos. Los de Llamazares me gustan especialmente, porque se trata de viajes que se pueden iniciar simplemente saliendo de casa. Cuando escribo en mis diarios de viaje siempre me acuerdo de él.
Volviendo a mi viaje. Según entiendo el artículo de Miguel Espigado, para ser viajero no tendría que contribuir a provocar que los lugares por los que pase cambien para satisfacerme. Según Chesterton, para ser turista tendría que ver lo que hay que ver. Puedo mezclar las dos ideas y engañarme a mí mismo pensando que soy un auténtico viajero: no he contribuido a cambiar los lugares por los que he pasado y no he visto en ellos lo que el turista tiene que ver. La realidad es otra.
Dice Espigado que “los lugares se estén transformando para adaptarse al ‘viajero’ es la mejor prueba de que el viaje de placer no nos transforma, ya que es el mundo el que se adapta a nosotros, y no al revés”. Bastantes de los lugares por los que he pasado están tan adaptados al turismo estacional que cuando el verano acaba se convierten en despoblados. Cuando pasé por muchos de ellos sus abundantes servicios mantenían todos sus reclamos a la vista, pero, como si hubiese habido un huida masiva y repentina, nadie los atendía. Podía pensar que yo no contribuía a transformar esos lugares para que se adaptasen a mis deseos y necesidades, ya que ni siquiera los iba a satisfacer. Sin embargo, no puedo olvidar que el último verano estuve en alguno de ellos siendo consumidor de la “selección de placeres locales a gusto del visitante” de la que habla Espigado.
Según Chesterton era viajero, porque simplemente veía lo que veía. Sin embargo contaba para ello con servicios a mi alcance que no habrían estado a mi disposición sin el turismo que va a ver lo que hay que ver. Pasaba por muchos lugares limitándome a observarlos, pero mi bici se desplazaba por caminos preparados para hacer la ruta asequible y segura. Esto me lleva de nuevo al artículo de Espigado; en esto de los viajes y el turismo “es el mundo el que se adapta a nosotros, y no al revés”.
Cuando ahora valoro el viaje me doy cuenta de que el objetivo era el viaje mismo, el traslado constante de un sitio a otro. En definitiva: el objetivo era viajar en su acepción más simple y sin adornos. No buscaba mucho más, aunque aprovechase para conocer mejor algún pueblo por el que pasaba, redujese la marcha para disfrutar mejor de la naturaleza que me rodeaba, o me parase en lugares que me sorprendían o me atraían, simplemente para mirarlos y no hacer nada más.
Al preguntarme por qué lo he hecho no puedo evitar acordarme de mi niñez, la primera patria. Hubo algún tiempo en el que había dos vagabundos que pasaban periódicamente por mi pueblo, cuando Lendoño, la Junta de Ruzabal y Orduña era todo el mundo conocido por mí. En mi casa les solíamos preparar en la cabaña un lugar para dormir. Siempre acompañaba a mi padre cuando les llevaba el desayuno por la mañana. La curiosidad me podía y les envidiaba por ir de pueblo en pueblo recorriendo el mundo, aquel pequeño mundo que yo conocía y otro que tenía que ser mucho más grande, porque aquellos solitarios vagabundos tardaban bastante en volver a pasar otra vez por Lendoño. Para mí eran vagabundos, lo que había oído que eran, y al verlos entendía que el significado de la palabra vagabundo era recorrer el mundo con total libertad y con poca carga. Y yo quería ser vagabundo.
He hecho bastantes viajes a pie y en bici, acompañado o en solitario; algunos muy parecidos —eso quiero creer— a los de aquellos vagabundos que envidiaba. Tuviesen el objetivo que tuviesen mis viajes a pie o en bici, el propio viaje —el desplazamiento de un lugar a otro distante— era también un objetivo en todos ellos. En el último ese ha sido el objetivo principal.
Antes de comenzar no estaba seguro de poder completar la ruta que quería hacer y me puse varias metas intermedias desde las que regresar a casa si el tiempo o mis fuerzas me fallaban: La Rochelle, Nantes y Mont Saint Michel. Aunque iba solo me sentía muy acompañado por familiares, amigas y amigos que seguían mi viaje. También esas personas contribuyeron a la motivación para completar el recorrido que me había propuesto, y al llegar a Mont Saint Michel seguí por la costa bretona hasta Roscoff para regresar luego hacia Nantes.
Mientras viajaba fueron muchas las personas que me veían y se interesaban por lo que estaba haciendo. Casi todas ellas me decían al despedirse:
—Bon courage!
Pero alguien también me dijo cuando le expliqué lo que estaba haciendo:
—Mais pourquoi? C’est folie!
C’est folie! Yo creo que no, aunque puede que lo sea. Pero ya está hecho.
Sea viajero, turista o lo que se quiera definir con el sinónimo que sea, espero seguir vagabundeando. Quiero creer que soy un vagabundo como aquellos que vi en mi niñez, aunque solo sea de vez en cuando.
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